¿La mejor política cultural es la que no existe?


Por Néstor García Canclini

Escuché decir esta frase, en versión afirmativa, sin signos de duda, a políticos colombianos y chilenos que se oponían a la creación de ministerios de cultura, a empresarios de varios países preocupados de que los Estados limitaran sus negocios con los libros o la televisión, y por supuesto a especialistas estadounidenses en mercadotecnia cultural. La iniciativa enviada por la Secretaría de Hacienda de México al Congreso de este país, a principios de noviembre de 2003, proponiendo suprimir organismos dedicados a promover el cine y la formación de cineastas, las artesanías y la distribución de libros, exaspera esta corriente internacional que juzga a las políticas públicas nacionales en cultura como supervivencias que molestan.

Se anuncian mayores riesgos con las gestiones ya en curso en la OMC y con el Acuerdo de Libre Comercio de las Américas para liberalizar las inversiones en cultura y comunicación. Son políticas dirigidas a quitar a los gobiernos y empresarios nacionales competencias en la producción, el financiamiento y la circulación de bienes culturales, a los artistas derechos sobre su autoría, y a reducir la diversidad de la oferta para los públicos.

Gestores financieros como políticos culturales

Es llamativo que la enorme transformación del papel del Estado en la cultura que representa quedarse sin el Instituto Mexicano de Cinematografía, sin el Centro de Capacitación Cinematográfica (IMCINE), los Estudios Churubusco, el Fondo Nacional para el Fomento de las Artesanías, Educal (distribuidora de libros de organismos estatales, con más de 60 librerías) no surja de un debate público entre los que conocen y gestionan estos campos, ni de una evaluación de su potencialidad y deficiencias, sino de una iniciativa presupuestal. Así se suprimieron en México organismos públicos a lo largo de los años ochenta y noventa, se anularon los precios preferenciales para el envío postal de libros, se vendieron más de 200 salas estatales de cine y, ya en esta década, se quitaron incentivos a la industria editorial e inventaron impuestos para los escritores, los libros y las revistas, siempre con las excusas de austeridad y saneamiento financiero. Por no hablar de la reducción del 12,5 por ciento del tiempo fiscal en televisión al 1,25 por ciento, que ni siquiera tiene ese pretexto, y que significó desperdiciar un espacio sin costo para difusión cultural, campañas de salud y educativas.

Además de defender la necesidad de las instituciones despreciadas, hay que cambiar el debate de terreno. El agravio a estos organismos culturales converge con esa afirmación de economistas y políticos, en varios países, de que la mejor política industrial o agraria es la que no se tiene, tendencia manifestada en la iniciativa presupuestal mexicana que extirpa también varios centros de investigación, entre ellos posgrados dedicados a estudios agrícolas.

El retiro del poder público es alarmante en el ámbito cultural, porque como atestiguan informes del BID, la Cepal, la OEI y la Unesco, las industrias culturales se han vuelto recursos muy dinámicos para la generación de riqueza y empleos, así como para la construcción de cultura política, consensos y ejercicio de la ciudadanía: son los lugares donde la mayoría se informa y entretiene. ¿Es necesario repetir que la industria audiovisual ocupa el segundo rubro en los ingresos por exportaciones de Estados Unidos (en ciertas estimaciones, el primero), representa el 6 por ciento del PIB y emplea a 1.300.000 personas? En Francia el sector cultural abarca el 2,5 por ciento del PIB; en Colombia sólo las industrias culturales aportan el 4,03 por ciento, valor superior a los restaurantes y hoteles, y al valor agregado del principal producto agrícola del país, el café pergamino.

Los productores transnacionales de discos y películas consideran a América Latina el mercado con tasas más altas de crecimiento desde los años noventa. Un informe reciente de la ONU muestra que entre 2001 y 2002 aumentó 35,5 por ciento el número de usuarios latinoamericanos de Internet, con lo cual la región aparece como la de mayor crecimiento en el mundo (Clarín, 25-11-03). Sin embargo, desde hace una década el 80 por ciento de la facturación latinoamericana en industrias culturales está en manos de empresas ajenas a la región. Los expertos extranjeros se asombran de que, pese a la enorme contribución de la producción local a la oferta de música internacional, y a la preferencia de los públicos por lo generado en el propio país, o en español, esto no ayuda a mejorar la posición económica de nuestras sociedades. George Yúdice observa que el uso de la fuerza laboral latinoamericana con contratos temporales, bajo un proceso de producción controlado desde fuera, sin invertir en centros de investigación ni desarrollo endógeno a largo plazo, sitúa a las industrias culturales en condiciones semejantes a las maquiladoras.

El proteccionismo estadounidense

Cuando se argumentan las ventajas de no hacer políticas culturales desde los gobiernos suele mencionarse a los Estados Unidos: sin ministerio de cultura, ni injerencia gubernamental en los negocios privados, lograron tener la industria cultural más próspera del mundo. Sin embargo, los estudios sobre el cine no avalan esa afirmación.

El predominio mundial de las películas estadounidenses se consiguió gracias al desarrollo temprano de la industria cinematográfica en ese país, lo cual acumuló experiencias profesionales, alto nivel técnico y conocimiento avanzado de los mercados. También influye la sintonía de su producción con los géneros predilectos por los públicos de casi todo el mundo, o sea las «películas de acción» (thriller, aventuras, espionaje). Pero no hubieran logrado su abrumadora expansión global sin la estructura semimonopólica de la distribución y la exhibición dentro de Estados Unidos, que van imponiendo al resto del mundo.

El Gobierno estadounidense da exenciones impositivas a las 13 compañías de ese país que controlan el 96 por ciento de la distribución y proyección, permite su concentración monopólica, coloca barreras a la entrada de filmes extranjeros y presiona a otros gobiernos, como ha ocurrido en México, para que desregulen la distribución y exhibición eliminando cuotas de pantalla y cualquier protección a las cinematografías nacionales. Sólo así pueden explicarse las cifras de las investigaciones de Enrique Sánchez Ruiz en México y Toby Miller en Estados Unidos: en este país, donde en los años sesenta del siglo XX circulaba un 10 por ciento de películas importadas, ahora todas las extranjeras no ocupan más que un 0,75 por ciento del tiempo de pantalla.

Porque el cine estadounidense es uno de los más subsidiados del mundo, esa sociedad tan multicultural es monolingüe en el cine y en gran parte del espectro mediático. Si un 12 por ciento de la población (35 millones) es hispanohablante, es curioso que los «hispanos», que asisten en promedio a 9,9 películas anualmente, cifra mayor que la de espectadores anglo y afroamericanos, no puedan ver más que una o dos películas de España o América Latina en varios años. Los Ángeles, con 6,9 millones de hispanohablantes, dispone de sólo siete salas para cine en esta lengua, y Nueva York, con 3,8 millones de hablantes en español, no tiene ninguna dedicada a este idioma de forma permanente.

Los privilegios de la producción hollywoodense están trasladándose a varios países latinoamericanos, debido al control de la distribución y la exhibición por empresas estadounidenses, canadienses y australianas, y también mediante el procedimiento de block booking, la contratación por paquete de películas. Quiere decir que las distribuidoras, para vender, por ejemplo, El hombre araña o Matrix, obligan a las salas a comprar 30 filmes de bajo interés y calidad, y a programar sus películas durante los meses de mayor público. Si un exhibidor nacional, aunque sea tan poderoso como Cinépolis, con 1.002 salas en México, coloca filmes no estadounidenses (latinoamericanos o europeos) en las semanas preferentes, será «sancionado» por las distribuidoras de Estados Unidos privándolo de sus éxitos de taquilla.

Esta expansión sofocante para las cinematografías latinoamericanas y las presiones del Gobierno estadounidense para desproteger las industrias nacionales están siendo parcialmente compensadas gracias a fondos recaudados en algunos países con pequeñas cuotas de las entradas de cine y la renta de películas, y mediante los tiempos de pantalla destinados a películas nacionales, medidas que en México fueron saboteadas por los cabildeos de Jack Valenti y las distribuidoras estadounidenses. Las coproducciones con España, Francia, y los apoyos de Ibermedia y otros fondos europeos, han ido reactivando las cinematografías de Argentina, Brasil, Colombia, Chile y México. Sólo como parte del programa intergubernamental iberoamericano Ibermedia se hicieron 58 filmes en coproducción España-países latinoamericanos en los últimos cinco años.

Si IMCINE desaparece, ¿quién va a negociar los fondos de Ibermedia y otros recursos disponibles en mercados internacionales?, ¿quién argumentará, como viene haciendo IMCINE, para que el Estado reciba el peso (un peso sobre 47) de cada entrada que los exhibidores de cine han impugnado judicialmente? Sólo veremos las películas europeas, asiáticas y latinoamericanas que apadrinen distribuidoras estadounidenses.

Perder es cuestión de método

Esta frase que titula una novela de Santiago Gamboa sirve para describir las últimas medidas de política cultural y científica en México. Lo demuestra la manía de pensar los gastos en cultura y ciencia como costo y no como inversión. Aun en términos económicos se conocen las ganancias que están generando las inversiones culturales: lo obtenido por el Gobierno gracias al IVA de las salas de cine, como han estimado los directores de Imcine, Alfredo Joskowicz, y de Fidecine, Víctor Ugalde, triplica los aportes estatales a estos organismos cada año. Es más difícil que los economistas valoren los réditos simbólicos, específicamente culturales, y los frutos políticos de gobernabilidad y equidad, derivados de políticas orientadas a una mejor distribución y un acceso más amplio de la población a estos bienes, así como por la proyección internacional de la cultura mexicana.

Es demasiada coincidencia que el Gobierno quiera hacer desaparecer instituciones de educación, investigación y promoción de las áreas comunicacionales y agropecuarias, las dos en que se concentran las disputas por el acceso de nuestros productos a los mercados del hemisferio norte en la OMC y el ALCA. En vez de suprimir esos organismos, habría que encomendarles estudios sobre cómo mejorar la exportación para que nuestros productos agrícolas, artesanías y películas entren a los países del primer mundo.

Para desarrollar la producción endógena y exportar mejor, las instituciones latinoamericanas debieran contar con estadísticas culturales y estudios sobre públicos, como ocurre en los departamentos de investigación de los Ministerios de Cultura de Canadá, Francia y los países con desarrollo cultural más consistente. Las negociaciones de libre comercio vuelven urgente contar con esta información que hoy no tenemos, así como estudios sobre cómo proteger los derechos de autor, la propiedad en los patrimonios tangibles e intangibles.

Colombia creó después de vacilaciones su Ministerio de Cultura. Chile acaba de establecer un Consejo Nacional para la Cultura que coordina organismos antes dispersos y planea una fuerte expansión. Argentina, Brasil, Chile y Uruguay están buscando fortalecer el Mercosur y proteger conjuntamente el desarrollo endógeno de sus culturas frente al embate de Estados Unidos y el ALCA. Pero es necesario que estas reacciones críticas se conviertan en políticas duraderas. Por ejemplo, conseguir que el presupuesto de cultura se acerque al uno por ciento recomendado por la Unesco, que los movimientos culturales y los organismos públicos elaboremos posiciones acordes con la potencialidad de América Latina en las actuales condiciones globales, sin dejar librado el lugar de los bienes culturales en los acuerdos de libre comercio a quienes sólo valoran las películas o los libros por el volumen de ventas y la recaudación fiscal.

Las políticas culturales no crean cultura, pero favorecen o perjudican las condiciones de su comunicación. Si están a cargo de especialistas pueden ayudar a no confundir el valor con el precio, ni la libre comunicación entre culturas con el comercio sin aduanas.

Artículo extraído del nº 59 de la revista en papel Telos

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Néstor García Canclini