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Las amenazas a la libertad de expresión en el sector audiovisual


Por Arturo Merayo

Ahora, cuando se cumplen 25 años de la Constitución Española, algunos pueden estar sobradamente confiados porque consideran que las libertades que consagra nuestra Carta Magna están, tras estos años de consolidación democrática, no sólo garantizadas sino lejos de riesgo alguno. Me parece muy oportuno que sea precisamente una Universidad la que invite a suscitar una reflexión profunda y reposada acerca de un derecho tan fundamental como la libertad de expresión. Si lo hace es, probablemente, porque intuye que una sociedad madura, lejos de recrearse en las metas conseguidas, debe estar permanentemente vigilante y atenta para que las conquistas logradas no se debiliten con el paso tedioso de los días.

Empezaré por decir que no soy de los tremendistas radicales que sostienen que en España la libertad de expresión no existe. Existe y se ejerce con deficiencias y limitaciones en algunos casos, aunque no mayores que las que observamos en cualquier país de nuestro entorno democrático. Pero, a la vez, permítanme que al analizar el sector audiovisual muestre mi pesimismo por lo que considero una libertad de expresión más condicionada de lo que sería deseable.

Me explicaré. En primer lugar, radios y televisiones siguen mostrando una dependencia del poder político más propia del Antiguo Régimen que del siglo XXI. Decirlo así quizá no sea políticamente correcto, pero lo cierto es que la autorización previa es aún una condición sine qua non si se pretende ser titular de una emisora de radio o de televisión. Semejante dependencia de las instancias administrativas no tiene, a mi juicio, más justificación que el afán del propio poder político por mantener bajo su control –al menos indirecto– a los medios audiovisuales. Se objetará, tal y como lo hacen las mismas Administraciones, que el espectro electromagnético es escaso y que alguien ha de regularlo. Pues bien, esto no es verdad: el espectro es ciertamente limitado, pero no escaso. Al menos no lo es en la mayor parte de los mercados, sino sólo en algunos. Y perdónenme, pero si obvio la tradición y la costumbre, es decir lo que siempre se ha venido haciendo –y quiero obviarlo porque en este caso no tiene sentido alguno–, no acabo de ver la más mínima razón para que las instancias políticas sean las que decidan si puedo o no poner en marcha una radio o una televisión en Medina del Campo, en Albacete o en Cádiz, donde, como en casi todas las poblaciones, el espectro no es ni mucho menos escaso.

Ya sé que en otros países ocurre algo similar, pero no me consuela. Confío en que durante este siglo la autorización previa para los medios audiovisuales desaparezca y creo que será Internet quien quiebre definitivamente ese tic controlador y tan poco democrático de los gobiernos democráticos.

Una libertad lesionada

Mientras esto no suceda, las emisoras y cadenas irán surgiendo al dictado de los pactos políticos que individuos o grupos realicen con el poder. Todos conocemos ejemplos de cómo personas jamás vinculadas al sector audiovisual se han hecho de la noche a la mañana con varias emisoras de radio sencillamente porque convenía al gobierno de turno. Y si no los conocen, yo se los puedo dar. También sabemos que de la noche a la mañana en España han surgido cadenas de radio o de televisión porque el poder político las ha bendecido o sencillamente porque ha decidido mirar para otro lado. No hace falta tener mucha imaginación porque ahora mismo también está ocurriendo.

Y en esto no hay diferencia entre el ámbito local, autonómico o nacional. Bastaría echar un vistazo a la mayor parte de las emisoras municipales, recordar cómo a altas horas de la noche se han concedido emisoras en los días inmediatos a perder unas elecciones, los compromisos que ha adquirido alguna televisión a cambio de que el gobierno regional de turno le permita crecer sin competencia, etc. Y todo ello a espaldas de los ciudadanos a quienes se les mantiene en la ignorancia.

Hay demasiadas preguntas sin respuesta. He aquí sólo una: ¿por qué las grandes cadenas de televisión pueden buscar anunciantes regionales y locales haciendo desconexiones y, sin embargo, las pequeñas televisiones pueden unirse para dar programación en cadena, pero no publicidad en cadena, lo que les permitiría buscar las cuentas de grandes anunciantes? El gobierno no lo permite. Pero esto provoca otra pregunta, esta vez sí que sin respuesta: ¿quién ha invitado a los gobiernos a controlarlo todo?

Digámoslo claro: en la creación y gestión de las empresas audiovisuales hay demasiada opacidad; tanta que la libertad de expresión resulta, a mi juicio, seriamente lesionada.

Un panorama radiofónico desestructurado

En ocasiones, la libertad se daña simplemente por la precipitación o el desconocimiento. El caso concreto de la radio es paradigmático: no ha habido a lo largo de todos los gobiernos democráticos uno sólo que haya sido capaz de planificar un sector radiofónico sólido y con futuro. Bueno, en realidad no ha habido ninguno que se haya interesado por racionalizar el sector radiofónico; y así ha crecido éste: de manera selvática, desestructurada, con unos mercados yermos, con otros mercados tremendamente concentrados, con las tarifas publicitarias por los suelos merced a esa misma concentración, sin respetar las potencias, haciendo cadenas cuando la ley lo prohibía expresamente, incumpliendo legislaciones laborales…

Ahora, resulta que somos el primer país de Europa en haber otorgado licencias de radio digital. Nuevamente la precipitación y el desconocimiento por parte de la Administración se ponen de manifiesto, lo que no sería nada nuevo si no fuera porque la radio digital está lastrada desde el inicio y por el mismo poder político que dice promoverla. Y es que otorgar licencias digitales sin establecer un plan de migración que, como en la televisión, prevea fechas para que los receptores se adapten a la nueva norma es invitar a los concesionarios a que estén en la vanguardia sin saber para qué, simplemente con el afán de tomar posiciones y, además, a que gasten dinero inútilmente, sin saber cómo ni cuándo se va a recuperar. En España ya tenemos radio digital pero, gracias a la Administración que la ha autorizado, nadie sabe cómo ha de ser ni cuánto cuesta: ni los radiodifusores ni el público. En el Reino Unido hay ya dos millones de oyentes de radio digital. Bonito modo el nuestro de ganar el futuro.

No he hablado aún de los contenidos. Pero en ese ámbito la casuística es infinita: el poder político presiona y logra resultados estremecedores. No hace más de dos meses uno de los más altos responsables de una cadena de radio de ámbito nacional se reunía en Galicia con los redactores de sus emisoras. Comenzó la reunión diciendo: «Esta cadena apoya al PP. Al que no le guste ya sabe dónde está la puerta». No hace falta ser un lince para observar el servilismo cotidiano de algunos de los medios más importantes. En ocasiones, y es legítimo, será esa su línea editorial; en otras la línea editorial vendrá impuesta, y eso ya no es tan legítimo si de gobiernos democráticos estamos hablamos.

Veamos, por ejemplo, el caso de la radio. Ya sé que podemos pelarnos los labios hablando de la credibilidad de nuestra radio y de los veinte millones de oyentes diarios. Pero también podríamos preguntarnos por qué la mitad de los españoles ha decidido que no quiere oír radio. Creo que sería muy estimulante que los directivos de las empresas radiofónicas intentaran responder a esta pregunta. Y aún más: es posible que la credibilidad conseguida por la radio a lo largo de estos 25 años se esté difuminando; al menos esa es la sensación que tengo cuando hablo con los universitarios. Porque para todo el mundo es evidente que cada una de nuestras cadenas se ha aliado a una facción política y que la radio independiente se ha transformado en una radio de banderas, de banderías, de incondicionales, que con omisión o con acción parecen estar más al servicio de un partido y de las prebendas que de eso se derivan que del conjunto de la sociedad. No sé si esto que digo les parece inapropiado, y quizá lo sea, pero les aseguro no sólo que es real, sino que toda España se da cuenta.

Al amparo de la bandera todo es posible, porque el medio se siente respaldado por una parte del poder político. Se puede manipular conscientemente la información, se puede sesgar conscientemente la opinión, se puede ridiculizar, desprestigiar, insultar y, lo que es peor, dejarlas caer como quien no quiere la cosa. Espero que no necesiten ejemplos porque esa sería la prueba de que no distinguen la evidencia de esta radio de banderas.

Y mientras tanto, en junio la prensa nos informaba de que una vez más el proyecto de Ley Audiovisual se posponía. El paquete de medidas que regulará el sector se incluirá, según el Gobierno, en la Ley de Medidas Fiscales Administrativas y del Orden Social, conocida como Ley de Acompañamiento, y no como enmiendas a la Ley General de Telecomunicaciones. O sea, se colará de rondón en el último Boletín Oficial del Estado (BOE) del año. No ha habido tiempo en 25 años para una Ley Audiovisual completa y racional; no ha habido tiempo para un Consejo Audiovisual que como en Francia, en Cataluña o en Navarra ayude a mejorar el sector. Luego, con motivo, al Gobierno le preocupa la basura que encuentra en la televisión. En realidad, hubo un día que le preocupó el fútbol y hasta nos dijo que era algo de interés general. ¿Qué fue de aquella agria polémica? Audiovisual Sport y Sogecable deben saber algo, porque lo que es el ciudadano que tiene que pagar por el Madrid-Barcelona, ése no. No ha habido tiempo tampoco para desarrollar el artículo 36 de la Constitución que se refiere a los colegios profesionales y que los periodistas siguen sin tener en España porque a los políticos –y a algunos medios, dígase todo– no les conviene que los periodistas se unan en un colegio profesional.

Dignificar la profesión periodística

Ante semejante panorama, desde luego nada optimista, habrá que reconocer que la libertad de expresión existe, pero que queda mucho camino que andar en el sector audiovisual. Cuando comenzó la guerra de Irak alguien dijo que sería muy fácil ganar la guerra pero muy difícil conquistar la paz. Y por lo que se ve, tenía razón. Algo similar ocurre aquí: una cosa es garantizar constitucionalmente la libertad de expresión y otra hacerla posible. Y entonces, ¿qué hacemos?

Lo cierto es que mi respuesta a esta pregunta tiene que ver con la Universidad. Doy por pasada esta generación que, por una parte, nos hizo el regalo de una constitución democrática y, por otra, nos enseñó en la práctica cómo del sistema democrático se pueden servir más los poderosos que la mayoría. Y apuesto por las nuevas generaciones, que tendrán que incorporar savia nueva en el circuito y espero que también modos de actuación diferentes.

La Universidad tiene ahí un gran reto, pues debe esforzarse en formar futuros profesionales, capaces no sólo de ejercer con responsabilidad su libertad de expresión sino también de hacer frente a las presiones –externas o internas– que intenten cercenar la libertad y los derechos de los ciudadanos.

En este sentido, permítanme que para concluir subraye cinco aspectos en los que me parece imprescindible que hoy, más que nunca, se insista en nuestras Facultades.

1. Hay que dignificar la profesión periodística. Dicho de otro modo: hoy es preciso recordar una y mil veces a los estudiantes que el buen periodista no es el que gana mucho dinero, adquiere mucha fama o tiene mucho desparpajo para colarse sin escrúpulos en la vida de los demás. Es preciso no identificar audiencia y triunfo, pues no siempre van unidos, como tampoco siempre van juntas popularidad y profesionalidad.

2. Es preciso enseñar a nuestros estudiantes no sólo cómo se hacen las cosas, sino también qué cosas hay que hacer y cuáles no se deben hacer. Hay que enseñar a salir del circuito del cómodo periodismo de declaraciones, según el cual la información estaría hecha simplemente recogiendo las opiniones acerca de un acontecimiento. Hoy más que nunca, para que la libertad de expresión se consolide, es preciso enseñar el amor a la verdad que se fundamenta en el rigor, la documentación, la contrastación de las fuentes, el respeto a las audiencias… Hay que enseñar a nuestros alumnos a dudar de las ruedas de prensa, de los comunicados de fuentes interesadas, de los grandes portales de Internet, del marketing y de los circuitos recurrentes por donde la información –mejor dicho, sólo una parte de la información– acostumbra a circular.

3. Es preciso igualmente insistir en las Facultades de Comunicación en la necesidad de ser creativos. Es más, hay que enseñar a ser creativos, a encontrar nuevos temas, nuevas ideas, nuevos enfoques, nuevos modos de servir a unos nuevos públicos. No proclamar que hay que ser creativos, sino mostrar con el ejemplo y en la práctica qué es la creatividad y cómo se alimenta. No podemos enseñar el periodismo audiovisual que nosotros hemos practicado: hemos de dar pistas para que encuentren cómo hacer el periodismo del futuro. Esa me parece una de las claves actuales de nuestras facultades: la creatividad.

4. Y para ello, a una generación bastante cómoda y desorientada, hay que enseñarle el valor de la libertad. Hay que empujar a nuestros alumnos para que no tengan miedo a ser libres, para que busquen nuevos formatos, nuevos modos de expresarse y de conectar con las audiencias, nuevos contenidos… O para que se atrevan a afrontar los contenidos importantes… sin miedo a la libertad. Porque la libertad de expresión consagrada en el texto constitucional sólo será realmente efectiva cuando los profesionales se esfuercen por ganar su libertad personal y hagan uso de ella con responsabilidad, a pesar de lo que puedan perder, que sin duda algo perderán. La libertad no es un regalo, la libertad es una conquista personal y social y no hay conquista sin esfuerzo, sin renuncia, sin lucha. Y aunque hoy se insista tanto en la seguridad, el valor que hay que defender y proclamar no es la seguridad, sino la libertad y la justicia. El problema del mundo no es la seguridad sino la justicia, porque sin justicia no hay libertad, y sin libertad no hay hombre.

5. Para todo ello, es preciso ayudar a nuestros alumnos a construir una personalidad sólida desde el punto de vista moral, con raíces bien fundamentadas en la ética, con conceptos claros sobre lo que es la justicia y el bien común. Sólo con personas así formadas el periodismo audiovisual del futuro puede hacer un uso responsable de la libertad de expresión y capear las presiones que inevitablemente surgirán en sus respectivos itinerarios profesionales.

Quizá piensen que les estoy hablando de la utopía. No; les estoy hablando del sentido, de la razón de ser, de la Universidad. De ella van a surgir buena parte de los directivos y profesionales del sector audiovisual de los próximos años. Ellos tendrán la misión de mejorar nuestra sociedad: ellos tendrán que hacer frente a las amenazas que –como hoy o de otro modo– intenten amordazar a la libertad. Pero hemos de convencerles de que están aquí para eso: para que formen parte de una generación que lo haga mejor, mucho mejor si es preciso. Es revolucionario, lo sé, pero es posible. Desde mi pesimismo actual, yo confío plenamente en los jóvenes de hoy que nos han pedido que les enseñemos a ser los profesionales de mañana. No nos permitamos el lujo de defraudarles. Con el futuro no se juega.

Artículo extraído del nº 58 de la revista en papel Telos

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