R
Realismo urbano


Por María Pilar Carrera

«Hay una gran necesidad de veracidad»
John Cassavetes

Hoy en día podemos leer anuncios inmobiliarios como éste: “Loft o estudio profesional. En Madrid, zona centro Atocha, 240 metros, ático, diseño japonés, en edificio industrial singular…”. Prestemos atención a la negrita, que a buen seguro es nuestra: “diseño japonés”. Quien hace uso de este acicate sabe a qué atenerse, que el que tenga oídos, oiga.

No nos ocuparemos ahora de intentar acometer una diagnosis del panegírico cotidiano del elemento “de diseño”. Aunque sería por otra parte una labor necesaria.

Es evidente que no estamos ante un “diseño” cualquiera, sino ante un “diseño japonés”, lo cual, en el necesariamente ayuno de grandes matices imaginario colectivo, viene a ser algo así como espacios desocupados, líneas rectas, anemia ornamental y sobriedad programática. No corren buenos tiempos para el barroco recatado que mayoritariamente ha nutrido nuestras imágenes hogareñas. Y ¿cuál es en este caso la víctima propiciatoria de este “buen decir”? Pues se trata ni más ni menos que de la casa. Y por extensión de la “gran casa”, de la “ciudad”. A este lugar queríamos llegar y en él nos detenemos. No hace falta decir que poco importa en esta ocasión el argumento naturalista y redentor que señala con el dedo el lugar paradisíaco en el que hechos y hábitos contradicen los discursos. A fuerza de hablar de “ciudades virtuales”, de “ciudades-red”, de ciudades vicarias, se nos ha quedado un rictus beatífico, de sosiego infinito y calma contemplativa en el rostro. Aunque es muy probable que para nosotros sea ya demasiado tarde para el nirvana, con o sin la ayuda del “diseño japonés”.

¿Por qué deseamos tan fervientemente hacer de la casa y de la ciudad un objeto de consumo “extático”? Nadie duda de la buena voluntad de los defensores de esta buena causa. Pero tanto esfuerzo en balde… Realmente sentimos que no es preciso malgastar tantas energías en una empresa abocada a estrellarse contra lo irreparable: el tenue prosaísmo ornamental que continuamente anima esos dos conceptos, el de “casa” y el de “ciudad”.

Recordemos por un breve momento -trasladando el concepto al tema que nos ocupa- el “pensamiento masivo”, término con el que Walter Benjamin aludía a la escritura de Bertolt Brecht. ¿Por qué no se habla de diseño “masivo”?

Una fotografía de Ian Berri, tomada en 1963, muestra el reencuentro de dos hermanos separados por el muro de Berlín, para celebrar la Navidad. Aunque las vestimentas son distintas, no podemos evitar pensar que se trata del mismo personaje, que vemos al mismo tiempo con su gesto de bienvenida, de frente y de espaldas. Una representación del “abrazo” a la ciudad estaría cercana de esta fotografía. Y así cada vez, en cierto modo, esa imagen que está frente a nosotros, y que se supone representa a la ciudad, de repente nos damos cuenta de que se asemeja enormemente a nosotros.

Esta ciudad a la que nos asemejamos debería estar situada precisamente en las antípodas de toda sublimación a la que tan acostumbrados nos tienen ciertos approches a la “experiencia urbana” o, en escala reducida, a la doméstica –tipo “diseño japonés”–, o a la experiencia mediática “virtual”. Pretender hacer de la imagen de la ciudad la antesala de alguna manifestación “espiritual” significa omitir su razón manifiestamente común y comunicativa. La tendencia a abordar la “banalidad” o a la cotidianeidad obligándolas a hacerse portadoras de un “enigma”, porque no es posible que todo termine ahí, que no haya alguna profundidad redentora, asola la ciudad. Parece como si todo lo “masivo” –la ciudad y sus casas, la publicidad y sus anuncios, el cine y sus películas, la televisión y su programación– debiera redimirse de algún modo, debiera volverse cavernoso y profundo, sin olvidarnos, si la ocasión lo requiere, de hacerle una gracia a lo autóctono, a la tierra que nos ha visto nacer.

Lo mediático como argumento

La “cultura” –se dice- es la clave. Que para algunos significa leer “ciertos” libros, escuchar música clásica, ver cine (español). Aquí tenemos de nuevo el “loft de diseño japonés”, donde todo está preparado para que emerjan pequeños instantes de trascendencia. Aparte de lo inaudito y decimonónico de la definición, hay una esencial falta de “realismo” entendido como lo que nos permite “hacer algo” con lo que nos rodea, en torno a toda esta deriva acerca de la cultura como puerta hacia lo absoluto, hacia lo que no tiene ni tiempo ni espacio ni materia.

Si la ciudad ha de erigirse en “manifestación” de la cultura, sólo puede hacerlo de manera no meramente estética y evocadora, y si sabemos apreciar el lugar privilegiado que ocupa la “superficie” en el concepto “ciudad”, y por supuesto en el de “cultura”. Nunca está de más citar aquellas palabras de Otl Aicher para recordar el absolutamente necesario y paradójicamente difícil acceso a la superficie de las cosas cuando existe la firme decisión de no dejarse entretener con humaredas de signo diverso: «(…) teníamos que volver a los objetos, a las cosas, a los productos, a la calle, a lo cotidiano, a los hombres».( 1)

Mas el lector sabe que no estamos hablando en un sentido sociológico o humanitario, o ecuménico, o apologético de los “pequeños grandes momentos”, pues no le corresponde a un texto como el que nos ocupa, cuyo asunto es meramente lingüístico.

Tampoco se trata de oponer una nutrida imaginería gótica a la exitosa escuela angélica de enseñanzas urbanas. Ni diaboliques ni cinismos. Basta constatar que lo mediático se ha venido utilizando en el caso de la ciudad como argumento “desmaterializador”. Piénsese en el cortejo celestial que sigue a Internet como ursache de “ciudades virtuales” o de “sociedades-red”. Pero no es nuevo, ¿cuantas veces no habremos oído hablar de la televisión y de su poder de disolución de las “formas” –los individuos– en ese vasto magma de espiritualidad inversa que es la masa? Argumento antiguo que ha experimentado continuos renacimientos desde los que se insinúa que la salvación ha de estar en el carisma secular del libro, o en escuchar música de Tchaikovski. Es baladí empecinarse a estas alturas en formular un concepto de cultura del que quede excluido o puesto en cuestión, o “purificado” lo mediático. Pero, una vez incluido, ¿qué sentido tiene desmaterializarlo? Somos conscientes de que puede parecer completamente anacrónica esta apología de la “materia”. Pero conviene recordar el paradójico inicio de aquel también démodé manifiesto materialista que, no es casual, comenzaba hablando de fantasmas: «Un fantasma recorre Europa: es el fantasma del comunismo».

Digámoslo de otra manera: el único reducto posible de un deseable “realismo” para la cultura es mediático y es masivo. La casa que nos ocupa no es “de diseño” y es sin duda prosaica, y es probable que sea poco propicia para la “contemplación” y la lírica de lo virtual. ¿Quién podría entregarse a goces tan placenteros y, sin duda, colmados de virtud, en una casa que sabe que está llena de fantasmas?

Artículo extraído del nº 62 de la revista en papel Telos

Ir al número Ir al número


Avatar

María Pilar Carrera