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Una trayectoria vital del cine al audiovisual


Por Manuel PalacioJuan Carlos Ibáñez

La editorial Anagrama publicará en breve el último libro del profesor Román Gubern, «Patologías de la imagen». Pocos meses atrás, se presentaba en la mítica Residencia de Estudiantes su serie televisiva «El ojo y la palabra», producción para los canales temáticos de Televisión Española (TVE) que el Instituto Cervantes distribuirá en salas culturales de todo el mundo. Entre la publicación de «Patologías de la imagen» y sus primeras obras, entre el reciente estreno de «El ojo y la palabra» y sus primeros guiones para cine, han transcurrido más de cuarenta años de intensa actividad creadora, investigadora y ensayística, una labor que le ha situado entre los nombres más destacados del pensamiento contemporáneo sobre cultura de la imagen y de la comunicación audiovisual.

Catedrático de Comunicación Audiovisual en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Autónoma de Barcelona –de la que fue Decano en los años 1987-88–, Gubern ha sido investigador invitado en el Massachusetts Institute of Technology y profesor de Historia del Cine en la Universidad del California del Sur, el Instituto de Tecnología California y la Universidad Internacional Venice. Presidió la Asociación Española de Historiadores del Cine y dirigió el Instituto Cervantes de Roma, en los años 1994-1995. Es miembro de la Asociación Francesa para la Investigación sobre la Historia del Cine, de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de España, de la Sociedad Catalana de Comunicación, del Patronato del Teatre Lliure de Barcelona, de la Academia de Ciencias de Nueva York, de la American Asociacion for the Advancement of Science y del Comité de Honor de la Asociación Internacional para la Semiótica Visual.

Tuvimos el placer de conversar con Román Gubern en San Lorenzo de El Escorial, con motivo de nuestro encuentro en los Cursos de Verano de la Universidad Complutense, donde dirigió un innovador seminario sobre «Creación artística e intermedialidad».

Manuel Palacio / Juan Carlos Ibáñez (M.P./J.C.I.): Desde la perspectiva que proporciona un recorrido amplio, que sobrepasa los cuarenta años de intensa actividad científica y ensayística, y aunque suene a pregunta tópica, ¿cómo se auto-definiría Román Gubern?

Román Gubern (R.G.): Básicamente me siento historiador. Soy atípico, porque he tocado muchas teclas –he publicado treinta y tantos libros–, pero mi forma de pensar preferente, de afrontar problemas, es fundamentalmente la de un historiador. Hace un par de años me hicieron un homenaje en Valencia, y allí también se planteó esta cuestión. Y dije esto mismo. He tocado muchas teclas. He hecho guiones, textos de publicidad, cincuenta mil cosas. Pero de todas, si tengo que elegir una, creo que la prioritaria es esta, la de historiador.

M.P./J.C.I.: Y ¿cómo cree que se le piensa hoy o que se le recordará en un futuro?

R.G.: Creo, perdón por la inmodestia, que he sido fundador de algunas cosas en este país. Y tengo conciencia de eso. Pero, por poneros un ejemplo, en este momento se me reconoce por mi «Historia del cine» mundial. Un manualillo que escribí por encargo editorial y que evidentemente no se encuentra entre mis obras más importantes. Se ha editado muchas veces, me ha dado un dinerito a ganar que no desprecio, pero me incomoda un poco que me reconozcan como el autor de «Historia del cine», porque aunque es mi libro más popular, no es el mejor. De modo que no creo que me recordarán por esta obra, un manual de divulgación heredero de lo que había leído en Sadoul y Mitry en esa época. Creo haber hecho trabajos mucho más serios científicamente que me han gratificado más por su interés científico. Luego están las cosas que he hecho bajo palabras tan feas como “comunicólogo”, “massmediólogo” o “sociólogo de la comunicación”.

Cierto es que extendí mi especialidad al mundo de la imagen a partir de una vocación cinéfila. El cine generó, por expansión, un interés por el entorno icónico del cine que es el mundo del «comic», la publicidad, etc. Mi interés por el cine empieza con la cinefilia, como le sucede a tanta gente de mi generación, como le pasó a Terenci Moix y a tantos amigos. Nos metíamos en el cine para huir de la realidad social. Aunque vengo de una sociedad burguesa en la que no faltó un plato en la mesa, la España de posguerra era tan sórdida que nos metíamos en el cine para soñar con los ojos abiertos. De ese capital cinéfilo acumulado luego vienen dos elementos reflexivos. Uno, el cine negro americano, en donde, intuitivamente, aunque yo no sabía quién era Dashiell Hammett, ni Raymond Chandler, ni nada, ni que se llamaba “cine negro”, reconocía una visión pesimista del ser humano que no acababa con el “final feliz”. Era un mundo de corrupción, intrigas, bajezas. Percibí de adolescente que aquel era un mundo más interesante y más rico que el de las comedias sonrosadas. Y un poco más tarde, el neorrealismo italiano. Aquel neorrealismo llegó poco, tarde y mal, con mucha censura, pero evidentemente en el neorrealismo había un cine con un comportamiento muy distinto. Yo conocí a Juan Bardem en 1955, el año que salió «Muerte de un ciclista», en unas jornadas de cine que había en Sitges, y recuerdo que la película me deslumbró. Hoy podemos criticarla más o menos, pero en «Muerte de un ciclista» había una percepción evidente para mí, que era la voluntad de estilo. Es decir, que el cine me interesa a partir del cine negro americano y del neorrealismo.

Me acuerdo que en esa época hice un viaje a Ginebra con mis padres y en una librería compré la historia de Sadoul, no la historia actual, sino aquella de los multitomos. Para entonces, y he hecho mal en omitirlo, había leído «Una historia del cine» de Ángel Zúñiga, que para mí fue muy importante porque hablaba del cine soviético, del cine expresionista y del cine sueco, con unas fotos mágicas. Y la historia del cine de Zúñiga fue otro de los instrumentos que me llevaron a la historia del cine. Así, desde el cine el paraguas se ensanchó y fue creciendo hacia la cultura de la imagen. Como explico en mis memorias, Vázquez Montalbán tuvo una importantísima responsabilidad en este interés. Creo que fue en 1968, cuando Manolo, que montaba el libro «Reflexiones ante el neocapitalismo», me encargó un artículo que se llamase «La cultura de la imagen». Yo había leído a Balázs, a McLuhan, y fue la primera vez que formulé en un texto, de forma extraordinariamente tosca todavía, una teoría de vocación holística sobre el mundo de la imagen.

M.P./J.C.I.: La reivindicación de la libertad parece ser una idea que recorre como una suerte de «leit motiv» el conjunto de su obra. Ha escrito libros sobre temas como la “caza de brujas”, la censura franquista, las relaciones entre la mirada y la sexualidad, e incluso se percibe en las páginas de «Viaje de ida», su libro de memorias, un intento de explicar el acercamiento generacional a la totalitaria militancia comunista de los años cincuenta…

R.G.: Cuando yo pienso en mi vida, la vida de un niño que crece en el franquismo y va a un colegio de jesuitas… y sobre todo en la época más plástica, más emocional, más sensible, en la que deseas la expansión corporal, la recuerdo como una permanente opresión.

En un acto de rebeldía importante en 1958 me “fugo” a París. Tuve cierta suerte porque había gente del exilio y encontré un trabajo subalterno en la UNESCO, que me dio algún dinerito. Luego pasé a militar en el Partido Comunista de España (PCE) –un partido que, aunque ya no estalinista duro porque había muerto Stalin, era un partido autoritario– porque era la única militancia viable para un antifranquista en ese momento en España. Como otros, verdaderamente nunca fui comunista en el sentido de creer en una sociedad sin clases. Estábamos en el Partido porque era la única herramienta operativa contra la dictadura. La prueba es que mi alejamiento formal, definitivo, del Partido, fue a raíz de la invasión de Praga por las tropas del Pacto de Varsovia, que coincidió, más o menos, con lo de París, con esta inquietud ideológica para la que no había respuestas por parte del Partido: ¿qué se hace en Francia con una revolución en la calle?, ¿cómo es que se invade Checoslovaquia con los tanques soviéticos? Dejé de militar, aunque seguí con las relaciones personales.

Una constante en mi vida es esa permanente aspiración a la libertad, porque noto que en mi vida personal he tenido, hasta ser persona madura, un déficit de libertad. Creo que la primera vez que me sentí libre, aparte de ese interregno en París, fue cuando me decidí a marchar a Estados Unidos. Estando en Boston con una beca para escribir un libro, recuerdo cuando el «New York Times» publicó en primera página aquel asunto famoso de las cuentas secretas del Pentágono sobre Vietnam. Entonces se montó todo un escándalo. El día que salió en el diario la sentencia del Tribunal Supremo norteamericano anteponiendo la libertad de los ciudadanos a la seguridad nacional, alegando que era prioritario el derecho a informar al país, lloré de emoción.

La caída de la dictadura franquista ya me llegó en una edad madura, cuando era consciente de que había perdido parte de mi juventud, de los placeres de la vida. Porque en la sexualidad yo viví la época en que todo era pecado. He sido uno de los que estando besando a una chica en un taxi –había que hacerlo en un taxi porque no había muchos sitios–, el taxista nos quiso llevar a comisaría, y hubo que darle propina para que no nos llevase. Cuando has vivido esa cosa siniestra de que por besarte en un taxi te quieren llevar a comisaría, tienes conciencia de lo que fue el periodo que abarca mi adolescencia y juventud. Me he sentido un poco estafado en este aspecto. Tal vez es una frase inmadura, pero es verdad. Efectivamente, la libertad la valoro muchísimo, porque se me negó.

El trauma fundacional

M.P./J.C.I.: Pertenece a una generación que coparticipa de la creación de un cierto pensamiento de izquierdas sin haber vivido la Guerra Civil. A partir de aquí. ¿cómo se incorpora la experiencia de la Guerra a este grupo que se fragua en los años sesenta y setenta?

R.G.: Había una enorme desinformación sobre la Guerra. Me ocurrió lo mismo que le ocurrió a Pasolini, cuando cuenta que su antifascismo empezó porque le gustaba mucho Rimbaud y descubrió que Rimbaud estaba prohibido por el fascismo. Nuestro antifranquismo vino en parte por la vía estética. En el colegio, cuando empezamos a leer los libros de Lorca, Machado y Alberti –digo estos tres porque coincidieron en ediciones argentinas de esa época que llegaban “de extranjis”–, aquello nos gustó mucho. Pero es que a Federico le fusilaron y Machado fue al exilio. Empezabas a ver que había disfunciones, algo que no funcionaba. Empezó así, con una gran desinformación.

Pero mis “maestros” pertenecían a una generación con ocho o diez años más que la nuestra. Carlos Barral, Castellet, Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo y algunos más que habría que añadir eran la gente de la «inteligentsia» democrática que había en Barcelona (aunque he sabido más tarde que Castellet venía del falangismo, igual que Sacristán, que fue mi jefe en el PSUC (Partido Socialista Unificado de Cataluña), el responsable del sector intelectual). Ellos eran mis admirados amigos mayores, los que cuando yo estaba empezando la universidad, ellos la acababan.

Y luego éramos autodidactas absolutos, con esos libros que nos caían en las manos. En esos años ibas a las trastiendas de las librerías y te encontrabas con todo lo que estaba prohibido, que iba desde «Rojo y Negro» de Stendhal hasta Mao Tse Tung, pasando por el Marqués de Sade. Ahí uno se iba formando su “culturita” de forma autodidacta. Estos libros llegaban, los leíamos, los discutíamos con los amigos, igual que leíamos los libros de Faulkner, Hemingway, Camus, en ediciones mexicanas y argentinas, sobre todo argentinas. La verdad es que no leí de verdad a Marx, Engels y Lenin hasta que fui a París, por los años 1958-59. En la librería del Partido Comunista, la Librairie du Globe, compré las ediciones multilingües que editaba la Unión Soviética.

Reconozco que andaba muy perdido, sabía que era antifranquista visceralmente, intuitivamente, y por sensibilidad estética, pero no tenía un pensamiento bien vertebrado. Éramos sartrianos, eso sí. Mi generación fue toda existencialista; Sartre fue la primera reflexión intelectual seria que influyó mucho en nosotros. Fue, por tanto, una formación autodidacta, a salto de mata, desordenada, incompleta, frágil, pero sí, mirábamos a nuestros mayores, a este grupo de Gil de Biedma, José Agustín Goytisolo, Castellet, y luego ya, cuando ingresé en el PCE, a Sacristán porque era orgánicamente mi superior jerárquico.

La Guerra Civil es un trauma fundacional en mi caso: tenía una parte materna franquista y una parte paterna republicana. Nosotros nos identificamos con mi padre porque era un padre liberal y tolerante al cual queríamos. Mi padre era el hombre débil, derrotado y comprensivo. Mi madre, en cambio, era la encarnación de la mujer autoritaria católica del franquismo. En la parte paterna teníamos exiliados y en la materna, fusilados. En casa teníamos la sensación de que no se podía hablar de la Guerra. Aunque no la viví, porque de niño me fui a Francia exiliado, ha sido realmente un trauma fundacional que perdura. Mi madre murió hace cuatro años, y el problema de su figura aún no lo he resuelto… he estado con psiquiatras, con depresiones y cosas de ese tipo. La Guerra es una página no cerrada porque mi personalidad ha estado tocada por todos lados. Siento de alguna forma que mi vida ha estado mutilada, salpicada o perjudicada por la Guerra Civil, por el franquismo.

Jaime Camino –que nació en 1936 y, por tanto, no tiene memoria personal de la Guerra, aún menos que yo, que nací en el 34– fue quien me arrastró al tema de la Guerra, que para él es una obsesión personal. He escrito para él varias películas sobre la Guerra Civil. La primera fue «España otra vez» (1968). Jaime había conocido a Alvah Bessie, uno de los perseguidos de McCarthy, en un festival de cine de San Francisco y le fichó para ser co-guionista con nosotros. Viajó a España para ser coguionista, y actor, en un papel menudo, de «España otra vez», que era un homenaje a las Brigadas Internacionales. La película nació del encargo del amante de Manoli Vargas, una flamenca muy famosa y conocida en el mundo del flamenco. El amante le dijo: «quiero que escribas una película para que debute Manoli en el cine». Así se hizo. Luego Jaime escribió con Gutiérrez Aragón y conmigo «Las largas vacaciones del 36» (1975), que es una memoria colectiva de recuerdos que él había oído desde niño. Todos los guiones que he hecho han sido por encargo, incluido el de Mercero para «Espérame en el cielo» (1987), quien me llamó a raíz de «Dragon Rapide» (1986), que fue muy bien comercialmente.

M.P./J.C.I: Se refiere al aspecto literario y, por tanto, quizás al más “legendario” de una época, cuando menciona los nombres de Machado, de Lorca o de la poesía del primer Alberti, y no tanto los de, por poner un ejemplo, Arturo Barea o Max Aub. En el periodo de formación intelectual de su generación, ¿qué se toma realmente prestado del pensamiento de los intelectuales y políticos del exilio republicano que aún están en activo?

R.G.: Viviendo en París se produce mi primer contacto con el exilio. Frecuentaba algunas tertulias de exiliados que se reunían sobre todo en «Le Select» y «Le Dome», en Montparnasse. Allí iba por las noches y conocí a la “fauna” exiliada. Aunque frecuentaba estos ambientes, nunca me involucré mucho. Sí, estuve en algún mitin del Partido Comunista en la Mutualité –con la famosa foto de Lenin, grande, que me impresionaba mucho–, traté a Pellissa, que fue el fundador del PSUC en Barcelona, pero entonces yo no militaba. Frecuentaba, pero sin militar, los medios antifranquistas del exilio. Fue a mi regreso de París cuando ingresé formalmente en el Partido, en el año 60 ó 61.

Me veo a mí mismo como extremadamente inmaduro. Era intelectualmente muy frágil, muy poco formado. Sí, leía lo que me caía en las manos, pero con unas lagunas enormes, con unas deficiencias científicas enormes. Me asombro cuando me hacéis contemplarme a mí mismo, mi ignorancia tan supina en aquella época, mis agujeros negros culturales. Entonces no había educación formal. Recuerdo que fui a unas clases en la Sorbona sobre literatura francesa. Lo mejor fueron las clases que daba una profesora para hacernos leer bien «L’Étranger». Para mí fue una revelación, nunca había leído una novela con aquel método francés tan científico y elegante.

Luego del exilio conocí a Max Aub. Estando en el MIT (Massachussets Institute of Technology), un estudiante de literatura francesa de Harvard, que trabajaba en una tesis sobre la película de André Malraux «Espoir-Sierra de Teruel» (1938-1939), me preguntó si podía contactarlo con el escritor, que se encontraba en México. A través de Ricardo Muñoz Suay conseguí la dirección de Aub y le escribí diciéndole que había un joven que quería entrevistarle. Ante mi sorpresa, cosa que me alabó mucho, Max conocía mis libros –había leído el libro sobre McCarthy– y me escribió una carta muy cariñosa. Me preguntó incluso: «¿No ha visto Vd. nunca el nombre de Buñuel en las listas negras?». Y ahí empecé a colaborar, modestamente, con él. Fui al MOMA a buscar papeles. Allí encontré la carta de dimisión de Buñuel, que nunca se había publicado. Se la envié a Max, y me contestó que no se podía publicar, porque era una carta de circunstancias que había escrito con Iris Barry para salvar la situación y no perjudicar al Museo.

Barcelona, años 60-70

M.P./J.C.I.: Es usted partícipe de una empresa colectiva de elaboración de un espacio público, la “gauche divine”, que sin duda produce una cierta envidia en otras inteligencias españolas. Cita en sus memorias aquella provocación de Carlos Durán, que declara en la revista «Nuestro Cine»: “En el cine de Madrid aparecen como personajes mujeres feas, que dan la sensación de oler mal y que después de la más mínima escena amorosa quedan siempre embarazadas y viven grandes tragedias”. Sin embargo, en escasamente diez o quince años, ese escenario experimenta notables transformaciones. ¿Podría comentarnos sus impresiones sobre la evolución del eje cultural Barcelona-Madrid?

R.G.: Los años 60 fueron años de prosperidad económica mundial y España se modernizó, en la medida en que puede modernizarse un país periférico. Hubo prosperidad, hubo un ministro de Información y Turismo “aperturista” –comparado con la siniestra negrura de donde veníamos–, teníamos el turismo que venía a las playas, y los bikinis. Y teníamos un poco más de dinero, y un poco más de libertad. Y entonces, con ese poco más de dinero y libertad, sacamos mucho provecho, realmente. Diseñadores, editores, arquitectos… todo este conglomerado invertebrado que era la «gauche divine» –porque no había ningún partido ni grupo– era un estado de ánimo, un tejido social, pero teníamos conciencia de que éramos todos burgueses; los que no lo eran, como Vázquez Montalbán, siempre lo vieron con distanciamiento y mucho escepticismo. Esta época fue la de la muy tardía liberación sexual de mi generación. También empezamos a hacer proyectos. Se fundaron Anagrama, Tusquets Editores, y empezaron a funcionar como arquitectos Óscar Tusquets o Ricardo Bofill. Fue una erupción cultural, evidentemente antifranquista, que creó un clima de creatividad e inventiva y de cosa lúdica hedonista muy añorable. Creo que Barcelona nunca ha sido tan creativa. En mi biografía no recuerdo ninguna época tan divertida.

La «Escuela de Barcelona» nació de forma un tanto pintoresca a partir de «Fata Morgana» (1966) y con Vicente Aranda como padre involuntario. «Fata Morgana» surgió de la frustración que le produjo «Brillante porvenir» (1964), una película inspirada en «El gran Gatsby», de Scott Fitzgerald, para la que me ficha como guionista, y que por razones burocráticas apareció como codirigida por ambos. Aranda quedó insatisfecho con aquella película, y decidió que había que dar un viraje hacia un mundo imaginativo, fantástico. De ahí nació «Fata Morgana», que sin que él lo pretendiese, porque no quiso hacer una película programática, se convirtió en un banderín de enganche de todo un estado de ánimo del grupo que formaban Jacinto Esteva, Carlos Durán, Ricardo Bofill, Joaquín Jordá y compañía, que es el núcleo duro de la «Escuela de Barcelona».

También hubo un factor familiar muy importante. El padre de Jacinto Esteva, un riquísimo empresario, fichó a Muñoz Suay –que venía rebotado de Madrid por problemas políticos y familiares– para que le montara una productora, Filmscontacto, en la cual disciplinar a su hijo. De aquí nacieron una serie de películas con el sistema de rotación de roles. Uno hacía de guionista en una, y luego de ayudante, y luego dirigía. Había una especie de fraternidad, una fraternidad lúdica de la cual lamentablemente no pudo participar Néstor Almendros, al que conocimos en esta época.

Con motivo de la aparición del libro de Mirito Torreiro y Esteve Riambau, hace unos años se dio completo un ciclo de películas sobre la «Escuela de Barcelona». Yo, que incluso hice de actor en algunas, que colaboré, que estuve en la periferia, volví a verlas por disciplina. Y es curioso, encontré algo sorprendente: con sus ingenuidades y torpezas, ahí estaba “el aire de los tiempos”. Me asombró, me gustaron y me parecieron más interesantes hace pocos años que cuando fueron realizadas. Con respecto a la polémica citada, Carlos Durán declaró en «Nuestro Cine», efectivamente, que el cine de Madrid era un cine costumbrista, miserabilista, con mujeres feas y sudorosas que olían mal, y que cuando tenían una aventura quedaban preñadas. Eso provocó un cierto “cabreo” en los colegas de Madrid, con los que, por otra parte, teníamos buenas relaciones. Recuerdo que fue un chispazo, pero que marcaba muy bien los terrenos del juego. Como no podemos tener Víctor Hugo, hacemos Mallarmé.

M.P./J.C.I: ¿“El aire de los tiempos” en Barcelona en esa época era para hacer un Víctor Hugo?

R.G.: No, evidentemente no. Además, no había industria en Barcelona, aparte de otras cuestiones. Hubo una famosa entrevista, nunca desmentida del todo, con el entonces director general de cine, José María García Escudero, en la cual se acordó una especie de pacto: «Les daré subvenciones pero no me metan obreros en sus películas». Ese era el mensaje. Y así pasó. Todo se rompió cuando llegó «Liberxina 90» (1971), producida por Films de Formentera, de la que éramos socios Gonzalo Herralde, yo, y algunos más. Ahí la censura la bloqueó. Para entonces ya habían caído Fraga y García Escudero, y estaba en el poder Sánchez Bella. «Liberxina 90» era una película de fantasía-ficción, de una comunidad imaginaria en la cual metían un gas liberador en las cañerías de gas. La gente se desinhibía, y echaba a pique el sistema autoritario. ¿Era libertaria, no?. La película tuvo mil problemas de censura, aunque fue invitada al Festival de Cine de Venecia. Y ahí murió todo.

En esa coyuntura Jaime Camino me dijo: «He pedido una beca para ir a Estados Unidos. Porque esto es irrespirable y no hay posibilidad de hacer nada. ¿Por qué no pides tú una también?». Entonces presenté una solicitud a la Fundación Juan March y me dieron la beca. Allí comenzó mi viaje a América, que luego me condujo a California. Esos fueron años de una gran creatividad que no hay que subestimar. Salieron adelante muchos proyectos en el mundo del diseño, la arquitectura, el cine, la fotografía –la escuela espléndida de fotografía de Colita, Max Pons, etc.–. Es una época gloriosa en lo personal y en lo colectivo.

¿Qué le ha pasado a Barcelona? A Barcelona le ha pasado que ha caído en las garras del cantonalismo «pujolista» y en la autocomplacencia cantonalista, este narcisismo colectivo llamado “nacionalismo” que no comparto. En la época franquista estuve en alguna batalla nacionalista, porque era obligado estar ahí. Hubo un acto que fue juzgado subversivo, fui detenido y pasé un par de noches en la comisaría. Pero, una vez recuperada la democracia, yo no comulgo con los postulados del nacionalismo cantonalista catalán, sinceramente.

Durante el franquismo, Barcelona se erigió en la capital cultural del país porque estaba físicamente lejos del centro del poder, y porque estaba más cerca de Francia. Íbamos a ver cine, a comprar libros… Peregrinar a Barcelona para los madrileños era un acto de liberación. Allí estaba el Mediterráneo, la permisividad, había más información, estaban las editoriales… ¿Qué ocurrió? Ocurrió que en el momento en el que se recuperó la normalidad democrática, Madrid recuperó su rol de capital cultural de un país democrático. El ensimismamiento catalán, más la recuperación del rol político-cultural de Madrid en una España democrática descompensaron la cuestión. Es verdad que en un primer momento, a la altura de los años 1976-77, Barcelona tuvo unas fiestas libertarias muy importantes, de la CNT –Ocaña, Nazario, «Ajoblanco»…–, de esa cultura «underground» muy “fumota”, que yo no llegué a disfrutar porque la “pillé” estando en California y que seguí a través de la revista «Triunfo». Pero todo esto es de corto vuelo comparado con la “movida madrileña”. La “movida madrileña” dura y perdura, y de ahí salen Alaska, Almodóvar y cincuenta cosas más. Se produce una descompensación y Barcelona pierde esta capitalidad que había conseguido durante el franquismo. Paradojas. Pero es el precio por ensimismarte de esa forma cantonalista.

Los exiliados, el cine republicano y la censura

M.P./J.C.I.: Parece inevitable reconocer su trabajo como fundador de la moderna historia del cine en España. Gubern es la persona que hace comprender el cine y su historia a toda una generación, entre finales de los años 60, primeros de los años 70. Más adelante, mientras desaparecen revistas como «Nuestro cine», comienza a aparecer un cuerpo bibliográfico («Godard polémico» (1969), «McCarthy contra Hollywood: la caza de brujas» (1970), «Homenaje a King Kong» (1974), «Cine español en el exilio» (1936-1939) (1976), «Raza: un ensueño del general Franco» (1977), «El cine sonoro en la II República (1929-1936)» (1977)…) que orienta e ilumina el trabajo investigador de las nuevas promociones de historiadores y de estudiosos del cine.

R.G.: En París frecuentaba la Cinemateca todos los días, todos los días. Ahí vi a Dovjenko, Von Stroheim, Jean Vigo, King Vidor, y todas esas películas míticas. Me iba con el “bocata” y en una tarde me “zampaba” tres o cuatro películas. En unos cuadernos de tapas rojas, que aún conservo, tomaba mis notas. Cuando llegué a España, un editor que conocía me dijo: “¿Por qué no haces una historia del cine?”. Entonces invertí el capital de conocimiento adquirido en «Historia del cine».

Pero, quiero aclarar que empiezo a ocuparme seriamente del cine español cuando está acabando el franquismo. Mi primer libro importante sobre esta temática es «Cine español en el exilio», escrito con Franco todavía vivo. Se trata de un libro que me dio muchísimo trabajo, en el que me ayudó Muñoz Suay dándome muchas pistas. Mis iniciales libros sobre la historia del cine español fueron, de manera significativa: primero, «Cine español en el exilio (1936-1939)»; segundo, «El cine sonoro en la II República (1929-1936)»; tercero, «La censura: función política y ordenamiento jurídico bajo el franquismo (1936-1975)» (1981). Más no se puede decir: los exiliados, el cine republicano y la censura. De modo que mi entrada fue absolutamente ideológica, intencionada, para saldar cuentas pendientes personales, colectivas y del imaginario. Cuando digo que éstas fueron mis primeras incursiones serias en el cine español es un manifiesto ideológico de lo que me importa y de lo que soy.

Por esto digo que no tengo ningún respeto por el cine de los años 40 que está siendo redescubierto, revalorado y releído. Como he padecido el franquismo, y para mí éste iba unido a la imagen de Alfredo Mayo, y de Sainz de Heredia, de Rafael Gil o de Juan de Orduña, por mucho que me digan: «No, no… es que hay que leerlo entre líneas», yo no puedo leer entre líneas, ni puedo valorarlo. Lo siento mucho. Ya sé que es una mirada subjetiva, pero no puedo. Es como cuando me dicen: «Jarca es muy interesante, porque es un texto homosexual». Bueno, en fin, mire usted, pues será un texto homosexual, pero no me interesa. Punto.

He ido escribiendo sobre cine por dos razones. Una, que no hay que subestimar, es que para vivir hay que trabajar. He escrito mucho porque me han encargado cosas y he dicho que sí; soy de los que acostumbro, en general, a decir que sí. Tengo escritura fácil sobre los temas que me interesan. La otra razón es abarcar ciertos temas que me han ido interesando.

Continuamente estoy trabajando, no paro. Tengo un libro que saldrá en Anagrama el año que viene que se llama «Patologías de la imagen», un libro muy ilustrado, por cierto. Y estoy trabajando en un encargo sobre Valdelomar. Lo hago sin ningún programa. Pero he de decir que tengo cierta angustia, pues tengo la impresión de que todos aquellos temas que me importaba tratar y tenía pendientes ya los he tratado. “Benito” Perojo, por ejemplo, lo he tenido como asignatura pendiente. Cuando murió en 1974, publiqué en «Destino» una modestísima necrológica, reivindicativa de su memoria, en la que apuntaba la idea de que Perojo representaba el ala liberal del cine español. Y me constestó en «Arriba» Arroita Jáuregui: «he leído un artículo de Gubern en «Destino» en el que politiza la figura de Perojo». Entonces, me dije: «A este tío un día le quiero contestar». Por tanto, Perojo («Benito Perojo. Pionerismo y supervivencia», 1994) fue una espinita que he guardado desde el año 74, y que salió en el 94. En el fondo, «Patologías de la imagen», que saldrá ahora, es un poco una prolongación de aquel libro de Akal sobre «La imagen pornográfica». Porque allí se hablaba de la imagen militante, de la imagen sagrada, en fin. De modo que ahora tengo una percepción, espero equivocada, que me angustia un poco. Como decía también Buñuel, cuando te dicen, “haga usted lo que quiera”, es cuando te empiezas a desestabilizar. No veo en estos momentos horizontes de intereses novedosos, porque creo haber saldado cuentas con los sectores pendientes que tenía en mi intelecto.

La «cultura de masas»

M.P./J.C.I.: Afirmaba antes que desde el cine se abre un abanico de preocupaciones por la cultura de la imagen, y desde allí por la “cultura de masas”, en un sentido amplio. Un ámbito en el que podrían incluirse investigaciones y ensayos de los que no hemos hablado, como «Mensajes icónicos en la cultura de masas» (1974), «La mirada opulenta. Exploración de la iconosfera contemporánea» (1987), «El simio informatizado» (1987), «Del bisonte a la realidad virtual» (1996), «El eros electrónico» (2000), o, el próximo en salir a la luz, «Patologías de la imagen». Parece ser que esta faceta ha calado hondo en América Latina…

R.G.: Cuando empieza a llegar la semiótica y la influencia del estructuralismo a España, y a raíz del mencionado encargo de Vázquez Montalbán, es cuando, por primera vez, de una forma muy torpe y rudimentaria, intento formular una teoría holística de la cultura de la imagen. Con una torpeza extrema porque para más colmo salió con erratas y fotos mal puestas.

Más tarde, fue el dibujante de «comics» Enric Sió quien, en ese clima de la «gauche divine», me propuso hacer un libro teórico sobre el lenguaje de los «comics» que empezó a publicarse por entregas en una revista llamada «Imagen y sonido». De estas entregas salió «El lenguaje de los comics» (1972) que, siempre lo he dicho y nunca lo he ocultado, fue fruto de las proposiciones de Enric, de mis lecturas y de sus inspiraciones e insinuaciones, en buena parte. El libro tuvo muy buena fortuna porque no había nada en el mercado similar, hasta el punto que se tradujo en Italia. Se trató, sin duda, de un libro influyente. Y no sólo en Italia, se ha citado en inglés y francés también.

Tuve una cierta etapa de interés por la semiótica, por la “moda” de las ciencias del lenguaje aplicadas a la comunicación. Participé en esa corriente porque es lo que se llevaba en ese momento, y queda huella de este periodo en algunos libros míos. Por tanto, ensanchamiento del interés del cine hacia la imagen, a través del artículo que me encarga Vázquez Montalbán, luego el libro de los «comics» y después, estando en Estados Unidos, en el MIT, escribo «Mensajes icónicos en la cultura de masas», libro también traducido al italiano y reeditado en Italia, muy liminar, novedoso, porque en este momento España era el desierto. A partir de ahí vino mi interés por la publicidad, los carteles…

«El simio informatizado» tiene también su prehistoria, como todo. Y la voy a explicar sin ningún sonrojo. Se convocó el Primer Premio de Ensayo de Fundesco, que quedó desierto. Entonces Obdulio Martín Bernal me llamó por si quería presentar algo a la siguiente edición. Sin decirme “lo ganarás”, esto quiero que quede claro. Entonces le di vueltas. A mí me empezaron a interesar los estudios de etología estando en California. Allí conocí e hice cierta amistad con el Premio Nobel de Biología Max Delbrück. Charlando con Max, empecé a interesarme por la etología y a leer a Konrad Lorenz, por indicación suya, y otras cosas, como «El mono desnudo», de Desmond Morris. Me interesaba el animal humano, desde el prisma de mamífero vertebrado, en su relación con las nuevas tecnologías. Presenté el ensayo al Premio en septiembre, porque lo escribí durante el verano. No tenía ninguna garantía de ganar, la prueba es que en las votaciones la competencia fue muy pareja con un trabajo de Sáez Vacas. Finalmente gané yo, con un jurado presidido por Laín Entralgo, quien me felicitó porque le había gustado mucho el libro.

En mi bibliografía se adivina una serie de líneas que he ido siguiendo: «El simio informatizado» continúa, de alguna forma, en «El bisonte y la realidad virtual», libro que se prolonga a su vez en «El eros electrónico», y que han tenido, todos ellos, una grandísima acogida en América Latina. Es más, «El simio informatizado» está puesto en la Red. Me lo han pedido tantas veces, que finalmente ha sido escaneado y está ahora en Internet. «El bisonte y la realidad virtual» y «El eros electrónico» –de este último, incluso, han hecho en México una edición en tapas blandas, más barata, para los estudiantes– están ya en su tercera reedición. Y «El simio informatizado» hizo unas cuantas reediciones, que no las cobré, porque ya había cobrado un premio. Pero es evidente que hay una demanda sobre el tema de las “nuevas tecnologías”.

«El bisonte y la realidad virtual», que parte de esta mirada etológica, tiene una historia muy atípica, que no he contado nunca. Al final de mi estancia en Roma, empecé a estar muy preocupado, a deprimirme, porque el Cervantes funcionaba fatal –y sigue funcionando fatal, creo– y por el parón que se produce en mi producción intelectual y científica, por mi papel de burócrata, sumergido en temas administrativos. El noventa y ocho por ciento de mi trabajo en Roma era trabajo burocrático. Eso me pesaba. Yo, que he estado en tratamiento, empecé a notar entonces síntomas de depresión. Y me dije, «a esto hay que ponerle freno». De modo que me puse a escribir un libro como terapia antidepresiva. Escribí más de la mitad del libro en Roma y lo acabé al llegar a Barcelona. De modo que ves lo muchos caminos que conducen a un libro. Un libro que comienzas para defenderte de la depresión y acaba siendo un libro exitoso.

Una carrera científica a cuestas

M.P./J.C.I.: Llega a afirmar en sus memorias que su trabajo en la universidad española ha sido una degradación profesional…

R.G.: Toda mi carrera científica la he hecho al margen de la universidad. Sin una beca, ni una ayuda, ni una desgravación. Todos mis libros e investigaciones me los he pagado yo. Y si ha habido que hacer viajes adonde fuere, me he pagado el viaje yo. Es decir, que a la institución académica no le debo ni un céntimo. En un reciente congreso en Alemania me dijo el organizador: «Debes de trabajar con un eficaz equipo». Y le contesté: «No, no, lo hago todo yo solito». Se quedó sorprendidísimo porque los cuarenta folios que les di sobre vanguardia y jazz, llenos de datos y cosas, tumban de espaldas.

Ante esta situación, no puedo ser un gran enamorado de la institución. Me he sentido “castigado”, los treinta años reconocidos por la institución no me han dado ninguna ventaja; o sí, un levísimo incremento de sueldo. En mi despacho de la universidad no tengo ni un ordenador, ni un fax; tengo un teléfono que funciona y punto. No voy a hacerme ahora el despechado y el herido. No se trata de eso. Pero me he sentido maltratado por la institución. Yo no puedo dar mal mis clases porque me gusta enseñar. Aunque ahora me cansa cada vez más físicamente porque tengo 69 años y tengo hipertensión arterial. Me gusta enseñar y disfruto enseñando. A mí la universidad me gusta, y me gusta mucho. Y la prueba es que mis alumnos están muy contentos conmigo, me quieren y me lo dicen cuando viajo por España. «¿Te acuerdas, Gubern? ¡Qué buen recuerdo tengo de ti!». Me lo dicen continuamente, por qué no admitirlo. Pero no me he sentido correspondido por la institución académica en el esfuerzo que le he dedicado a mi carrera científica, que me la he hecho yo solito.

M.P./J.C.I.: ¿Cómo ha imbricado su trabajo como guionista de diez largometrajes o como director o asesor de varias series televisivas con sus trabajos de investigación en cine y comunicación?

R.G.: Nunca lo he buscado. Así como los libros han nacido por «motus proprio», porque he querido hacerlos, mis trabajos con la industria me los han encargado siempre. Vicente Aranda llega del exilio de Venezuela y me llama para hacer un guión, Jaime Camino me llama para hacer varios. Mercedes Odina que fue alumna mía, me llama, y me pide ayuda para hacer la serie «Los años vividos» (TVE, 1991). Con lo último que he hecho, la serie sobre la vanguardia «El ojo y la palabra», también ocurrió algo similar (TVE, 2003). El día que yo presenté en la Residencia de Estudiantes «El proyector de luna» (1999) estaba Javier Martín Domínguez, de los canales temáticos de TVE. Al acabar nos fuimos a cenar un grupito y se me puso al lado. Y me fue insistiendo un tiempo. Es decir, que nunca he propuesto un proyecto mío de audiovisual. Por una razón, porque el funcionamiento de la industria es extremadamente complejo. Recuerdo que Zavatini me dijo: «Con lo cómodo que es escribir guiones en el despacho. Entras en un plató y es como un ejército». Me identifiqué mucho con lo que me contaba Cesare, en este aspecto. Yo soy más de gabinete, de archivos.

Dicho esto, también me ha sido muy útil, porque me considero, en frase de Bela Balázs, un “teórico con manos”. Yo me siento muy escéptico, a veces, ante los colegas que son teóricos sin manos, porque las manos te retroalimentan, naturalmente. Hay un bucle que te retroalimenta. La experiencia de hacer te ilumina sobre lo que son las cosas. Y te ayuda a entenderlas mejor. En nuestras facultades, por desgracia, tenemos colegas que sólo saben lo que han aprendido en los libros, y no han pisado nunca un plató, ni una redacción de radio. La figura del catedrático de cirugía que nunca ha operado me pone la piel de gallina. Entonces me encanta haber sido un practicante del oficio, porque esta práctica –aparte de que de algunas cosas que he hecho, de algunos trabajos, esté particularmente orgulloso– me ha iluminado en mi trabajo como teórico.

Artículo extraído del nº 58 de la revista en papel Telos

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Juan Carlos Ibáñez