¿La Babel de Europa?


Por Philip Schlesinger

La fractura en la Unión Europea durante la guerra de Irak puso de relieve la frágil naturaleza del proceso de integración europeo y dejó al descubierto la complejidad de la Unión como espacio comunicativo. Nos vemos obligados, por tanto, a analizar de qué manera colaboran los Estados para constituir escenarios supranacionales y de qué manera este proceso afecta a la constitución de los públicos. La institucionalización de la UE ha sostenido el desarrollo de una diversidad de públicos y redes que recorren un espectro de fuerte a débil; no obstante, el espacio mediático europeo está predominantemente orientado hacia los públicos nacionales.

Introducción

( 1)

Una influyente interpretación del futuro europeo dice: podemos proyectar un proceso de integración económica y política que, a largo plazo, entrelazará los diversos espacios comunicativos en los que se articulan las identidades y culturas del continente. La fuerza motriz será la Unión Europea que –mientras escribo este texto– está en pleno proceso de diseño de una Constitución propia. En la medida en que se consolide un ámbito público europeo, el papel de los idiomas nacionales en el seno de la formación emergente será objeto de una gradual redefinición, debido en parte al predominio creciente de una lingua franca entre las poblaciones europeas, a saber, el inglés. Este proceso ciertamente no será lineal, ni estará exento de conflictos internos en lo concerniente a las relaciones entre soberanía estatal y poderes federales o confederados. No obstante, a pesar de los numerosos obstáculos que puedan surgir en el camino, esa parece ser una trayectoria probable.

Sin embargo, resulta difícil imaginar que el escenario de un nuevo espacio comunicativo europeo llegue a ser el resultado de un proceso de generación endógena o de una suerte de despliegue inmanente de potencialidades. Lo cierto es que el pasado 23 de enero de 2003 se puso groseramente de manifiesto hasta qué punto el crecimiento de la UE depende para su éxito del apoyo benevolente de Estados Unidos –lo que implica una endogenia sumamente condicional–. En un comentario supuestamente improvisado, el Secretario de Defensa de EEUU, Donald Rumsfeld, puso en tela de juicio la oposición de los gobiernos francés y alemán a la gestión de la crisis iraquí por la Administración Bush. En tono despectivo, declaró: «Ustedes piensan en Europa como Alemania y Francia. Yo no. Ésa es la vieja Europa. Si observan en su integridad la Europa actual de la OTAN, el centro de gravedad se está desplazando hacia el Este. Alemania ha sido un problema, y Francia ha sido un problema. Pero si se fijan en otro gran número de países de Europa, no están con Francia y Alemania en este asunto, están con Estados Unidos» (Harnden / Delves Broughton, 2003).

De este modo se acuñó la elocuente distinción entre la «vieja» y la «nueva» Europa, una distinción que se trasladó al instante al discurso político para convertirse en una expresión cotidiana de nuevo cuño en boca de entendidos de diversas creencias ideológicas (véase, por ejemplo, Baker, 2003; Fuller, 2003; Guardian Unlimited, 2003; Krauthammer, 2003; Mönninger, 2003). La fórmula de Rumsfeld fue rápidamente utilizada por los analistas para describir el respaldo de la «nueva» Europa a la posición estadounidense sobre Irak, orquestada por el Primer Ministro británico, Tony Blair, y su homólogo español, José María Aznar, en una carta abierta publicada en The Wall Street Journal. Esta maniobra, por un lado, dividió a los Estados miembros y, por otro, atrajo a los países candidatos a ingresar en la UE: una segunda carta en favor de EEUU fue firmada por un grupo de países candidatos postcomunistas (BBC News, 2003).

Las consecuencias de la fractura europea mencionada por Rumsfeld todavía se dejan sentir y han tenido ramificaciones tanto en Naciones Unidas y en la OTAN, como en la UE. No es mi propósito aquí detallar consecuencias ni repartir culpas, sino simplemente señalar cómo la intensidad de una profunda crisis coyuntural puede poner en cuestión arraigados supuestos. Las tomas de posición a finales de invierno y principios de primavera de 2003 suscitaron profundos interrogantes sobre si la UE podría alcanzar una suficiente cohesión como para convertirse en un contrapeso de EEUU. Podría decirse que una condición previa para jugar semejante papel sería no la mera coordinación intergubernamental, sino la formación de un público europeo que preste su apoyo a una especial proyección internacional del papel de la UE.

Como experimento teórico, supongamos que la UE no es capaz, una vez más, de llegar a un acuerdo sobre su relación con EEUU y se fractura (dicho en términos simplistas) en campos pro y antiamericanos. En tal caso, la futura integración de la UE –desde luego en lo relativo a una política exterior o de defensa común, pero también quizá en otros aspectos de largo alcance– podría retrasarse en un futuro previsible. Un escenario de trascendencia aún mayor sería proyectar la gradual desintegración del propio sistema político europeo, una reversión de la tendencia unificadora posterior a la II Guerra Mundial bajo la presión de los nuevos alineamientos internacionales que una vez más dividen al continente, pero de formas distintas a las de la «guerra fría». Esto podría provocar una atrofia del capital acumulado por el conjunto institucional de la UE, a saber, el acquis communautaire (la experiencia política y cultural comunitaria).

¿Tendría esto consecuencias comunicativas específicas? La respuesta es doble. En un nivel lingüístico, una supuesta hegemonía angloamericana de la denominada «nueva» Europa aceleraría de forma apreciable el progreso del aprendizaje del inglés como lingua franca europea. En el ámbito de la creación de redes europeas y de las consiguientes prácticas comunicativas, podríamos presenciar un cierto grado de renovación en paralelo con las líneas de separación de la «vieja» y la «nueva» Europa, por si dicha división se siguiera consolidando. Si abrigamos tales pensamientos, por poco plausibles que parezcan, ponemos de relieve los fundamentos actuales de las hipótesis integracionistas.

Desde ese punto de vista, la UE es implícitamente concebida como una máquina para generar una más amplia –y más profunda– comunicación social, capaz de interconectar ámbitos distintos de públicos. Pero los límites de este proceso se vieron resaltados por la crisis de Irak y los intereses divergentes resultantes. Debido a su actual carácter difuso como formación política, la UE no pudo responder a la crisis de Irak como «unión». Demostró estar gubernamentalmente muy dividida, polarizada entre Francia y Alemania, por un lado, y el Reino Unido y España, por el otro. Pero, argumentaron algunos, al menos según las encuestas de opinión y desde el punto de vista de las manifestaciones en las calles, esas numerosas naciones de la UE, al responder como públicos nacionales singulares, demostraron estar sustancialmente unidas en su oposición a la guerra. Para aquellos observadores optimistas, por ejemplo los filósofos Jacques Derrida (2003) y Jürgen Habermas (2003), era posible discernir el nacimiento de un espacio público europeo, al menos en cuanto a las cuestiones de la paz y la guerra. Para algunos eurooptimistas, parecía que las diferencias lingüísticas y la lealtad nacional no eran asuntos de importancia decisiva (Toynbee, 2003). Pero la crisis de Irak, por profundamente motivadora que pueda haber sido para sus oponentes, no constituyó una condición suficiente para sostener un público común más allá de las fronteras. Por ejemplo, cuando el Reino Unido se convirtió en una potencia guerrera, la mayoría inicialmente opuesta a una invasión –por cuestionable que sea su medición mediante encuestas– se convirtió en una mayoría favorable.

Tal vez los equipos políticos responsables logren establecer un nuevo equilibrio entre atlantismo y europeísmo y mis hipótesis de crisis sean vistas, en el plazo de un año, como cavilaciones totalmente irrelevantes. De ser así, también podría volver a lo que iba a decir ante bellum, y que aún podría ser posible, después de un exhaustivo trabajo de reconstrucción del Irak de la posguerra y después de un compromiso entre las distintas visiones del futuro de la UE.

La UE como espacio comunicativo

Si presuponemos la continua integración político-económica de la UE, así como su continua expansión, aumenta forzosamente también su pura y simple complejidad como espacio comunicativo. ¿Podemos razonablemente pensar en ella como un espacio en sentido estricto? Es más bien un agrupamiento cada vez más interconectado de comunidades comunicativas superpuestas con el potencial de convertirse en un espacio comunicativo flexiblemente integrado, no sólo para las elites sino también para pueblos enteros. Y a partir de ahí: ¿quién sabe? El número de idiomas oficiales hablados en el seno de la Unión aumenta con cada oleada de Estados en fase de adhesión. En 2002, dichos idiomas eran once, mientras que en 1957 eran solamente cuatro (permítanme subrayar que se trata de idiomas oficiales, no de comunidades lingüísticas reales). Con otras diez nuevas adhesiones en 2004, el cómputo de idiomas oficiales aumentará de nuevo. Y aún quedan nuevos candidatos entre bastidores. Frente a esto, por tanto, se nos podría disculpar que pensemos en la UE como una Babel endógena. En este sentido, invocar «Babel» es utilizar una forma abreviada de referirse a las diferencias culturales encarnadas en el lenguaje.

¿Por qué endógena? Porque, en un cierto ámbito, es política de la UE promover la diversidad lingüística y la enseñanza de idiomas. En la primavera de 2002, los Estados miembros fueron invitados por diversos organismos de la UE a seguir precisamente esa línea (CEC, 2002). La adquisición de capacidades lingüísticas estaba ligada a la retórica en boga de la «economía del conocimiento». Nos encontramos una vez más con esa mezcla demasiado reconocible de baja y alta política: mejoremos la competitividad, y así, de paso, celebremos también la diferencia cultural. En semejante pluralismo lingüístico hay una aspiración subyacente a modelar un espacio comunicativo europeo a partir de la diversidad lingüística, de modo que «los ciudadanos tengan las capacidades necesarias para entenderse y comunicarse con sus vecinos» (CEC, 2002). Los buenos eurovecinos deben hablar varios idiomas y no construir vallas –con el debido respeto hacia Robert Frost–( 2). Esta línea es coherente con más de dos décadas de pensamiento oficial sobre la UE como espacio cultural y comunicativo.

Publicado a finales de 2002, el informe consultivo de la Comisión basa su descripción de la distribución de las capacidades lingüísticas en un eurobarómetro especial publicado en 2001 (EC, 2001). Más de la mitad de la población de la Unión habla otro idioma además de su lengua materna. En algunos Estados miembros casi todo el mundo es bilingüe. El inglés es el primer idioma extranjero para una tercera parte de todos los ciudadanos; una cuarta parte, no obstante, sabe hablar otros dos idiomas (con el francés y el inglés a la cabeza, aunque referido a bastante menos del 10 por ciento de los ciudadanos de la UE en cada caso). Es evidente que las capacidades lingüísticas están desigualmente distribuidas, de tal manera que los jóvenes muestran la mayor competencia a ese respecto, junto con los ejecutivos. Dos terceras partes de los británicos no saben hablar otro idioma.

La Comisión observa que el inglés se ha convertido en una «lingua franca mundial» y en Europa «está ganando terreno rápidamente como el primer idioma extranjero elegido por los padres para sus hijos. Está desplazando a los idiomas tradicionalmente enseñados en las escuelas europeas, tales como el alemán, el francés, el español y el italiano, incluso en sectores en los que el primer idioma extranjero más ‘lógico’ sería el idioma de un Estado vecino» (CEC, 2002). Pero una lingua franca tiene sus limitaciones: la Comisión argumenta, por tanto, que por encima de cualquier lengua común, los ciudadanos europeos requieren al menos una «competencia comunicativa significativa» en otros idiomas (CEC, 2002).

El sociólogo Abram de Swaan ha argumentado que el inglés se está convirtiendo en el idioma «supercentral» de la comunicación civil en el seno de UE. Plausiblemente, también mantiene que esa «supercentralidad» coexistirá con la importancia constante de los idiomas nacionales (que han tenido apoyo estatal y han estado estrechamente vinculados a la identidad nacional oficial durante no menos de dos siglos en algunos casos): aquí, la «robustez» de los idiomas y su protección política es un factor esencial. De Swaan (2001) ha esquematizado la jerarquía probable de los usos del idioma en la UE del siguiente modo:

*los idiomas nacionales utilizados en el ámbito doméstico de los Estados miembros, creando una situación de disglosia respecto del idioma supercentral;

*un primer idioma civil para la «comunicación transnacional», el inglés, seguido por el alemán y el francés;

*todos los idiomas oficiales seguirán utilizándose ceremonialmente, en la legislación pública, etc., como parte de los principios fundacionales de la UE;

*los idiomas de los pasillos burocráticos son, y serán, el inglés y el francés –aunque según The Economist, el inglés se está convirtiendo rápidamente en el idioma de trabajo dominante (Charlemagne, 2003a)–.

Como muestran los estudios de la Comisión, las ventajas del inglés han aumentado ininterrumpidamente. Su predominio se está reforzando con el creciente conocimiento de un segundo idioma por parte de las generaciones jóvenes, respaldado por la mayoría, si no por todos, los sistemas educativos nacionales: «más del 92 por 100 de los estudiantes de enseñanza secundaria en los países no angloparlantes de la UE estudia inglés, en comparación con el 33 por 100 que aprende francés y el 13 por 100 que estudia alemán» (Charlemagne, 2003a). Pero, como se ha señalado ampliamente, son numerosos los factores que impiden la adopción formal de un único idioma en la UE, especialmente por la sólida conexión existente entre idiomas, Estados e identidades colectivas. Lo que parece claro –en gran parte debido al predominio cultural, económico y político de Estados Unidos a escala mundial– es que el irresistible empuje del conocimiento del inglés se convertirá en un elemento importante de la ciudadanía europea ( 3). Aunque el panorama hasta aquí esbozado muestra que no se dan las condiciones de una igualdad lingüística en la UE, ni en Europa en general, el continente es menos «Torre de Babel» de lo que se podría suponer, debido a la capacidad multilingüe de muchos europeos y al creciente influjo del inglés. Esto seguirá siendo así, con independencia de que el proceso de unión europea siga adelante o se interrumpa.

Comunicación social

El idioma es un aspecto fundamental del proceso más amplio de comunicación social; es decir, de la escala de prácticas de significación diferenciadas que define y delimita a una comunidad comunicativa que actúa en el marco de una idea amplia, antropológica, de una cultura «como todo un modo de vida diferenciado» (Williams, 1981). Podríamos tratar de entender la dimensión comunicativa de la UE mediante el desarrollo de una teoría de la comunicación social capaz de contemplar la complejidad emergente de la Unión, en particular con respecto a los retos que plantea a los Estados, las naciones y las identidades colectivas (Schlesinger, 2000). Por complejidad entiendo «el número de elementos en interacción y el número de estados diferentes a los que dichas interacciones pueden dar lugar» (Boisot, 1999).

Una aproximación a la teoría del nacionalismo desde el punto de vista de la comunicación social fue intentada por primera vez de forma explícita por Karl Deutsch hace medio siglo (1953; 1966, segunda edición). No obstante, sus orígenes se remontan probablemente más lejos en el pasado. Cincuenta años antes que Deutsch, el teórico marxista austriaco Otto Bauer escribió su texto primordial sobre la «cuestión nacional» (Bauer, 1907 y 1924; traducción inglesa, 2000). Éste es el probable precursor de la teoría de Deutsch. Bauer y Deutsch han ejercido conjuntamente una notable –y prácticamente no reconocida– influencia sobre algunas de las más significativas teorizaciones recientes acerca de la dimensión comunicativa de la nación. Su argumento central sigue teniendo relación con nuestra comprensión de la presente UE multinacional. La actual relevancia del ya venerable pensamiento marxista austriaco es algo más que una coincidencia pasajera. Encontrar una solución pluralista a la complejidad comunicativa en el seno de la UE tiene una fuerte semejanza familiar con el deseo de Bauer de otorgar el debido reconocimiento a las autonomías culturales nacionales en un imperio multinacional. La íntima conexión entre idioma y nacionalidad era un elemento central en su análisis, sin dejar de lado las pasiones y emociones que las reivindicaciones lingüísticas podían generar, y de hecho generaban, en el seno de lo que Robert Musil hizo célebre con el nombre de Kakania.

Bauer (2000) argumentaba que una nación democrática moderna debería ser considerada como una «comunidad de cultura». En las condiciones actuales, más sensibles ante el multiculturalismo, es más apropiado pensar en los términos de una comunidad de culturas. También es célebre la observación de Bauer de que la nación era una «comunidad de destino» (eine Schicksalsgemeinschaft), que estaba implicada en una «interacción recíproca general» de tal modo que compartía un idioma común. Bauer comentaba: «La esfera de influencia de la cultura se extiende solamente en la medida de las posibilidades comunicativas del idioma. La comunidad de interacción está limitada por el campo de acción de la comunidad lingüística. La comunidad de interacción y de idioma se condicionan recíprocamente…».

Por tanto, la nación en tanto que comunidad lingüística es concebida como «contenida en sí misma» o, al menos, como tendente a un cierre comunicativo. Ésta es una de las primeras afirmaciones de una teoría de la comunicación social de la nación. Este esfuerzo por abordar la Kulturkämpfe de los años de declive del imperio austrohúngaro ha dejado su impronta conceptual en una teorización actual sobre el ámbito público en la UE. Karl Deutsch (1966) –uno de los primeros teóricos de la Unión Europea– parece no haber reconocido su deuda con la concepción de Bauer de la nación como comunidad cultural. Un elemento central del argumento de Deutsch es el punto de vista de que las naciones y los Estados-nación están fuertemente limitados por sus patrones de interacción: «Los pueblos se mantienen unidos ‘desde dentro’ por esta eficiencia comunicativa, la complementariedad de los recursos comunicativos adquiridos por sus miembros» (Deutsch, 1966). La comunicación social, en otras palabras, produce cohesión colectiva y nos invita a compartir un destino común. Bauer y Deutsch tienen un enfoque fundamentalmente similar con respecto a cómo las prácticas e instituciones comunicativas y culturales (en las que el idioma es un elemento central) pueden reforzar la identidad colectiva de un grupo nacional mediante la creación de fronteras.

Esta sencilla –pero convincente– idea es reproducida en toda una serie de influyentes teorías del nacionalismo. La opinión de Ernest Gellner (1983) de que la cultura es «el estilo distintivo de conducta y comunicación de una determinada comunidad» y que es «ahora el necesario medio compartido» de la nación es asimismo en su raíz una teoría de la cohesión ( 4). Las fronteras culturales son definidas por las culturas nacionales, que difunden una cultivada «alta cultura», cuyo organismo esencial es el sistema educativo nacional. Los medios de comunicación son considerados como un soporte de esa comunidad política, a la que proporcionan sus profundos códigos para distinguir entre el propio ser y el otro. De forma similar, Benedict Anderson (1991) argumentaba que los idiomas impresos en tanto que mecánicamente reproducidos unificaban los campos de intercambio lingüístico, fijaban los idiomas nacionales y creaban idiolectos de poder. Así, por el hecho de asistir a las escuelas de Gellner, los ciudadanos nacionales cultos adquieren la competencia necesaria para leer las novelas y periódicos de Anderson. Para cada uno de estos escritores, el consumo público de comunicación a través de los medios (basada en un idioma nacional común) crea y sostiene un sentido de pertenencia nacional. Michael Billig (1995) respalda y a la vez amplía este argumento general. Como ciudadanos nacionales, sugiere Billig, vivimos no tanto en un estado de perpetua movilización como en un estado cotidiano de trivial asimilación de símbolos y categorizaciones: banderas, himnos, distinciones entre noticias nacionales y extranjeras, historias e idiomas nacionales, un sentido especial de la geografía política. La identidad nacional se reproduce de forma inadvertida. La cultura nos mantiene unidos: a la vez que condiciona e informa nuestras concepciones de identidad nacional. Los teóricos de las comunicaciones sociales pueden diferir sobre los mecanismos o procesos esenciales que producen tal cohesión cultural, pero todos ellos están de acuerdo en que una u otra dimensión de comunicación es fundamental con respecto a cómo debe concebirse la nación.

Por supuesto, ninguna cultura es una isla. Todos los sistemas de comunicación ostensiblemente nacionales están influidos por lo que hay en el exterior. Las culturas nacionales suelen ser permeables, por muy sometidas que estén a censura y control, y en la era de Internet y de las televisiones por satélite esa relativa apertura es necesariamente mayor que nunca en el pasado. En otro lugar he argumentado (Schlesinger, 2000) que el impulso principal de la teoría clásica de las comunicaciones sociales reside en preocuparse del interior de la cultura y de la comunicación nacionales, de aquello que nos convierte en lo que somos y aquello que traza fronteras a nuestro alrededor. Observemos la problemática planteada por Bauer y tal interioridad no resultará sorprendente: es completamente congruente con la afirmación de un espacio comunicativo nacional en un marco constitucional más amplio de culturas nacionales rivales. Una teoría tan nítidamente delimitadora de la comunicación social y del espacio público no es defendible. En particular en un mundo «globalizado», sus limitaciones se ponen de relieve, aunque eso no significa que ahora debamos considerar como irrelevante el papel conformador del Estado en las comunicaciones sociales (Street, 2001).

Fronteras y redes

La evolución de la UE plantea de nuevo el problema secular de Otto Bauer: ¿cómo pueden numerosas y diversas comunidades culturales nacionales, étnicas, lingüísticas y de otro tipo lograr autonomía en el seno de un único marco político integrador? El antiguo imperio de los Habsburgo tuvo que adaptarse a las reivindicaciones nacionalistas desde abajo. Por el contrario, la UE es una importadora de naciones preexistentes y conformadas por Estados (más o menos bien) consolidados ( 5). La gradual aparición de semejante formación supranacional modifica nuestra forma de concebir las relaciones comunicativas establecidas entre públicos nacionales y sistemas de poder basados en un Estado. Esto nos hace conscientes de los diversos niveles en los que podrían formarse los públicos y de cómo nuestra capacidad comunicativa (para la cual el idioma es ciertamente fundamental) necesita efectuar los ajustes apropiados. No obstante, el análisis no puede interrumpirse en el ámbito del Estado miembro, considerándolo como la simple expresión de la nación. Entre otras cosas, el asunto se complica debido a la constante vitalidad de los idiomas regionales o minoritarios, que actúan en un ámbito subestatal, con mayor fuerza quizá en regiones que son a la vez naciones sin Estado.

Dicho esto, el papel del Estado es fundamental en este argumento. La UE, después de todo, es una unión de Estados y una formación política única en su género. Es crucial saber cómo concebiremos ahora el componente o el elemento político básico. David Held ha argumentado que ya no podemos pensar en la comunidad política como delimitada por el Estado-nación soberano. Es mejor pensar en las comunidades políticas, sugiere, como «múltiples redes superpuestas de interacción… [que] cristalizan en torno a distintos lugares y formas de poder, produciendo patrones de actividad que de ningún modo se corresponden de forma directa con los límites territoriales» (Held, 1995; cursiva mía). Las comunidades políticas, en suma, forman parte de un mundo interdependiente y están limitadas por ello en sus tomas de decisiones. En consecuencia, «el espacio cultural de los Estados-nación está siendo rearticulado por fuerzas sobre las cuales ejerce, en el mejor de los casos, solamente una influencia limitada» (Held, 1995). Este punto de vista lleva a Held (1995) a argumentar que el ideal regulador del mundo es establecer un derecho público democrático cosmopolita que esté «afianzado dentro y fuera de las fronteras». Es precisamente esa aspiración la que ha sido puesta en peligro por la invasión de Irak dirigida por Estados Unidos (Held, 2003).

La invocación de la metáfora de la red por parte de Held no es accidental. Refleja el distanciamiento respecto de la idea del Estado como un contenedor firmemente delimitado de política, economía y cultura, y está siendo utilizada cada vez más para repensar el espacio comunicativo europeo. Consideremos el ilustrativo cambio que se ha producido en el enfoque de Jürgen Habermas: su teoría inicial tenía como marco al Estado-nación europeo considerado como una comunidad política (Habermas, 1989). Ese era el espacio clásico del Öffentlichkeit, de un ámbito público contenido dentro de unas fronteras firmes. Pero ¿cómo pensar sobre la complejidad de múltiples niveles de la UE en los términos habermasianos? Los discursos nacionales y europeos coexisten. «Europa» está en el interior del Estado-nación como parte del programa político nacional y a la vez como elemento constitutivo del marco político-económico más amplio; no obstante, es también y todavía otro lugar, un ámbito y un espacio político diferente de toma de decisiones situado en el exterior. En la UE, dada esta ambigüedad, el contexto nacional, delimitado por el Estado, ya no define por completo el campo político de acción de las comunidades comunicativas. Para analizar los emergentes espacios comunicativos europeos es preciso desplazar el centro de atención hacia los nuevos escenarios supranacionales y sus públicos constituyentes. También debe tenerse en cuenta que los públicos pueden surgir también en el ámbito subestatal, sobre la base de una diferenciación lingüística o cultural que pueda ser reforzada por los medios de comunicación (Cormack, 2000; Moragas Spà y otros (eds.), 1999).

Habermas (1997; cursiva mía) argumenta ahora que el espacio comunicativo debe entenderse como «una red altamente compleja… [que] se ramifica en una multitud de escenarios internacionales, nacionales, regionales, locales y subculturales superpuestos». No obstante, sigue persistiendo una concepción subyacente de un ámbito público único. Es en este marco integrador, deducido lógicamente, donde se producen los denominados «puentes hermenéuticos» entre discursos diferentes. Dicho sin rodeos, un espacio comunicativo europeo concebido como una red se ha convertido en el nuevo terreno de juego político (Habermas, 1997).

Habermas retrata la esfera pública como potencialmente no limitada, como algo que se ha desplazado desde escenarios específicos (como la nación) hasta la virtual copresencia de ciudadanos y consumidores vinculados a través de los medios públicos. Una esfera pública europea debería ser por tanto algo abierto, con conexiones comunicativas que se extendieran mucho más allá del continente. Ciertamente, los actuales flujos y redes de comunicación garantizan que ninguna –o apenas ninguna– comunidad política pueda mantenerse como una isla. Pero ¿cómo encajar la sugerencia de que todos pertenecemos realmente a una aldea global con el postulado de una identidad europea? ¿Cuáles son los límites comunicativos más relevantes para el desarrollo de una identidad política y de una cultura política diferenciadas en el seno de la UE? En otras palabras, ¿cómo podrían los procesos comunicativos contribuir a la cohesión social de la Unión? O bien, ciertamente, perturbarla, en consonancia con intereses políticos divergentes, como sucedió durante la guerra de Irak de 2003.

Habermas (2001) ha subrayado la importancia esencial de una Constitución europea como un medio para demarcar un espacio político diferenciado y proporcionar «una orientación de valores comunes». Y ha resaltado el papel esencial de una «esfera pública de comunicación política de ámbito europeo» y «la creación de una cultura política que pueda ser compartida por todos los ciudadanos de la UE». Desde este punto de vista, el «proceso constitutivo es en sí mismo un instrumento extraordinario de comunicación transfronteriza». De hecho, la posibilidad de que consideremos este proceso como una forma efectiva de comunicación transnacional es precisamente un asunto que debe ser investigado empíricamente.

El desarrollo constitucional tiene por tanto una importancia esencial para la articulación de la identidad política de la UE, porque actúa como delimitador distintivo. Define los límites dentro de los cuales puede fomentarse la aparición de patrones diferenciados de cultura y comunicación políticas. Este punto de vista coincide a grandes rasgos con el de geógrafos políticos como Jönsson y otros (2000), que sugieren que aunque la base territorial de los Estados se está modificando debido a la evolución de redes que trascienden las fronteras soberanas, las relaciones delimitadas siguen siendo importantes. Para ellos –como para Held– el Estado europeo contemporáneo es ahora un «Estado negociador» que participa en las redes transnacionales.

No obstante, aunque la emergente Constitución europea dará nombre a un inmenso espacio político-comunicativo, sigue siendo importante reconocer que la «escala técnica» de las tecnologías de la información y la comunicación utilizadas en su seno no ha transformado totalmente nuestro «alcance humano», en el cual es fundamental la capacidad de comunicarse cara a cara. Tal como argumentan Jönsson y otros: «la comunicación social es especialmente eficaz entre individuos cuyos mundos mentales han sido ‘formateados’ análogamente a lo largo de prolongados periodos de tiempo». Esta formulación es sorprendentemente congruente con el principio de Deutsch de complementariedad comunicativa. Jönsson y otros sostienen que «el pensamiento humano requiere fronteras», basadas en la proximidad, la semejanza y el vínculo, todo lo cual significa que «el lugar, el vecindario y la región seguirán jugando papeles importantes como ámbitos de experiencia y de comunidades epistémicas». Esto, a su vez, «fomenta el arraigo local y la identidad regional», de modo que «en la era de las redes electrónicas, la conversación sigue teniendo, por tanto, un papel importante, al igual que el encuentro cara a cara». El hecho de repensar «Europa» como espacio geopolítico, por tanto, no prescinde del Estado territorial, sino que más bien lo complementa, incorpora la aparición de las redes (por ejemplo, de asociaciones empresariales, ONG, gobiernos regionales) que actúan y presionan junto al Estado nacional. Para Jönsson y otros, la metáfora de la red agrupa «los tres procesos simultáneos de mundialización, regionalización y adaptación del Estado» que se relacionan con lo que ellos caracterizan como el «archipiélago» que es el nuevo espacio político europeo.

El concepto de la red es también fundamental en la obra de Manuel Castells (1996, 1997, 1998), para quien las nuevas tecnologías de la comunicación contribuyen a la formación de un tipo de sociedad totalmente nueva, la «informacional». Desde el punto de vista actual, lo más relevante es el argumento de que dicha sociedad es la precursora de un nuevo orden político, de nuevas formas de asociación y lealtad: el nuevo sistema de gobierno europeo resume lo que Castells denomina «el Estado red». Debido a su presunto carácter de red, la UE es imaginada no simplemente como una zona político-económica, sino también como un tipo específico de espacio comunicativo.

Como Garnham (2000a) nos ha recordado acertadamente, deberíamos abordar esta versión de la idea de una nueva sociedad de la información con escepticismo ( 6). Su crítica de la interpretación de la red de Castells se basa en una economía política de la comunicación que subraya que las relaciones de poder están firmemente arraigadas en las redes y en sus usos. Redes de diversos tipos, se nos recuerda, están en el meollo mismo de una diversidad de procesos comunicativos, ya sea un servicio postal, un sistema de radiodifusión o unos enlaces de telecomunicaciones. Garnham centra su atención principalmente en las funciones económicas de tales redes de comunicaciones en vez de en sus aspectos políticos, aunque por el hecho mismo de llevar a primer plano cuestiones relacionadas con el acceso y la igualdad, plantea cómo dichas cuestiones pueden ser abordadas por la política de la regulación. «Una red –argumenta– debe ser vista más como un club que como un mercado». Para entender las redes desde el punto de vista de la comunicación social, resulta ciertamente útil resaltar que funcionan como «sistemas de colaboración y no de competencia» (Garnham, 2000b). Pero eso supone centrarse en sus mecanismos internos desde un punto de vista principalmente económico. Considerado desde el punto de vista de un sistema político, la competencia entre redes se convierte también en un asunto esencial de interés y de análisis. A este respecto, el análisis de Castells de la dinámica política actual sigue siendo sugerente.

Las fronteras del supuesto espacio comunicativo europeo invocado por Castells se producen mediante el nexo de las instituciones políticas que constituyen la UE, los acuerdos entre ellas y los crecientes vínculos horizontales «subsidiarios» entre los Estados miembros (Castells, 1998) ( 7). Por ejemplo, argumenta Castells que la UE tiene diferentes «nodos» de importancia variable, que juntos componen una red. Regiones y naciones, Estados-nación, instituciones de la UE, constituyen un marco de autoridad compartida. Castells (1997) considera que la «nación sin Estado» es un prototipo de formas potencialmente innovadoras de afiliación a un «Estado postnacional» –un ejemplo de estructura de red flexible que ofrece múltiples identidades y lealtades a sus habitantes–. Las naciones (como algo diferenciado de los Estados) se caracterizan como «comunas culturales construidas en las mentes de las personas por el hecho de compartir una historia y unos proyectos políticos».

En suma, el planteamiento de Castells implica que unas complejas e interconectadas «complementariedades comunicativas» deutschianas emergen de los procesos informales de construcción de la Unión. El impulso potencialmente globalizador de las tecnologías de comunicaciones es contrarrestado por patrones emergentes de interacción social en el espacio de la UE. Éstos son polivalentes: de forma simultánea unen económica, política y comunicativamente a diversos actores. En los términos propuestos por Eriksen y Fossum (2002), podría argumentarse que la UE ha producido unos «públicos fuertes» que se caracterizan por la deliberación y la toma de decisiones. El Parlamento Europeo y la Convención para la elaboración de la Constitución son dos marcos institucionales de ese tipo, cruciales para el desarrollo de una cultura democrática basada en la responsabilidad del poder. Interconectados con esos públicos, hay «públicos débiles o generales» donde se forma la opinión pública. Estas formaciones menos institucionalizadas pueden funcionar como redes de una variedad de actores sociales y políticos, a menudo centradas en problemas concretos.

Podría decirse, por tanto, que la UE está desarrollando una especial intensidad interactiva que favorece las comunicaciones internas y crea una línea divisoria referencial, internamente diferenciada, con formas más fuertes y más débiles de institucionalización. Esto puede coexistir con las redes mundiales. Una nueva Constitución, no obstante, si se acepta de forma activa, reforzará probablemente el marco interno de referencia e identificación.

Si bien es cierto que se ha desarrollado un público supranacional «europeizado», relativamente débil, en torno a los responsables políticos de las diversas instituciones, numerosas actividades proceden todavía en última instancia de intereses nacionales o regionales. Ser un «eurotrabajador en red» castellsiano no significa que uno se haya olvidado por completo de cómo agitar la bandera nacional de Billig. Las redes no suponen la abolición de anteriores identidades nacionales, aunque pueden ampliarlas y reconstituirlas para ciertos propósitos.

Instituciones de la UE y eurorredes

Se podría decir que el proceso más amplio de «europeización» puede concebirse como algo basado en la interacción entre euroinstituciones y eurorredes. No todas las instituciones tienen la misma centralidad y no todas las redes tienen la misma intensidad de interacción. La importancia del idioma puede tener también una relevancia variable en la evolución de las redes.

Si esquematizamos mediante ejemplos, en un extremo de la cadena hay procesos relativamente flexibles y escasamente constrictivos de «europeización» con una dimensión de red. Maurice Roche (2001) sugiere que las compras y el turismo están construyendo una nueva Europa «a la vez como región transnacional y como espacio metacultural que contiene una rica variedad de culturas… [con] un enorme potencial de hibridación cultural creativa…». Podría uno arquear las cejas en señal de escepticismo en relación con los efectos culturales de las compras a secas. No obstante, los viajes podrían realmente ampliar la mente y esa movilidad puede ser transformadora de identidades. El impulso en favor de un espacio aéreo común europeo supone el trazado de una nueva frontera, tanto empresarial como geográfica, para el tráfico aéreo. Eurostar ha modificado la experiencia de los viajes entre Londres, Bruselas y París. El puente sobre el Øresund ha cumplido un papel similar en relación con el sur de Suecia y Copenhague (The Economist, 2003). Es bastante probable que las nuevas conexiones entre «destinos» europeos creadas durante la pasada década por las líneas aéreas de vuelos baratos tengan implicaciones culturales más amplias aún no estudiadas.

Roche subraya la importancia del deporte a escala europea, en especial del fútbol, para el espacio imaginado de Europa (aunque esté dominado por los aficionados masculinos). La UE ha reconocido el papel del deporte en la formación de las identidades, y las condiciones del mercado tanto para el deporte mediático como para el deporte de consumo han cambiado. Roche sugiere que el consumo de los espectadores se ha europeizado y que eso podría dar lugar a un «cosmopolitismo de orientación europea» (otro peliagudo asunto es su coexistencia con casos perfectamente documentados de xenofobia deportiva). The Economist sigue esa misma línea cuando señala que «a lo largo de la pasada década los equipos de fútbol europeo se han convertido en una encarnación viva y palpitante de la integración europea» (Charlemagne 2003b). Administrativamente, el espacio europeo del fútbol se ha moldeado en conformidad con el sistema de gobierno de múltiples niveles de la UE, y grupos de presión como el G14 y la UEFA funcionan de acuerdo con tales criterios (Banks, 2002). Existen tensiones y contradicciones entre cada uno de esos distintos niveles: la elite europea de la Liga de Campeones formada por la UEFA tiene que bregar todavía con lealtades centradas en el ámbito de las ligas nacionales. En resumen, lo supranacional sigue dependiendo enormemente de lo nacional (Boyle y Haynes, de próxima publicación).

En otro orden de cosas, es primordial para el debate sobre el ámbito público la dimensión mediática de la UE a través del periodismo. Ha surgido un sistema de gobierno europeo diferenciado y complejo que genera formas de comunicación política a múltiples niveles y que abarca la acción de grupos de presión, campañas de información oficial y reportajes periodísticos. Dado que la toma de decisiones y la dirección política de la UE tiene una incidencia cada vez mayor sobre los Estados miembros, la dimensión europea conforma cada vez más tanto el contenido como la agenda de prioridades del discurso político de los sistemas de gobierno nacionales a través de los medios. Existen algunos indicios –al menos en los medios más selectos– de un tratamiento simultáneo de temas similares, aunque no necesariamente desde una perspectiva compartida (Van de Steeg, 2003).

En los Estados miembros, no obstante, los valores editoriales nacionales influyen sobre la cobertura informativa y las fuentes gubernamentales nacionales siguen teniendo una importancia esencial para los periodistas que cubren los temas relacionados con la UE (Morgan, 1999). Comienzan a aparecer elementos de una sociedad civil europea, organizada a través de la movilización de intereses diversos, y a menudo contrapuestos, orientados hacia las instituciones políticas de la UE. Los actores políticos nacionales y regionales actúan como mediadores de la comunicación política sobre el sistema de gobierno europeo. La información y la interpretación de las actividades de la UE se difunde hacia el exterior desde el centro administrativo de la Unión a través de redes de comunicación nacionales y regionales establecidas. La gobernación a múltiples niveles y las continuas tensiones y divergencias entre el ámbito supranacional y los ámbitos de los Estados miembros y de las regiones nos obligan a pensar en la existencia de esferas de públicos superpuestas.

En la medida en que, debido a la integración en la UE, hace aparición un espacio comunicativo supranacional sostenido por los medios, dicho espacio tiene un carácter clasista y es predominantemente un terreno propio de las elites políticas y económicas, y no de un público europeo más amplio (Schlesinger, 1999; Schlesinger y Kevin, 2000). El sesgo del mercado informativo en favor de los poderosos y los influyentes es congruente con el ampliamente reconocido «déficit democrático» de la UE. Esto es consecuencia del estilo predominantemente ejecutivo y burocrático de sus instituciones gobernantes (la Comisión Europea y el Consejo de Ministros), a lo que hay que añadir su relativamente escasa rendición de cuentas ante el Poder Legislativo (el Parlamento Europeo). Las nuevas disposiciones constitucionales propuestas por la Convención presidida por Giscard d´Estaing tienen como propósito afrontar este problema.

En el actual espacio comunicativo europeo, en efecto, algunos medios informativos están creando audiencias y grupos de lectores especializados mediante la búsqueda de mercados. Se está produciendo un cambio incipiente en las colectividades a las que se dirigen, en última instancia debido al desarrollo de la UE como forma política novedosa. Cabe pensar que tales públicos emergentes de los medios ocupan preeminentemente un espacio transnacional enormemente restringido, atendido por medios impresos como The Economist, Financial Times, International Herald Tribune y quizá, en el ámbito audiovisual, por las señales de televisión Euronews y Arte.

El ámbito público de los medios en la UE sigue siendo, en primer lugar, abrumadoramente nacional; en segundo lugar, cuando no es nacional es transnacional y anglófono pero elitista en términos de clase; en tercer lugar, cuando es ostensiblemente transnacional pero no-anglófono, se sigue decantando principalmente por modalidades de discurso nacionales. El persistente peso nacional en la práctica y en los marcos de referencia periodísticos explica la verdadera dificultad de desarrollar un periodismo destinado a una audiencia de ámbito europeo o incluso a una audiencia orientada hacia la Unión Europea pero perteneciente a un determinado Estado-nación. En este sentido, la corta vida de The European (Londres) y la todavía más corta de L´Européen (París) constituyen instructivos ejemplos (E. Neveu, 2002; Schlesinger, 1999).

Las investigaciones sobre el terreno realizadas en Bruselas durante la pasada década sugieren la aparición de formas débilmente transnacionales de intercambios en el ámbito europeo entre los periodistas y sus fuentes. Meyer (2000) ha argumentado que existe una tendencia creciente hacia la aparición de un periodismo de investigación transnacional dentro de la UE, que puede favorecer la rendición de cuentas por parte de las instituciones. De forma ocasional, pero hasta ahora no sistemática, esto puede tener efectos políticos, particularmente en la publicidad de casos de escándalo y corrupción. Esto parece ser un elemento transitorio más que sistémico de la escena política europea. Baisnée (2002) se refiere también al contexto cooperativo de la información relacionada con Bruselas, pero, por el contrario, no defiende que haya surgido un contexto transnacional, excepto en un sentido específico. En su opinión, los periodistas se han socializado hasta convertirse en «pueblo europeo», en realidad, argumenta Baisnée, debido a su verdadera especialización se han convertido en «el único verdadero público de Europa». Las relaciones y negociaciones multinacionales han pasado a formar parte de la experiencia informativa cotidiana –incluso aunque a menudo se produzca una hostilidad editorial hacia el proyecto de la UE (como es obvio en diversas cabeceras del Reino Unido)–. Dicho esto, la red del periodismo europeo sigue escindida en diversas ideas nacionales sobre la profesión y los mercados domésticos siguen siendo la clave para el éxito profesional ( 8).

Existen otros sectores emergentes de intercambio que requieren un nivel más directo de compromiso lingüístico, una mayor profundidad de conocimientos interculturales y la creación de micropúblicos activos. Un excelente ejemplo lo constituyen las redes europeas de investigación, cada vez más condicionadas por el creciente impacto de la financiación europea en materia de investigación. El proceso de integración de la UE suscita la agrupación de cohortes de ciudadanos de distintos países para abordar problemas de interés tanto nacional como comunitario. En menos de dos décadas, lo que antaño era un forzoso bilingüismo anglofrancés ha dado paso a la creciente posición hegemónica del inglés como idioma principal de debate y administración en los círculos académicos, muy en consonancia con la tendencia supercentralizadora antes señalada. Qué sucede en tales reuniones, cómo se desarrolla la conversación y qué puede llegar a ocurrir con las identidades de los participantes como consecuencia de todo ello, son cuestiones todavía no estudiadas. Los estudios universitarios y los «programas marco de investigación» al son de la Comisión Europea son ejemplos de ese tipo de encuentros.

El atractivo de esos programas reside en el acceso a recursos adicionales y en la posibilidad de ganar prestigio, ampliar la variedad de contactos y mejorar el nivel del juego. No es necesario presuponer una intención cosmopolita desde un principio, pero, al mismo tiempo, tampoco debemos desdeñar los efectos de una exposición prolongada a la cooperación internacional en un marco autodefinido como «europeo». Como señala Van der Meulen (2002): «La europeización de la investigación universitaria puede tener al menos tres significados distintos: el desarrollo de redes europeas de investigación entre investigadores universitarios, la participación de investigadores universitarios en el programa marco europeo y la creciente importancia de la UE como organismo financiador del sistema de investigación con sus prácticas específicas de evaluación y fijación de prioridades».

Existen ciertos indicios –por ejemplo en el caso de Finlandia– de que los Estados que acceden a la condición de miembros de la UE adaptan sus estructuras de redes a lo que la UE ofrece, incluso antes de su incorporación. Hakala y otros (2002) equiparan este proceso con una «movilización». Aunque para los investigadores finlandeses la «europeización» no ha desplazado a los patrones existentes de cooperación internacional en materia de investigación (especialmente con Estados Unidos), evidentemente ha «reforzado, intensificado y formalizado» los relacionados con sus socios de la UE. La frustración por los obstáculos burocráticos ha llevado a unos criterios más selectivos por parte de quienes tienen mayor experiencia en la escena europea. Una conclusión es que «las iniciativas de la UE han apoyado los intercambios y las redes más que la propia realización de una investigación de alta calidad» (2002; cursiva añadida).

La antropóloga Catherine Neveu (2000) ha explorado la dinámica interna de las eurorredes y ha esbozado un método procesual para «hacerse europeo», en el que se plantea la pregunta: ¿qué sucede cuando las instituciones europeas invitan a diversas categorías de personas a participar en actividades transnacionales? Neveu sugiere que la aculturación resultante puede tener un «efecto de retorno» una vez que los participantes vuelven a sus lugares de origen. Es la participación en las redes y en los intercambios lo que ella considera que constituye un camino importante para la formación de un ámbito público europeo.

La interacción con las instituciones europeas constituye una especie de «proceso de adiestramiento» que puede tener un impacto sobre las ideas de las personas en relación con la ciudadanía y la identidad. Un enfoque antropológico, argumenta Neveu, nos hace ver esto como un «proceso endógeno», en el que entran en juego y se modifican los modelos y las representaciones de fondo. ¿Es éste el tipo de encuentro que debemos considerar si queremos imaginar la aparición de una base sentimental común para ciudadanos de diversas nacionalidades que se consideren a su vez como europeos? Ese tipo de comunidad surge por la actividad más que en virtud de poseer ninguna identidad anterior. En palabras de Raymond Williams, podríamos preguntarnos si podría surgir de este modo una «estructura de sentimiento» común. (Fuera lo que fuere, no obstante, no tendría la profundidad ni la variedad de los sentimientos nacionales).

Neveu (2002) ha estudiado las reuniones de una red de regeneración urbana de tres países patrocinada por el programa Euro-Cities de la UE, sobre la hipótesis de que aparecería una cultura común. Y así fue, facilitado el hecho por la acentuación de los aspectos individuales y profesionales de las identidades de los participantes y por la minimización de sus afiliaciones institucionales y nacionales. No obstante, el idioma siguió siendo un asunto de dificultad irreductible, y los debates sobre los significados de términos fundamentales, como «comunidad», se enmarañaron en ideas preconcebidas enraizadas en las culturas políticas nacionales. Se plantearon límites sobre la posibilidad de traducción debido a las diversas presuposiciones «republicanas» y «comunitarias». En los puntos de dificultad, la invocación de estereotipos nacionales resultó inevitable. Dicho esto, Neveu subraya la potencialidad de tales encuentros para mejorar las capacidades de reflexión y ampliar la variedad de representaciones existentes, lo que ella considera que son condiciones previas para la aparición de una ciudadanía europea ( 9).

Conclusiones

Pensar en la UE como un ámbito potencial de públicos nos exige mirar, más allá del Estado-nación, hacia las redes emergentes que establecen sus propias complementariedades comunicativas. El desarrollo institucional de la UE ha proporcionado claramente un incentivo y, en ciertos terrenos, un marco activo de apoyo a dichas estructuras de redes. Para lo que aquí nos interesa he dejado al margen toda discusión sobre cómo las eurorredes encarnan diversas relaciones de poder, pero ese interrogante debe ser un elemento central de la investigación empírica.

En segundo lugar, la integración europea se puede entender solamente de forma parcial a través de la elaboración jerarquizada de políticas; el desarrollo de procesos en la base –y sus interacciones con las instituciones– debe ser también objeto de estudio.

En tercer lugar, las instituciones centrales de la UE han sufrido instructivas sacudidas durante la guerra de Irak de 2003 y tendrán que enfrentarse con el desafío de las próximas ampliaciones de 2004 y posteriores. A medida que surgen nuevas alianzas diplomáticas dentro y fuera del espacio de la UE, es probable que esto afecte a medio y largo plazo al patrón de redes existentes, proceso que merece ser estudiado.

En cuarto lugar, la tenacidad permanente de modelos de pensamiento enraizados en el ámbito nacional (aunque en coexistencia con un espacio común emergente) sigue siendo impresionante. A este respecto, las cuestiones relacionadas con las diferencias lingüísticas y con los límites inherentes de la traducibilidad son muy importantes. Esto guarda relación también con otro asunto, a saber, el hecho de que los sentimientos colectivos siguen vinculados a identidades y lealtades nacionales con respecto a los Estados (y a menudo con identidades regionales dentro de estos sistemas de gobierno).

Junto con los factores culturales, existen verdaderos determinantes políticos en relación con la medida en que, con el paso del tiempo, las concepciones emergentes de la europeidad puedan articularse con otras identidades y adquirir un peso significativo en la balanza de lealtades. Como la crisis sobre Irak demostró en la primavera de 2003, puede haber una Babel en Europa, incluso aunque la mayoría de los protagonistas principales decidan discutir sus divisiones en inglés.

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Artículo extraído del nº 59 de la revista en papel Telos

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