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La libertad de expresión y el derecho a la información


Por Manuel Jiménez de Parga y Cabrera

Desde que el Tribunal Constitucional comenzó su andadura, su función, los límites de su jurisdicción y su misma organización han sido objeto de debate, tanto en el ámbito propiamente jurídico, como en el político debate al que no son ajenos los medios de comunicación. La polémica resurge o se renueva ante cada decisión del Tribunal con transcendencia en la propia organización del Estado, o en las decisiones relativas a los valores superiores del Ordenamiento Jurídico del Estado.

Un Estado Social, Democrático y de Derecho. En el Título Preliminar de la Constitución Española (CE), concretamente en su artículo 1, se proclama la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. También se comentan las Sentencias que resuelven quejas de ciudadanos para la tutela de las libertades públicas y derechos fundamentales.

El artículo 1 de la LOTC define al Tribunal Constitucional como el intérprete supremo de la Constitución, independiente de los demás órganos constitucionales y sometido sólo a la Constitución y a la Ley orgánica que lo regula.

Como ya expuso el primer Presidente, Manuel García Pelayo, en su discurso pronunciado en el acto de la constitución solemne del Tribunal Constitucional el día 12 de julio de 1980, además de ser el Tribunal Constitucional el único órgano en cuyo nombramiento se integran, junto con la Corona, todos los órganos constitucionales, el Tribunal Constitucional juzga con arreglo a criterios y razones jurídicas sobre controversias jurídicamente formuladas; tales controversias «hacen referencia siempre, de una u otra manera, a las limitaciones constitucionalmente establecidas al poder, al ámbito de acción libre de los distintos órganos que integran el Estado y que son, en consecuencia, controversias políticas en cuanto que la disputa sobre el ejercicio y el uso del poder constituye el núcleo de la política». En otro momento de este discurso el Presidente afirmó: «si (…) la jurisdicción constitucional es un desarrollo lógico y un perfeccionamiento técnico de la idea del estado de Derecho, esta jurisdicción implica necesariamente un alto grado de sumisión de la política al Derecho. Asegurar esta sumisión y no producir decisiones políticas en forma jurisdiccional es la delicada y alta tarea que se nos ha encomendado. Para llevarla a cabo con éxito se necesita, ciertamente, de nuestro propio esfuerzo, pero también, sin duda, de la sincera colaboración de todos los actores de nuestra vida política».

Una jurisdicción delicada

La jurisdicción constitucional presenta, en consecuencia, un carácter más delicado que la jurisdicción de otros Tribunales de justicia, por cuanto, como órgano encargado de controlar las decisiones del legislador desde el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, corre el riesgo de interferir en «la libertad de conformación del legislador». La depuración que efectúa el Tribunal Constitucional de las decisiones del Poder Legislativo, pero también de las decisiones judiciales, que resulten incompatibles con la Constitución no puede incurrir en excesos que supriman o restrinjan las funciones que la propia Constitución encomienda al Poder Legislativo y al Judicial. Es cierto que el control de constitucionalidad de las leyes, desde el principio de la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos (art. 9.3 CE), no es propiamente un control de las decisiones legislativas sino de las razones que en las mismas se justifican, pero tales razones son normalmente de oportunidad política, y no razones jurídicas, por lo que se hace difícil su enjuiciamiento al intentar desentrañar qué es lo jurídicamente controlable, especialmente en casos límite.

El propio Tribunal Constitucional ha manifestado que el juicio de constitucionalidad «no puede confundirse con un juicio de intenciones políticas, sino que tiene por finalidad el contraste abstracto y objetivo de las normas legales impugnadas con aquéllas que sirven de parámetro de su constitucionalidad. Sin perjuicio de la competencia de este Tribunal para apreciar si la norma enjuiciada se ajusta a los valores y principios constitucionales, el concreto objetivo político que con ella pretenda conseguir el legislador no es cuestión que incumba a este Tribunal, sino más bien problema de simple valoración política, que debe plantearse y debatirse en otros momentos y en otros foros, conforme a las reglas democráticas de la acción y la crítica política» (STC 239/1992).

Todo ciudadano, como sujeto con derechos y obligaciones frente al Estado y frente a la sociedad, debe conocer la realidad política, jurídica y social en la que está inmerso, el contenido de aquellos derechos y obligaciones y los mecanismos de los que dispone para la defensa de sus derechos, así como de las consecuencias que le puede acarrear el incumplimiento de sus obligaciones.

Esta tarea debe, en efecto, llevarse a cabo directamente por los poderes públicos de una manera neutral, sin intereses partidistas u oportunistas, a través de los instrumentos –que son muchos– de los que dispone e, indirectamente, haciendo efectivo y garantizando el derecho fundamental a la información de los ciudadanos a través de los medios de comunicación no sólo de manera formal, sino facilitando la comprensión para todos y cada uno de los ciudadanos de lo que es el Estado, cómo se organiza y el conocimiento de los hechos relacionados con el funcionamiento de los órganos e instituciones públicas y el comportamiento público de sus responsables, elegidos democráticamente, para que sea realmente efectivo el derecho fundamental, reconocido en el art. 23.1 CE: «los ciudadanos tienen el derecho a participar en los asuntos públicos, directamente o por medio de representantes, libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal».

Consolidación de un Estado de Derecho

La educación política es fundamental para la convivencia, pero tal educación no se lleva a cabo exclusivamente a través del principio de autoridad, sino que exige que el ciudadano pueda expresarse con libertad, plantear sus problemas y obtener respuestas a los mismos, así como obtener la protección del Estado frente a los excesos de poder que violan sus derechos reconocidos constitucionalmente.

Hace años, en abril de 1966, escribí en la revista Destino: «Antonio Machado intuye también que la actividad política corre el riesgo de presentarse enmascarada al gran público como si fuera una conducta de otra clase. Juan de Mairena que no aconseja el apoliticismo a los jóvenes se explica así: «Vosotros debéis hacer política, aunque otra cosa os digan los que pretenden hacerla sin vosotros, y, naturalmente contra vosotros. Sólo me atrevo a aconsejaros que la hagáis a cara descubierta: en el peor caso, con máscara política, sin disfraz de otra cosa, por ejemplo: de literatura, de filosofía, de religión. Porque de otro modo contribuiréis a degradar actividades tan excelentes, por lo menos, como la política y a enturbiar la política de tal suerte que ya no podamos nunca entendernos»».

La condición del Tribunal Constitucional como órgano jurisdiccional superior en materia de garantías constitucionales (art.123.1 CE) le permite llevar a cabo el deber de todos los poderes públicos de «educar políticamente» al ciudadano, si bien no actúa por propia iniciativa y sólo entiende de cuestiones planteadas y resolubles en términos jurídicos. Sus decisiones en materia de derechos fundamentales y libertades públicas han tenido y tienen una importancia extraordinaria.

Desde su primera resolución el Tribunal Constitucional español ha ido contribuyendo de forma decisiva a la consolidación del Estado de Derecho, tras la Constitución de 1978, garantizando que en el ejercicio de sus funciones los poderes públicos no se desvíen de las normas constitucionales que las regulan; marcando el camino a seguir a los demás órganos del Estado, especialmente al legislativo y judicial en la defensa de los derechos constitucionales y libertades públicas; y ha llevado directamente a la generalidad de los ciudadanos el conocimiento no sólo de ser titulares de los derechos que la Constitución les reconoce, sino de que éstos son reales y efectivos, contribuyendo a la formación de una «Sociedad democrática avanzada».

Las decisiones del Tribunal Constitucional han sido especialmente notables en materia de libertades de expresión e información y medios de comunicación. El proceso informativo tiene una importancia capital en la educación política del ciudadano, a la vez que incide decisivamente en aspectos de la actividad de los órganos del Estado e instituciones públicas, al ser un proceso en el que nos encontramos implicados todos: poderes públicos, ciudadanos, empresas mediáticas y profesionales de la información.

La libertad de expresión, la libertad de información son derechos de libertad (esta es su finalidad, es la realización de la personalidad individual). La jurisprudencia constitucional ha ido subrayando progresivamente su funcionalidad democrática, en el sentido de que ambas libertades gozan de protección constitucional en cuanto contribuyen a la formación de una opinión pública libre. Siempre que la opinión no sea infamante o la información no sea falsa (expresada por un sujeto), lo determinante para que obtenga la tutela constitucional es su contribución a la formación de una opinión pública libre, opinando o informando sobre asuntos de relevancia pública o de interés colectivo.

Una prolongada jurisprudencia

Así, el Tribunal Constitucional ha afirmado expresamente en diversas ocasiones (SSTC 6 /1088, 171 y 172/1990) que no es ni información ni noticia aquella narración de hechos que defrauda el interés colectivo o que carece de un fin informativo, como los rumores, insidias, insultos y vilipendios (SSTC 6/1988, 105/1990, 171 y 172/1990, 214/1991 y 223/1992). Es más, aun cuando hubieren sido emitidas con finalidad informativa, no se les otorga protección constitucional a las narraciones falsas o tendenciosas, las realizadas con fin de infamar, las que revelan la intimidad de las personas o las que vulneran principios y bienes jurídicos como la buena fe, la seguridad del Estado o el buen funcionamiento de las instituciones públicas (SSTC 81/1983, 51/1985, 6/1988, 14371991 y 42/1995).

Mediante lo que se denomina «la técnica de la ponderación de bienes» el Tribunal Constitucional ha ido delimitando y concretando el haz de facultades y poderes jurídicos que la CE reconoce para la garantía de la libertad de difusión y recepción de mensajes; esto es la ponderación de los derechos y bienes que entran en conflicto, que normalmente son la libertad de expresión o información frente al derecho al honor y a la intimidad; y esta ponderación exige averiguar si concurren las circunstancias necesarias para afirmar que la libertad de expresión o información, esto es, el mensaje en cuestión ha servido al fin por el cual se le otorga protección constitucional: su contribución a la formación de una opinión pública libre. Exigiendo previamente que la información sea proporcionada por una persona veraz.

También el contenido de la libertad de expresión e información se ha ido modulando en función del sujeto emisor o receptor de las opiniones o de las informaciones y de la materia. El Tribunal Constitucional ha definido sus límites implícitos respecto de los profesionales de los medios de comunicación: los periodistas, a los que se le exige un especial deber de diligencia, al tiempo que se les reconoce el derecho al secreto profesional y la cláusula de conciencia.

El deber de diligencia del periodista vendría a consistir, según se ha expuesto en la STC 105/1990, en la comprobación de la información según los cánones de la profesionalidad informativa. Al respecto, se ha apuntado que la veracidad de la información no coincide con la exactitud de la misma, no se protege únicamente la narración de hechos verdaderos o judicialmente probados, pues en tal caso no habría libertad de información posible. El comportamiento diligente se da cuando la información ha sido suficientemente contrastada, aunque contenga datos inexactos o erróneos. Hay que tener en cuenta en este punto la doctrina del «reportaje neutral», elaborada por el Tribunal Constitucional, según la cual, se ejerce la libertad de información cuando la información transmitida sea la literal y fiel reproducción de lo escrito o dicho por un tercero, en cuyo caso la veracidad se limita a la prueba de que lo transcrito es la fiel reproducción de lo escrito o dicho por tercero y se puede dar razón de la identidad del autor de lo transcrito.

El secreto profesional del periodista a no revelar sus fuentes de información no ha sido objeto de regulación expresa, deriva directamente de la Constitución y entra en colisión con otros bienes e intereses constitucionalmente protegidos.

La cláusula de conciencia, reconocida en el art. 20.1 d), ha encontrado desarrollo legislativo en nuestro Ordenamiento con la Ley Orgánica 2/1997, de 19 de junio. Y ha sido objeto de tratamiento por el Tribunal en distintas resoluciones (SSTC 199/1999 y 225/2002). En virtud de tal cláusula, los profesionales tienen derecho a solicitar la rescisión de su relación jurídica con la empresa de comunicación para la que presten sus servicios, ya cuando se produzca un cambio sustancial de orientación informativa o línea ideológica en el medio, ya cuando la empresa los traslade a otro medio del mismo grupo, que por género o línea suponga una ruptura patente con la orientación profesional del informador. El ejercicio de este derecho da lugar a una indemnización, que no será inferior a la pactada contractualmente o, en su caso, a la establecida para el despido improcedente.

Sin embargo, no sólo el honor y la intimidad, límites clásicos, y los demás derechos constitucionales reconocidos en el Título Primero de la CE, constituyen los límites del art. 20 CE, sino también se han considerado tales la dignidad de ciertos colectivos (pueblo judío, STC 214/1991) o las víctimas del nazismo (STC 176/1995), la seguridad exterior e interior del Estado, que puede ponerse en riesgo cuando se produce una destrucción del prestigio de las instituciones democráticas (STC 51/1985), el respeto a la autoridad e imparcialidad de los órganos judiciales ( STC 46/1998) y los actos de los mismos jueces.

La publicidad de actuaciones

El art. 120 CE establece que las actuaciones judiciales serán públicas, con las excepciones que prevean las leyes de procedimiento. También prescribe que las Sentencias sean siempre motivadas y se pronuncien en audiencia pública.

La transmisión a la opinión pública del desarrollo y contenido de las actuaciones de los Tribunales entra, prima facie, dentro del marco protector del principio proclamado en el art. 120.1 CE, sobre la publicidad de las actuaciones de los Tribunales. La información sobre Tribunales pone en comunicación al ciudadano con la actividad de estos órganos y con la compleja realidad a la que se refiere, ya sea política, económica o relativa a conflictos entre ciudadanos o entre ciudadanos y poderes públicos, y supone hacer efectiva la democratización de la sociedad, facilitando su difusión el control de ésta sobre el ejercicio de sus funciones.

Ahora bien, al estar implicados en el desarrollo del proceso diversos ámbitos de la realidad, la información puede afectar a los derechos fundamentales de las personas que intervienen en el proceso, pero también puede menoscabar la independencia e imparcialidad de los Tribunales mediante lo que ha dado en denominarse «juicios paralelos», creando en la opinión pública un estado de opinión concreto relativo al resultado del proceso en un espacio diferente al establecido legalmente; juicios paralelos que pueden ir acompañados de críticas al juez o miembros del Tribunal, que van más allá de la crítica profesional o jurídica, adentrándose en el terreno personal, que ponen en duda su imparcialidad por razones ideológicas, políticas o de otra índole.

Conviene señalar la singular posición que, acerca de los límites de la libertad que ampara el art. 10 del Convenio de Roma, ha atribuido el Tribunal Europeo de Derechos Humanos a quienes ejercen la jurisdicción. Así, insiste en el papel esencial de la prensa en una sociedad democrática que «si no debe rebasar ciertos límites, especialmente en cuanto a la reputación y los derechos de otro, le incumbe comunicar, dentro del respeto a sus deberes y responsabilidades, informaciones e ideas sobre todas las cuestiones de interés general, comprendidas incluso aquellas que conciernen al funcionamiento del poder judicial» (caso Haes et Gijsels c. Belgica, Sentencia 24-2-97). Pero el TEDH afirma que «la acción de los Tribunales, que son garantes de la justicia y cuya misión es fundamental en un Estado de Derecho, tiene necesidad de la confianza del público y también conviene protegerla contra los ataques carentes de fundamento, sobre todo cuando el deber de reserva impide a los Magistrados reaccionar». Por eso el TEDH señala, de conformidad con el párrafo 2 del citado art. 10 del Convenio, que «en ésta, como en otras materias, corresponde en primer lugar a las autoridades nacionales juzgar acerca de la necesidad de una injerencia en el ejercicio de la libertad de expresión». Y este límite deriva del párrafo segundo del citado art. 10 del Convenio, el cual permite «restricciones… que constituyan medidas necesarias en una sociedad democrática»; entre otros supuestos, «para garantizar la autoridad y la imparcialidad del poder judicial» en «la confianza del público» a la que la misma Sentencia citada se refiere. Por lo cual los límites fijados en vista de «la protección de la reputación o los derechos de otro» (Sentencia en el caso Jersild, de 23 de septiembre de 1994) pueden referirse también a la crítica de las resoluciones judiciales cuando afecte directamente al honor del juez, el cual queda así en posición distinta de la de los particulares e incluso respecto de otras autoridades, por efecto de aquella necesidad de la confianza del público que es el fundamento de su auctoritas social.

Los juicios paralelos

El Tribunal Constitucional ha tratado el tema de los juicios paralelos en sus SSTC 6/1996, 136/1999, 187/1999, 64/2001, 65/2001, 66/2001, 69/2001, entre otras, y ha declarado: «la Constitución brinda un cierto grado de protección frente a los juicios paralelos en los medios de comunicación». Ello es así, en primer lugar, por «el riesgo de que la regular Administración de Justicia pueda sufrir una pérdida de respeto y de que la función de los Tribunales pueda verse usurpada, si se incita al público a formarse una opinión sobre el objeto de una causa pendiente de Sentencia, o si las partes sufrieran un pseudojuicio en los medios de comunicación» [ATC 195/1991; en este mismo sentido, se han pronunciado las Sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 26 de abril de 1979 (asunto Sunday Times, § 63) y de 29 de agosto de 1997 (asunto Worm, § 54)]. Pero, sobre todo, la protección frente a declaraciones en los medios de comunicación acerca de procesos en curso y frente a juicios paralelos se debe a que éstos no sólo pueden influir en el prestigio de los Tribunales, sino muy especialmente, y esto es aquí lo relevante, que pueden llegar a menoscabar, según sea su tenor, finalidad y contexto, la imparcialidad o la apariencia de imparcialidad de los Jueces y Tribunales.

La publicación de supuestos o reales estados de opinión pública sobre el proceso y el fallo puede influir en la decisión que deben adoptar los Jueces, al tiempo que puede hacer llegar al proceso informaciones sobre los hechos que no están depuradas por las garantías que ofrecen los cauces procesales. Es más, a nadie se le oculta que la capacidad de presión e influencia es mucho mayor cuando las declaraciones vertidas en los medios de comunicación sobre procesos en curso corresponden a miembros destacados de los otros poderes del Estado. Por ello, al darse esas circunstancias, se conculca el derecho a un proceso con todas las garantías, incluso sin necesidad de probar que la influencia ejercida ha tenido un efecto concreto en la decisión de la causa, pues, por la naturaleza de los valores implicados, basta la probabilidad fundada de que tal influencia ha tenido lugar (Sentencia del TEDH, caso Worm, § 54).

Congruente con este planteamiento es nuestro criterio, ya sentado en el ATC 195/1991, que la protección que la Constitución dispensa frente a los juicios paralelos «se encuentra contrapesada (…), externamente, por las libertades de expresión e información que reconoce el art. 20 CE (…); internamente (…), encuentra límites dentro del propio art. 24 CE, porque la publicidad no sólo es un principio fundamental de ordenación del proceso, sino igualmente un derecho fundamental (inciso 5º del art. 24.2 C.E.)». De ahí que, si bien la salvaguarda de la autoridad e imparcialidad del poder judicial puede exigir la imposición de restricciones en la libertad de expresión (art. 10.2 CEDH), ello no significa, ni mucho menos, que permita limitar todas las formas de debate público sobre asuntos pendientes ante los Tribunales (Sentencia del TEDH, caso Worm, § 50).

Artículo extraído del nº 58 de la revista en papel Telos

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Manuel Jiménez de Parga y Cabrera