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Una pobreza muy moderna


Por Simon Elmes

Sometidos a las múltiples presiones de una vida vertiginosa, ¿estamos perdiendo la capacidad de escuchar? ¿Estamos perdiendo el placer de disfrutar del poder evocador del sonido? Quizás no todo este perdido. Este artículo hace referencia a algunas experiencias de arte sonoro en el éter británico y exhorta a oyentes y productores radiofónicos por igual a dejar que los sonidos emerjan desde los agujeros donde han permanecido ocultos durante demasiado tiempo.

Pobres en tiempo

«Mi equipo –dijo el director de la revista– es tan pobre en tiempo, en la actualidad». Una onda de reacción se extendió por la habitación. Un grupo de altos directivos editoriales de la British Broadcasting Corporation (BBC) estaba en plena reunión mensual de departamentos y comenzó a mover sus cabezas en señal de asentimiento. Pero esta frase, este neologismo, importado del mundo del comercio y de la mentalidad apresurada de la Harvard Business School, atrajo y paralizó la atención. Hubo sonrisas ante el uso de esa jerga, pero también un reconocimiento del hecho de que la “pobreza en tiempo” es una aflicción que muchos en Occidente padecemos.

Pasamos a toda prisa de nuestras camas al tren de cercanías, las orejas engalanadas con auriculares que reproducen desde el I-Pod archivos de música descargados durante la noche. Sentados en nuestras oficinas, leemos un diluvio de correo basura que atasca nuestros buzones con noticias indeseadas sobre el sustituto más reciente del Viagra. Limpiamos nuestros correos electrónicos, nos abrimos paso de una urgencia a la siguiente, asaltados por llamadas y señales de «llamada en espera». Realizamos múltiples tareas y las descripciones de nuestros trabajos abarcan responsabilidades cada vez más amplias. No es de extrañar, por tanto, que seamos «pobres en tiempo».

El tiempo en las actuales democracias occidentales «avanzadas» se ha convertido en el nuevo oro. Los ocupados sostenes de familia son ahora padres y madres, y dedicar a nuestros retoños lo que ya desde hace algunos años se ha denominado eufemísticamente –sin aparente ironía– «tiempo de calidad» requiere esfuerzo y planificación. «Encontrar el tiempo» se ha convertido en un trabajo realmente duro. El poeta británico W. H. Davies, que vivió a principios del siglo XX, es conocido en gran medida hoy exclusivamente por una cita; se trata, no obstante, de un pareado cuya relevancia en relación con la «pobreza en tiempo» del mundo del siglo XXI hace que resulte más llamativo si cabe que cuando fue escrito.

«What is this life if, full of care, / We have no time to stand and stare… to listen?»

(«¿Qué es esta vida si, llenos de preocupación, / carecemos de tiempo para detenernos a mirar y escuchar?»)

No es de extrañar, por tanto, que encontrar tiempo para disfrutar del sonido se haya convertido en una de las grandes causas perdidas de nuestra nación. De hecho, tan incómodos nos sentimos –según han descubierto los investigadores– con los entornos silenciosos, que incluso han acuñado un nombre para ello. Se denomina síndrome de «la caída del alfiler» (por el refrán inglés «tanto silencio que se podía escuchar la caída de un alfiler» ( 1)). ¡Las oficinas «demasiado» silenciosas para una máxima productividad han resuelto el «problema» introduciendo una banda de fondo de ruido de distracción!

Encendiendo oídos

Pero escuchar… ¿Cuánta gente hace eso ahora? ¿Y cómo responde el creador radiofónico a este mundo «pobre en tiempo» y rico en ruido? ¿Cuántos creadores radiofónicos tienen realmente la capacidad de responder al reto del sonido? En estos tiempos conozco a pocos en la BBC que disfruten con las texturas sonoras que la radio puede proporcionar; es un motivo de no poca preocupación entre los editores y controladores de la red: «Estamos perdiendo la capacidad de escuchar», opinan. «Nadie lo enseña ya». Y es cierto que en la BBC la formación sistemática en técnicas de emisión radiofónica –un curso que solía durar cuatro semanas completas–, destinada a los nuevos productores, hace años que dejó de realizarse.

Sin embargo, existe un entusiasmo por aprender. Allá por los años 50, el gran escritor estadounidense de ficción especulativa, Ray Bradbury, compuso un hermoso libro para niños titulado Switch On the Night [Enciende la noche]. En él, un niño que tiene miedo de la oscuridad pasa las noches iluminando su casa con luces y linternas. Llena la noche de luz para no pasar miedo. Hasta que un día aparece una hermosa muchacha, llamada Oscuridad. Oscuridad le dice al niño que deje de pensar en cada interruptor como un interruptor de luz, sino que piense en él como en un interruptor de noche. Y que no piense en apagar la luz, sino en encender la noche. Y Oscuridad lleva al niño de habitación en habitación de su casa haciendo justamente eso, «encendiendo la luna blanca, encendiendo las estrellas rojas, encendiendo las estrellas azules, las estrellas verdes, las estrellas de luz, las estrellas blancas, encendiendo las ranas, los grillos y la Noche».

Llevo un par de años pensando en esa fascinante historia mientras recorro el Reino Unido hablando con jóvenes productores. Si bien, en su caso, he estado encendiendo no la noche sino sus oídos, encendiendo su capacidad para disfrutar de las texturas y las capas del sonido…

Comenzamos por un simple y líquido torrente de cantos de pájaros (mirlo, pinzón, petirrojo y unos cuantos otros) que cantan con las gargantas abiertas mientras el agua borbotea suavemente en la pila de una fuente. Hay una tenue cualidad reverberante, pero ningún otro sonido. No hay tráfico ni gente, no hay nada. Pido a los productores que simplemente se sienten y escuchen los sonidos.

Lo que pueden oír –por supuesto, pueden identificar con bastante precisión lo que está en la grabación; ¡un sagaz oyente ornitólogo fue capaz de identificar con precisión todas y cada una de las especies de pájaros que aparecían en la cinta!–. Les pido me digan qué hora del día y qué estación del año estamos escuchando… De nuevo, casi un 100 por cien responde con precisión que es temprano después del amanecer, en una madrugada de verano. Y que estamos tal vez en una plaza –a veces sugieren que se trata de un bosque– donde el sonido tiene un delicado eco.

El público ha comenzado a utilizar sus oídos, está escuchando con intención. Y ahora, digo, ¿cómo os sentís? «Serenos, relajados, tranquilos», es casi universalmente la respuesta. Es un truco sencillo. Pero es un truco que invoca años de memoria auditiva incrustada, un truco que sin darnos cuenta utilizamos constantemente. Cuando yo era un muchacho, en aquellas largas noches de verano en las que el calor del día todavía ronda alrededor de la casa, y a las ocho de la tarde, cuando en nuestras latitudes británicas, septentrionales, al sol le faltan todavía dos horas para ponerse, me habría quedado tumbado en la cama escuchando al mirlo que venía a cantar sobre el almendro plantado junto a la ventana de mi dormitorio. Ese sonido está tan profundamente grabado en mi memoria que, a las primeras notas del canto veraniego de un mirlo, todavía huelo al instante la cálida persiana de papel verde de la ventana del dormitorio de mi infancia –exactamente igual que el Marcel de Proust al saborear su magdalena de Tía Léonie podía convocar el mundo entero de su infancia–.

Pero, incluso sin este recuerdo específico mío, todos los oyentes para quienes he reproducido esta grabación –de hecho, realizada en las primeras horas de una hermosa mañana de verano de 1990 junto a la fuente del patio exterior de la Abadía de St Benoît sur Loire– fueron capaces de relacionar los sonidos con la estación del año, con la hora del día, con la calidez y la tranquilidad.

¿De dónde provenía esta información y esta emoción? No de los propios sonidos, ciertamente. No; encerradas en los sonidos estaban las respuestas cerebrales de todos los restantes momentos de sus vidas en los que los oyentes habían oído el canto de un mirlo y el borboteo de una fuente. Mediante sus recuerdos –profundamente enterrados en su córtex cerebral– fueron capaces de reconstruir la escena y sus sentimientos con respecto a ella sin que se pronunciara una sola palabra de información formal. Y es esta profunda memoria sonora lo que puede convertir a la radio en una fuerza tan potente.

En otra escena sonora, en la que se escuchan los ladridos de un par de agresivos perros, muy de cerca, sobre un fondo de acelerado tráfico, los oyentes fueron de nuevo capaces de reconstruir la escena con extraordinaria precisión (una calle suburbana, recta –los coches se movían rápido–, los perros encadenados, probablemente protegiendo alguna propiedad) y todos admitieron una sensación de inquietud, amenaza y peligro.

Ahora la magia, por supuesto, reside no en la precisión de la reconstrucción (una imagen hubiera hecho todo eso en cada caso en una fracción de segundo y habría transmitido grandes cantidades de información adicional: el estilo de la fuente, la forma del patio, la raza de los perros y la ubicación de los suburbios). Lo que resulta mágico es el hecho mismo de que la identificación es en el mejor de los casos imprecisa: la respuesta emocional es por tanto desproporcionadamente importante. Esta especie de «búsqueda difusa» de los bancos de la memoria humana a la que el sonido invita permite toda especie de encuentros maravillosamente creativos.

Arte sonoro

El estereotipo afirma que las «imágenes por la radio son mejores…». La imaginación teje una mayor posibilidad, imágenes más fantásticas que las que nunca pueden presentarse mediante algo tan prosaico como una cámara. El sonido tiene el poder de estimular una imagen en el cerebro similar a la de la poesía.

Lo cual está muy bien para artistas contemporáneos como el creador estadounidense de instalaciones Bill Viola, que utiliza el sonido en combinación con imágenes visuales de un modo extraordinariamente poderoso y perturbador. En sus Five Visions of the Apocalypse [Cinco visiones del Apocalipsis], por ejemplo, imágenes de vídeo a cámara lenta de irrupciones explosivas de la forma humana a través del agua están acompañadas por rugientes estruendos sísmicos y el constante zumbido de los grillos –una especie de paisaje sonoro de un inmenso prado en una sabana–.

La discontinuidad de los sonidos y de las imágenes provoca fascinantes e imaginativas colisiones en el espectador. Las poderosas piezas de Viola cuestionan directamente la ortodoxia contemporánea de la «pobreza en tiempo». Requieren tiempo, están concebidas para ser «leídas» en periodos a menudo superiores una hora; una visita fugaz no sirve más que para frustrar al espectador.

Pero, en tanto que los visitantes de la obra de Viola tienen la libertad de quedarse en la galería oscurecida para degustar y comprometerse con las piezas, el oyente radiofónico no tiene esa libertad. La radio, a diferencia de las instalaciones audiovisuales, se transmite durante un periodo de tiempo específico y está concebida para ser oída de ese modo. Así pues, ¿cuánto sonido es bastante? ¿Cuánto puede recibir el oyente en su casa? ¿Están en un coche, forcejando con el tráfico en la autopista? ¿Están en el baño, con el paisaje sonoro ahogándose en la cascada que sale de la ducha? ¿O se encuentran, como todo artista radiofónico desearía (y como todo artista de instalaciones sonoras espera), embelesados en el asombro, silenciosos, inmóviles frente a los grandes altavoces, paralizados por la emoción de la imagen estereofónica y la riqueza de la puesta en escena sonora?

La realidad será, en el caso de la radio, por desgracia, más probablemente la escena de la ducha o el atasco de tráfico. Atención a medias con un enorme ruido de fondo. Oh, sí, y probablemente (según nos dicen los técnicos) un receptor estereofónico mal cableado o monoaural. Únicamente un diminuto porcentaje, incluso de la enorme audiencia que sintoniza diariamente el canal de “conversaciones serias” de la BBC, escuchará del modo como a nosotros, la gente de la radio, nos gustaría que escucharan.

Pero aun así… Incluso en una pobre y enclenque radio de coche, los sonidos deslumbrantes pueden transportarte. Un programa documental de la BBC, en febrero, sobre el artista Donald Judd, realizado en exteriores en la pequeña ciudad de Marfa, Texas, donde residía, fue grabado con los interminables gemidos de las sirenas del ferrocarril que pasaba justamente por en medio de la ciudad. Era un sonido evocador y poderoso, un sonido que, en muchos oyentes despierta recovecos de la memoria, tal vez de antiguas películas del Oeste. Para mí, el recuerdo era de noches vividas en Flagstaff, Arizona, otra ciudad ferroviaria, cuando los grandes vagones de carga se deslizaban entre las calles reverberantes en lo más profundo de la noche. Es un sonido que el artista sonoro canadiense Christian Calon utilizó hace un par de años con una brillantez verdaderamente cautivadora en un documental en el que trazaba un épico viaje sonoro por las latitudes nórdicas del continente. El ferrocarril de Calon resonaba y gemía en una aurora boreal de sonido, que delimitaba las grandes extensiones de la pradera y se fusionaba con el canto primitivo de los nativos norteamericanos.

Las enormes extensiones sonoras abiertas de Calon supondrían un verdadero desafío, creo yo, para los oyentes británicos. Nada mediatizadas, estas capas sonoras frustrarían al oyente corriente: “¿Qué sucede?”… “¿Qué dicen?”… “¿Eso es todo?”. Al oyente radiofónico británico le cuesta mucho sentarse y no exigir la intervención de un narrador, un presentador, un guía periodístico que trace el camino a través del bosque. Verdaderamente hemos perdido el poder de escuchar.

De hecho, dentro de la zona de seguridad acordonada de un programa especial dedicado al arte sonoro en el canal cultural Radio 3 de la BBC, pude emitir el viaje solitario de Calon por las praderas –al menos en parte–. También allí mostré a los oyentes británicos la hermosa, humorística, fascinante “Containers” [“Contenedores”], de la tejana residente en Australia Sherre Delys, un concierto en tres movimientos para el puerto de contenedores de Sydney: rítmicos motores de impulsos y carretillas elevadoras con agudos pitidos, carcajadas de estibadores que arrojaban retumbantes vigas de madera en los depósitos, todo ello convertido en instrumentos de una música de sonidos para nuestro tiempo.

Esto no significa que el arte sonoro radiofónico no florezca en absoluto en el Reino Unido. El excelente trabajo de microemisoras independientes, como Resonance FM, ha sido un modelo de experimentación que las emisoras dominantes todavía defienden con timidez. La notable excepción es BBC Radio 3 que durante varios años ha dedicado un espacio –inicialmente de 45 minutos, ahora más corto pero más frecuente– a obras sonoras auténticamente originales, basadas en la emisión de memoria profunda, drama y texturas acústicas. Between the Ears [Entre las orejas] sigue siendo el ejemplo de mayor aproximación de la BBC al “Atelier”, de Radio France, y a la llorada Listening Room [Sala de escucha], de la ABC.

Sin embargo, en un pieza del año pasado de la artista sonora británica Tacita Dean sobre la ciudad de Berlín, los aproximadamente cuatro minutos iniciales dedicados exclusivamente al sonido ininterrumpido de la lluvia fueron en cierto modo un desafío incluso para este oyente –también para recordar que mis oídos son oídos británicos (y por tanto pobres en tiempo y ricos en periodismo) que tienen inclinación hacia ese tipo de digresiones en la zona sonora–. Y para nosotros siempre debe mantenerse un equilibrio entre el desafío de la convención, las normas –aquí de estilo radiofónico– y el aburrimiento.

Los oyentes, entre la fascinación y el aburrimiento

Y una parte del pacto entre la emisora y los oyentes se refiere a la confianza. Si esa confianza se infringe, entonces el oyente es libre de abandonar el programa, por grande que sea su valor intrínseco. A diferencia de las deslumbrantes instalaciones de Bill Viola, el arte radiofónico –y aquí me refiero a la forma estrictamente radiofónica– siempre corre el riesgo de que el oyente apague la radio por frustración o por tener algo mejor que hacer. Encontrar ese equilibrio entre la fascinación y el aburrimiento para ese oyente pobre en tiempo pero, no obstante, rico en curiosidad, es el dilema del emisor radiofónico británico.

«No olvidar nunca al oyente» es el mantra de uno de los controladores radiofónicos más audaces de la BBC, que ha respaldado algunos recientes experimentos en la realización de programas menos periodísticos y más atrevidos desde el punto de vista del sonido. Así, en el seno de narrativas completamente coherentes y accesibles, hemos escuchado a escondidas los crujidos orgánicos de las maderas de una casa antigua o el aterciopelado paisaje sonoro nocturno de un paseo por el campo británico y los profundos y casi apagados ruidos de gritos bajo los escombros de un terremoto, de un miocardio enfermo, de un espacio profundo…

No obstante, en mi opinión, este último programa (The Listeners [Los oyentes]), a pesar de su habilidad para unir a tres hombres cuyas vidas estaban dedicadas a la escucha, y a pesar de ser presentado con experta relevancia y sutileza por el más admirado periodista ciego del Reino Unido, caía en la trampa del productor «ansioso de sonido»: nunca se permitía que los ruidos respirasen, que hablasen por sí mismos. El productor se apoyaba en una atractiva pero segura banda musical para proporcionar al oyente una referencia a la que agarrarse en su recorrido por el campo sonoro… Me hizo recordar otra serie –realizada también por un creador de programas de gran calidad– que se proponía exhibir la maravillosa variedad de sonidos (como un «cantante» desierto de China) recopilados por un ferviente «cazador de sonidos» por todo el mundo. A pesar de lo ambicioso del programa, tan grande era nuestro reflejo instintivo de simplemente matar el sonido y seguir con el periodismo que solamente en raras ocasiones se permitía que estos maravillosos tramos acústicos se escucharan durante algo más de un puñado de segundos.

Una vez más, recientemente tuve que ayudar a una colega que estaba montando un programa sobre las experiencias de un joven explorador hace veinte años en Papúa Nueva Guinea. El programa incluía algunos de los más extraordinarios y completos documentos sonoros que he oído nunca –una completa grabación sonora de la vida del explorador en un remoto poblado nativo y sus ritos de iniciación durante los cuales la carne de su pecho fue tatuada con dibujos de cocodrilos–. Fue un asombroso viaje por el sonido que había permanecido intacto durante años en la colección del explorador. Pero incluso con este extraordinario material en sus manos, la productora en un principio pareció resistirse a dejarlo vivir. Admitió haber sentido temor a dejar que los puros ruidos respiraran, e incluso en la mezcla final, demasiado a menudo, la narración (por otra parte vigorosa) irrumpía aparatosamente para explicar lo que estaba ocurriendo.

«Muestra, no cuentes» es una máxima a la que yo prefiero adherirme, y a la cual añadiría: «intriga». Y si prolongando un poco más la suspensión del periodismo, y dejando que los sonidos emerjan desde los agujeros donde han permanecido ocultos durante demasiado tiempo, podemos exigir un poco más de nuestros oyentes, por pobres en tiempo que puedan ser, entonces tal vez podamos invertir la corriente. Podemos interrumpir la putrefacción que nos lleva a un diluvio cacofónico de palabras ininterrumpidas y relativamente insignificantes: sonido y furia que nada significan. En su lugar, todos nosotros, oyentes y productores por igual, habremos aprendido un poco mejor a prestar atención, a pensarnos las cosas dos veces, a… escuchar.

(Traducción: Antonio Fernández Lera)

Artículo extraído del nº 60 de la revista en papel Telos

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