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Los hechos no son libres, ni las opiniones sagradas


Por Luis Núñez Ladevéze

La tajante distinción, corrientemente admitida en la actividad periodística como una diferencia obvia, es una aplicación de la distinción, axiomática para el positivismo entre "hechos" y "valores". La dificultad de encontrar una delimitación clara de la "objetividad informativa" es consecuencia de los problemas que surgen cuando, al examinar los textos periodísticos, se pretende aplicar esa distinción, entre "hechos" y "opiniones". A pesar de las dificultades, es necesario superar el escepticismo acerca de la distinción. Para el autor la distinción o la confusión entre información y opinión es un caso de aplicación adecuada o incorrecta de reglas de construcción textual y contextual.

A los organizadores de este Congreso nos pareció que ningún rótulo más significativo que el de «Pasado, presente y futuro de la libertad de expresión» para conmemorar el vigésimo quinto aniversario de la Constitución española en una Facultad de Humanidades y Ciencias de la Comunicación que, a su vez, deseaba también festejar el décimo aniversario de su fundación como centro de una Universidad privada (01). Tratándose de la «libertad de expresión» y de una facultad en la que la comunicación en general, y el periodismo en particular, constituyen el eje de sus enseñanzas, no es necesario invocar ningún motivo especial para justificar la selección de este tema para celebrar conjuntamente ambos aniversarios. Pero vivimos tiempos curiosos en los que la mentalidad postmoderna se alimenta de toda suerte de paradojas. No es la menor de ellas la ostentosa tendencia de la moda a equiparar las distintas tradiciones cuando esa actitud no es correspondida del mismo modo por las tradiciones equiparadas a la propia. Se confunde esa equiparación con la obligación moral de facilitar la convivencia a culturas diferentes en un mundo ya unificado, es decir, globalizado, como suele decirse en una jerga que expresa el nudo gordiano que unce al yugo de la incoherencia a muchos de los críticos de ese proceso unificador. Porque, para mantener consecuentemente las tesis más relativistas, habría que admitir que la «libertad de expresión» sólo es una opción, entre otras posibles, de regular la convivencia en el seno de una sociedad.

Quienes invocamos, al organizar este Congreso, el principio de la libertad de expresión como motivo para celebrar las bodas de plata de la Constitución española partimos del supuesto de que no todos los principios son equiparables, y que algunos, concernientes a los derechos primordiales de los hombres, son además irrenunciables. El tránsito pacífico, moderado, conscientemente asumido por una ciudadanía que deseaba llegar a la democracia por las vías del consentimiento mutuo, de la concordia, desde una Ley de Prensa al artículo 20 de la Constitución Española, es lo suficientemente meritorio como para no ceder a la versión relativista del multiculturalismo. Los derechos humanos, y el de la libertad de expresión lo es, se aplican universalmente a todos y cada uno de los hombres en tanto miembros de una misma especie. En nuestro país conocemos desgraciadamente por experiencia, sin embargo, la diferencia que media entre convivir pudiendo ejercer ese principio libremente o tener que sufrir su amputación coactiva por decisión de quienes lejos de limitarse a no respetarlo en el trasfondo de sus convicciones, están además dispuestos a convertir la vida humana del disidente en moneda de cambio de sus mesianismos políticos.

Con el fin de proporcionar la más amplia cobertura al estudio del derecho fundamental a la libertad de expresión, el Congreso divide sus sesiones en áreas temáticas, que se refieren al Derecho de la Información, la Opinión Pública, la Teoría de la Comunicación, la Redacción y la Televisión y Nuevas Tecnologías. Gracias a la colaboración de Fundación Telefónica es posible la edición de un número especial de la revista TELOS en cuyo Cuaderno Central se recogen algunas de las ponencias y principales contribuciones expuestas en el Congreso. Esa misma colaboración permite la difusión simultánea del Congreso por Internet, así como la instalación de pantallas para establecer conexiones de videoconferencia y experimentar nuevas formas de relación mediante el uso de la más reciente tecnología audiovisual.

1. Los hechos son sagrados, las opiniones libres

Si al principio comencé aludiendo a los peligros que las interpretaciones radicales que reducen el multiculturalismo a un mero relativismo suponen para el mantenimiento de una concepción universal de los derechos humanos (¿qué significado puede tener una doctrina para la que los derechos humanos no puedan ser predicados universales?) (02) , ahora voy a referirme a un tema de discusión que subyace a esa pretensión a mi modo de ver contradictoria.

Una de las distinciones principales de la práctica periodística es la que separa «información» de «opinión». Es tan obvia, y tan próxima, que se explica que también sea frecuente y generalizada. Incluso, aunque no se comparta una teoría representativa del significado, no parece sensato poner en duda que en la economía del lenguaje puedan subsistir dos palabras tan frecuentes y de significados tan diferenciados que carezcan de función designativa o referencial. Es obvio, o al menos a mí me lo parece, que «opinar» es algo distinto de «informar» y resultaría vano tratar de negar que haya distinción entre una cosa y la otra.

Aceptado como punto de partida que existe una diferencia entre «informar» y «opinar», lo que importa, y lo que a la hora de la verdad se discute, es si es posible que se pueda dar una sin la otra o en qué grados se da esta distinción en la práctica. Es decir, si, al hablar y exponer nuestras opiniones, no nos valemos para hacerlo de suministrar información y si, al suministrar informaciones, no lo hacemos generalmente para expresar nuestras opiniones. O si en la tarea del periodista se puede separar tajantemente la actividad de informar de la de opinar, o viceversa. En la práctica profesional se ha impuesto, no obstante, una especie de eslogan, de procedencia anglosajona y de sustrato positivista, que reza así: «las opiniones son libres, los hechos son sagrados». Resulta curiosamente paradójico, dicho sea de paso, que esta norma de raigambre positivista, que exige al informador que en su trabajo procure por imperativo deontológico prescindir de su subjetividad, se sirva, aunque sólo sea retóricamente, de la consideración de los hechos como de algo «sagrado». En una sociedad que tanto empeño ha puesto al separar una zona de lo público o común de otra privada o subjetiva resulta por lo menos pintoresco que la diferencia entre la información y la opinión, entre la referencia objetiva a los hechos y la exposición subjetiva de criterios, se base en calificar como merecedora de un respeto «sagrado» a la parte objetiva de la distinción. Cualquiera que presuma de algo de perspicacia debería asombrase de que, habiéndose arrinconado en nuestra sociedad la percepción de lo «sagrado» en una alacena de la subjetividad, se califique de «sagrado» el respeto obligado de la «objetividad» de los hechos.

La observación no tiene más pretensión que la de advertir que lo que en apariencia puede resultar diáfano puede no serlo tanto cuando se mira con algo de precaución, incluso aunque se pase por alto el componente valorativo (interpretativo) del lenguaje (03) . Lo que importa no es, por tanto, si hay una diferencia conceptual entre hablar de «hechos» y expresar ideas u opiniones, que por supuesto la hay, sino examinar hasta qué punto esta diferencia puede aplicarse o cómo, de hecho, se aplica. La idea de que hay informaciones que sólo son informaciones, es decir, enunciados sobre sólo hechos es, en principio, atractiva, y refleja una experiencia común: continuamente notificamos a otros las cosas que ocurren, damos cuenta de los acontecimientos que se producen y eso no es «opinar», sino «notificar». Puede decirse, pues, que informar y opinar es algo que hacemos habitualmente y que, con esas palabras, expresamos una actividad corriente. Pero es esa normalidad de ambas acciones lo que resulta confuso. Lo que ahora se plantea es si, por ser tan frecuentes, no son también difícilmente separables, si es posible informar sin opinar u opinar sin informar, si cuando damos alguna información a alguien no opinamos de alguna manera, y si cuando opinamos sobre algo no damos a la vez alguna información (04) .

Un buen síntoma de que esta hipótesis es aceptable es la capacidad analógica contenida en estas dos palabras. Que una palabra tenga un gran potencial de relaciones significa que hay un gran número de otras palabras que pueden usarse para sustituirla en determinados contextos. Eso es lo que ocurre con «informar» y «opinar». Casares (1959) incluye ambas como entradas principales de la parte analógica de su Diccionario, aunque en el caso de «opinión» remite, como analógicamente más amplia, a «juicio». Esto quiere decir que, dependiendo de los tipos de uso y de contextos, las palabras «informar» y «opinar» (o tal vez mejor «juzgar») tienen muchos pretendientes a la sinonimia. Es decir, su significación virtual como elemento de la estructura de la lengua puede actualizarse de muchas maneras en contextos diferentes.

A ese potencial significativo (Halliday, 1982) se añade el que usamos de las palabras teniendo en cuenta el texto o la situación más que su significado. Un ejemplo es la representación que nos solemos hacer de la palabra «cosa». A veces se presenta la información como si hablar sobre los «hechos» fuera hablar de «cosas». Si atendemos al diccionario estas palabras coinciden en el significado potencial, pero sus representaciones habituales son distintas. La diferencia entre la representación que corrientemente hacemos entre «hechos» y «cosas» estriba en que el «hecho» es algo ocurrido, pertenece al devenir; la «cosa» está ahí, inmóvil, espacial. Cuando en periodismo se habla de «atenerse a los hechos» se refiere a atenerse a lo realizado por las personas, es decir, los hechos no son cosas. «Hechos» son ahí acciones humanas impregnadas de acontecimientos in-humanos: accidentes, crímenes, competiciones deportivas, sesiones parlamentarias… En todos esos aconteceres se manifiesta la intencionalidad del hombre y, generalmente, forman parte de planes de acción sobre los cuales tenemos opiniones. Dicho de otra forma, el problema de atenerse a los hechos estriba en que los hechos no se atienen a los hechos, sino que dependen de planes o expresan intenciones. Las informaciones podrían ser todo lo neutrales que se quiera, pero los hechos nunca son neutrales. De aquí que informar neutralmente sobre hechos es un modo de informar sobre lo no neutral. ¿Qué significado tiene ser «neutral» al informar cuando ni las palabras ni aquello de que se informa lo son?

El acto de informar tiene, además, la forma de una acción intencional y esto parece un nuevo inconveniente. La estructura de la acción intencional es idealmente compleja (Cfr. Núñez Ladevéze, 1991). Cuando hablamos de la complejidad ideal no nos referimos a la composición psicológica de la acción, que puede ser simple, sino a su estructura lógica (o composición fenomenológica) (05) . Todo acto intencional de la conciencia es judicativo. Informar es una acción que, como todas, considerada en sentido amplio (es decir, como todo acto noético completo) es intencional, es judicativa: es un acto subjetivo intencional de una conciencia. Y a eso generalmente se le llama «juicio». Si «informar» es en algún sentido «juzgar», la dificultad de que la información sea objetiva resulta obvia.

Algunos críticos del enunciado de que «los hechos son sagrados y las opiniones libres» enfatizan tanto la imposibilidad de establecer una diferencia entre hechos y opiniones que, a veces, su planteamiento puede servir de aliciente a la idea de que si no hay posibilidad de distinción plena entonces lo que hay es información al servicio de: siempre que informamos, juzgamos, por tanto, informamos adaptando nuestra información a nuestra intención, convirtiéndola en instrumento de nuestros dogmas, intereses o ideales, puesto que los demás lo hacen y lo hacen porque es inútil pretender separar unos, los juicios informativos, de otros, los de opinión. El relativismo multiculturalista del que hablaba al principio se disfraza ahora de relativismo informativo. La información no tiene entonces un valor por sí mismo, sino sólo como instrumento de una intención o al servicio de una previa idea de la verdad (Galdón, González Gaitano, Muñoz Torres). Si a lo que estos estudiosos se refieren es a que todo acto de informar es subjetivo por ser una acción noética humana de un sujeto, entonces el modo de decirlo es tan confuso que no es fácil de entender en qué consiste su renuncia a aceptar que se puede informar objetivamente sobre los «hechos», algo que hacemos cotidianamente sin que la gente se preocupe por el hecho de que, tratándose de una acción subjetiva como toda acción humana, el contenido de su acción tenga o no una referencia objetiva porque presupone que la tiene (06) .

Aceptado que no hay una separación tajante, eso no entraña que no haya una clara distinción conceptual que puede servir para analizar y separar el contenido «objetivo» de la información del contenido «subjetivo» de la opinión. Se puede objetar, y tal vez es eso lo que se quiere decir, que no existen «hechos» que no sean «comprendidos» (incluso lingüísticamente interpretados) por un observador, que distinguir un hecho de otro significa asignar un sentido a un hecho para distinguirlo de otro, que a la estética subjetiva de la recepción corresponde una recepción subjetiva de la información. Estoy completamente de acuerdo con esta apreciación y siento no poderme ocupar de ella algo extensamente. Pero el que se adjudique un sentido a los hechos para comprenderlos como hechos, idea que resultaría extraña a un positivista en estado puro, no significa que el sentido asignado no sea, en el sentido que luego se explicitará, «objetivo» (07) , de modo que podamos convenir con los demás en la apreciación diferenciada de ese «hecho». Negar esto me parece que es una forma de escepticismo que puede servir para amparar camufladamente distintos dogmatismos y, en suma, un relativismo dogmático. El relativismo multicultural no es más que un modo de resolver el conflicto entre dogmatismos proclamando la equivalencia de todos ellos.

2. Información y objetividad

Lo que quiero decir es que hay enunciados cuyo sentido principal es ofrecer información, o sea, representar los acontecimientos comunes y externos a los interlocutores de la comunicación (08) , y preguntas que son respuestas a quien, ante todo, solicita que se le informe y no que se opine. Por eso, no sólo a mi modo de ver sino en especial en la vida corriente de la cual todos formamos parte, preguntas o enunciados como los que siguen tienen respuestas informativas y son coherentes con la pretensión de recibir información:

«¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?». En una pregunta como esta se pide a alguien que informe sobre hechos o acontecimientos, no que opine sobre ellos.

«Eso que dices es una gran mentira» no se refiere a una opinión expresada por alguien sino a una información.

«¿Eso fue todo lo que pasó?» es normalmente una pregunta encaminada a obtener información complementaria.

«Las cosas no ocurrieron exactamente como las cuenta el periodista» significa que, a juicio del que habla, se pueden precisar mejor los detalles de la información suministrada.

«El jurado dará su veredicto sobre si el encausado asesinó a la víctima». Tratándose de la investigación de un asesinato, lo que interesa saber es si hubo o no un asesino y si ese asesino fue o no fue el acusado. La respuesta es sencilla: es posible llegar a averiguar que alguien es un asesino y, por tanto, es posible informar de que lo es sin que, por eso, se pueda reprochar a quien lo dice que expresa una opinión. Se podrá intentar demostrar que está equivocado.

Si observamos bien cada una de estas preguntas podemos comprobar que su estructura interna y contextual es muy compleja y eso también hay que tenerlo en cuenta frente a la pretenciosa simplicidad del enunciado que, al afirmar que «los hechos son sagrados y las opiniones libres», parece dar por sentado que la diferencia entre una y otra cosa es una obviedad que no merece examen:

«¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?» no significa que quien responda esté en condiciones de asegurar con un «sí» o un «no» a lo que se le pregunta. No es incongruente con la pregunta que se responda: «en mi opinión las cosas ocurrieron de este modo, pero no estoy plenamente seguro de que fuera así».

«Eso que dices es una gran mentira» no implica que no se pueda contestar congruentemente: «no creo que sea mentira, aunque a ti te lo parezca». Y la congruencia de esa respuesta implica que las cosas no son tan simples como presume quien distingue ab initio la información de la opinión.

«¿Eso fue todo lo que pasó?» es compatible con «no es todo lo que pasó, es todo lo que puedo decir con seguridad, aunque admito que se pueden tener en cuenta otros aspectos».

«Las cosas no ocurrieron exactamente como las cuenta el periodista» significa que una información correcta no depende de que los datos sean verdaderos o falsos, sino de que el periodista pueda precisar y ordenar más y mejor los detalles de la información suministrada.

«El jurado dará su veredicto sobre si el encausado asesinó a la víctima» significa que llegar a establecer la verdad de algo de respuesta tan simple como quién asesinó a una persona es un asunto complejo y delicado en el que hay que oír muchas declaraciones antes de formarse una representación clara e indudable de lo que ocurrió. La simpleza de la pregunta sobre si alguien asesinó a alguien y la simpleza de la respuesta afirmativa o negativa no implica que el procedimiento para llegar a ésta sea simple; generalmente es resultado de un proceso complicado y cauteloso de indagaciones.

¿Qué trato de mostrar? Que el escepticismo y la instrumentación de la información no están justificados. Suministrar «información» es un tipo de acción humana que responde a la aplicación de reglas (textuales y contextuales) idealmente distintas de la de expresar una opinión. Mas también que, aceptada nuestra capacidad para advertir la diferencia, en la práctica no hay una acción humana de «informar» objetivamente –narrar lo que pasó– que no contenga algún ingrediente de subjetividad: al narrar, no se habla sólo de hechos, sino que es alguien quien habla, desde su perspectiva, con su lenguaje, seleccionando unos datos, ordenando el texto, orientándolo de una u otra manera, insinuando. Es decir, no hay un reflejo objetivo de los hechos, sino un modo subjetivo de aplicar más o menos correcta o adecuadamente reglas sociales para la representación, reglas objetivadas en el sentido en que lo son todas las reglas de esta especie (como las de aplicación del lenguaje), reglas que no dependen de la voluntad de un sujeto sino de la anónima aceptación social. A la conformidad con ciertas de estas reglas es a lo que llamo (y creo que suele llamarse) objetividad informativa.

No es, pues, un asunto simple, y los periodistas lo admiten también por experiencia. Que no lo es y que lo admiten, aunque a veces haya simplificaciones sobre todo en la tradición sajona, lo muestra el examen comparado y la autocrítica cotidiana que los periodistas hacen de la labor de sus competidores y de la propia. Son tantos los elementos implicados que cualquiera de ellos puede ser usado de un modo interesado, de manera que sirva, si no a una opinión, sí a predisponer más o menos veladamente al lector a favor o en contra del contenido de la información. Y viceversa, no hay una acción humana de «opinión» que no se base en o no incluya algún ingrediente de «información». Y, por fin, hay que tener en cuenta que, puesto que es imposible conocerlo todo, continuamente estamos interpretando a partir de lo que conocemos los motivos o las causas de por qué las cosas han ocurrido de un modo o de otro. Entre el acto de «informar» y el de «opinar» se sitúa el de «interpretar» que también es una modalidad del juicio.

El que haya en la práctica esas dificultades para hablar de «objetividad» no implica que la actitud informativa no se distinga de la interpretación y de la opinión; y que las reglas a las que responden las diferencias entre las actitudes no sean también distintas aunque se apliquen simultáneamente a un mismo objeto. Lo que esa simultaneidad implica es que la operación más compleja presupone a la más simple, y no al revés: si hay opinión, hay interpretación e información por rudimentarias que sean; si hay información puede haber, pero no necesariamente, interpretación y opinión, etc.

3. Diferencia noética de los tipos judicativos

Algo hemos adelantado al advertir que la estructura de todo acto consciente es noética o, utilizando la palabra en el sentido amplio de Casares, judicativa. Esto significa que, cuando distinguimos entre información y opinión, distinguimos entre tipos judicativos o noéticos de acción humana. El acto noético o judicativo de información o acción humana de informar es distinto del de opinión o acción humana de opinar. El juicio de información se caracteriza porque su motivación u orientación noética tiene por fin expresar si las cosas que ocurren son o no merecedoras o dignas de que se informe de ellas, teniendo en cuenta la situación en que nos hallamos, el tipo de interlocutor y la relación que nos une con él. Es un acto subjetivo cuya pretensión de validez es hacer una referencia objetiva o representativa. La intencionalidad del acto es «representar», designar, consumarse cumpliendo la función referencial. Para el lenguaje habitual puede resultar confusa esta idea de que la información es un juicio porque la expresión «juicio» se suele usar para referirse a una acción concreta y no a la estructura fenomenológica de la acción. Pero se trata de un problema de uso de las palabras. Prefiero, al menos técnicamente hablando, la expresión «acción noética» o «acción intencional» de informar como distinta de la «acción intencional» de opinar o de la «acción intencional» de evaluar o juzgar.

La idea de que se trata de un «juicio» es útil además porque aclara la obviedad no siempre bien entendida a la que aludía Unamuno cuando aseguraba que él siempre era subjetivo porque no era un objeto. Esta es una respuesta perogrullesca a una pregunta mal planteada. Lo que se quiere decir cuando se habla de «objetividad» es si nuestros juicios pueden ser separados de nuestros intereses y, si se habla de información, si nuestros juicios acerca de lo que merece ser objeto de información pueden no ser arbitrarios, interesados o caprichosos. Por supuesto que, tratándose de juicios, son necesariamente subjetivos pues son actos intencionales de una persona. Pero los actos intencionales pueden ser o no reglados, es decir, cuando actuamos podemos cumplir o infringir las reglas a que nos obliga nuestra condición de seres sociales, de seres que, para convivir de modo ordenado con los demás, han de ajustar sus acciones a pautas regulares de conducta. En nuestro caso eso significa que el objeto o contenido del juicio o acto de informar puede o no ser seleccionado por aplicación de, o de acuerdo, con reglas públicas o socialmente reconocidas. Por definición, las reglas sociales no son subjetivas, ya que, en tanto reglas, son independientes del sujeto que se obliga a aplicarlas o que se compromete a ello. Podría objetarse que las personas a veces aplican sus propias reglas. Pero aplicar «reglas propias» es equivalente a no aplicar reglas sociales, a menos que esas reglas propias sean añadidas particularmente por nosotros a la observancia previa de las reglas sociales. Si no es así, aplicar sólo las propias reglas es lo mismo que hacer valer la arbitrariedad del propio criterio de conducta frente a los demás o el capricho subjetivo.

De todo esto se obtiene que es posible encontrar la información adecuada, concreta, a preguntas y necesidades concretas. Pero mientras las posibilidades virtuales de dar respuesta informativa son ilimitadas, las posibilidades reales son limitadas. No podemos describir ilimitadamente las circunstancias de un juicio, aunque podemos designarlo como unidad de descripción, ni podemos precisar indefinidamente su situación en un contexto aunque podemos designarlo como unidad de referencia. Lo importante es que comunicarse consiste al menos en parte en transmitir información. La transmitimos continuamente porque está siempre incluida en la experiencia comunicativa. Y no sólo la transmitimos, y la recibimos por participar en la comunicación, sino que además requerimos información adicional.

Como primera conclusión se pueden hacer algunas distinciones principales: donde hay lagunas que colmar para establecer nexos entre informaciones concretas no hay información sino interpretación u opinión. La diferencia entre interpretación y opinión (con relación a la función representativa del lenguaje) podemos delinearla de este modo: la interpretación establece nexos delimitables entre informaciones concretas y delimitadas, mientras que la opinión es más libre, menos sujeta a la constricción de atenerse a relacionar hechos, no establece, pues, nexos entre informaciones delimitadas sino entre elementos inconcretos de diversa especie, nexos que pueden consistir en apreciaciones, previsiones de futuros efectos, juicios de intención sobre las motivaciones que han conducido a una situación, juicios de valor y apreciaciones normativas. Alguien no sólo informa sino que interpreta, es decir, añade interpretación a la información de que dispone para explicarse a sí mismo o a los demás por qué ocurrieron las cosas que ocurrieron de tal modo y no de otro, o presumir qué puede ocurrir. La diferencia entre informar e interpretar también es reglada y se refiere a la diferencia sobre las facetas en que hay certidumbre sobre el propio testimonio o el ajeno y a aquellas otras en que los actos asertivos o negativos de referencia no se pueden asegurar con certeza. Pero también hay otros muchos aspectos de la opinión que no tienen que ver con la función representativa sino con otras funciones del lenguaje.

En general, como vemos, la opinión es una respuesta que expresa algún tipo de incertidumbre sobre lo ocurrido o de discrepancia sobre un modelo normativo o su concreción; algo que, en sí mismo, posiblemente pudiera ser objeto de información si la capacidad de observación no fuera limitada. La información es el ámbito de lo que podemos referirnos con certidumbre. La interpretación es el conjunto de operaciones mentales destinadas a rellenar el espacio vacío de información con el fin de enlazar de modo congruente el sentido de unas informaciones con el de otras. La interpretación es un enlace entre información y opinión. Pero siempre hay espacios vacíos, porque el ocurrir es temporal y la mayor carencia de información se refiere a la relación entre el pasado, el presente y el ignoto futuro. Nuestra memoria del pasado es perecedera y raquítica. El pasado es, pues, un espacio casi vacío cuyas informaciones principales se transmiten selectivamente mediante pautas generalizadas por el proceso de la tradición. Del futuro nada podemos saber. Es, pues, un espacio no sólo vacío sino también abierto a la conjetura. La opinión es el conjunto de operaciones mentales destinadas a establecer relaciones de congruencia entre interpretaciones que no acaban de rellenar los espacios vacíos de información. Pero como el pasado es vacío y transmitido por la memoria de la tradición y el futuro es incierto e imprevisible, las opiniones se refieren también hacia el pasado y opinamos acerca de nuestras tradiciones, es decir, acerca del sentido de las informaciones transmitido por un proceso selectivo en sí mismo incierto e insuficiente; opinamos acerca del sentido del presente en tanto condicionado por tradiciones sobre las que opinamos, y conjeturamos el futuro en nuestro esfuerzo por preverlo a partir del sentido que proyectamos sobre el pasado y el presente.

En suma, la distinción o confusión entre «información», «interpretación» y «opinión» tiene que ver con las condiciones en que se puede asegurar con certidumbre un testimonio subjetivo referencial. El problema consiste en distinguir el tipo de reglas al que ha de supeditarse cada uno de estos diferentes actos humanos relativos a la función referencial del lenguaje.

Que la estructura noética de los actos es distinta se puede comprobar al tratar de la autorreferencialidad del acto: cuando opinamos, eo ipso, informamos de la opinión que emitimos. El interlocutor puede informar a otro de nuestra opinión para lo que gramaticalmente dispone de los recursos de la cita directa e indirecta. Noéticamente considerado, todo acto es autorreferencial, pero no así su contenido noemático. El contenido noemático del acto informativo no es envolvente, autorreferencial o reflexivo, pero sí lo son los de los actos interpretativo y de opinión. Alguien puede decir que el periodista informó de tal cosa, asegura que fue el autor de la información, pero no de su correlato referencial. Se refiere al acto noético, no al correlato del noema. Alguien dice: opinó tal cosa. Se refiere al contenido de la opinión, a lo que opinó: no hay más correlato noemático que el noema expresado por lo que opina.

¿Qué distingue, entonces, a la información de la opinión? Justamente que el contenido del juicio informativo está sometido a reglas referenciales estrictas que no se aplican al de opinión, de aquí que los hechos parezcan sagrados –la información ha de cumplir reglas referenciales estrictas– y las opiniones libres –no están sujetas a reglas referenciales estrictas, pero eso no implica que no estén sujetas a otro tipo de reglas que no se aplican a la información, como, especialmente, las de inferencia, implicación y, en fin, de coherencia argumentativa–. Que el principio de libertad de opinión no discrimine entre opinión arbitraria y opinión coherente, mientras el principio del derecho a la información sí distinga entre información veraz e información no veraz, no significa que todas las opiniones tengan el mismo valor sino que no se puede culpar a nadie por mantener una opinión en lugar de otra.

4. Reglas elementales de la información y de la opinión

4.1. Información

Terminaré esta contribución introductoria al congreso «Presente, pasado y futuro de la Libertad de expresión» concretando las reglas más elementales, a las que creo ha de atenerse la información periodística profesional.

1. La primera regla de la información nos obliga a que, cuando demos testimonio de algo, lo hagamos porque podemos asegurar a alguien interesado en saber qué ha ocurrido, qué cambio se ha producido, que lo que contamos ha ocurrido como lo contamos, ya porque lo sabemos por observación directa o porque, si no tenemos esa experiencia, la tenemos indirectamente a través de alguien que nos merece confianza. Llamamos a esta regla general de veracidad de la información (09) . Nuestra información es genéricamente veraz mientras cumplamos esta regla.

2. Esta regla no es suficiente. Hay que tener en cuenta que hay una relación interna entre el informador y el destinatario de la información. Hemos convenido en que, generalmente, la relación es la de respuesta a una pregunta, mas pregunta y respuesta están contextualmente delimitadas. La segunda regla es, pues, de carácter contextual. Para explicarla me valdré antes de un ejemplo: Alguien puede preguntar a una mujer: «¿cuántos años tienes?» y ella puede contestar: «la capital de China es Pekín». Una respuesta como esa puede interpretarse de diversas formas. O, entre otras, como manifestación de incongruencia o de incomprensión de quien la da, o, y es lo más probable, como evasiva a responder, pero, en ambos casos, se trata de una respuesta no informativa. Eso puede ser una respuesta normal en la vida corriente ya que no hay ninguna norma que nos obligue a dar información, a responder a las preguntas que se nos hacen y menos si estamos en condiciones de decidir que la pregunta es inoportuna. Una situación como esta suministra dos tipos de información: primero, el que contesta no quiere contestar o el que contesta no está en sus cabales. Pero esta información no forma parte del contenido de la respuesta. Sobre el segundo tipo de información, el contenido en la respuesta, cabe decir que carece de interés con relación a la pregunta si la capital de China es o no Pekín, porque eso no va al caso con la pregunta.

Es decir, cuando hablamos de juicio informativo nos referimos a que el contenido de la respuesta sea informativo con relación al contenido de la pregunta; se refiere a que haya adecuación entre el que informa, la pregunta del destinatario, la respuesta expresada y las circunstancias que los reúnen. Dicho de otro modo, el informador y el destinatario aceptan, expresa o tácitamente, que lo que les lleva a comunicarse es satisfacer la regla de informar y no otra regla.

Llamamos a esta regla de adecuación de la información. Enunciada así es una regla simple, pero en la realidad es una regla compleja que puede abarcar una estructura de muchas reglas implicadas. Pero podemos entonces decir que nuestra información es, además de genéricamente veraz, más o menos verazmente adecuada o correcta con relación a las condiciones en que ha de facilitarse la información, en la medida en que cumplamos esta regla (10) .

3. Ahora planteamos otra cuestión con relación a la primera regla que hemos establecido. Alguien nos solicita información y hemos aceptado esa regla de juego de que nuestra función es proporcionarla: ¿se deduce de esa aceptación que estamos en condiciones de responder informativamente a la pregunta que alguien nos haga? Es obvio que no es así, que nuestra capacidad de observación es limitada y que, aunque dispongamos de observaciones ajenas que completen nuestras limitaciones, no por eso nuestra capacidad de informar deja de ser limitada. No siempre estamos en condiciones de facilitar la información cuando se nos pide. Es más, no es posible que facilitemos toda la información que se nos puede pedir. Tendríamos que ser omniscientes o descender a detalles que nos resultan inaccesibles. La información de que disponemos y que podemos facilitar siempre es limitada. Por eso la tercera regla es que la información requerida por la pregunta sea proporcionada a las condiciones en que se halla el respondedor. Llamamos a esta regla de proporción de la información.

Esta regla de proporción responde al principio de que toda información es referible a un contexto del que forma parte y, en principio, es ilimitadamente concretable en ese contexto. Hasta ahora estamos suponiendo que la información como respuesta a una pregunta que presupone la pregunta es concreta o concretable. Pero eso no siempre es así, y cuando hablamos de información periodística podemos decir que nunca lo es.

4. La dificultad con respecto a la determinación y aplicación de estas reglas procede de que el informador periodístico no es mas que analógicamente alguien que responde a una pregunta indefinida propuesta por un sujeto indeterminado. No responde a preguntas concretas de interlocutores concretos sino a una pregunta genérica socialmente implícita: ¿qué pasó de relevante que pueda merecer la simultánea atención de muchos? Como la información que da el informador generalmente no está delimitada por una pregunta concretable, no se responde con un sí o un no como puede ocurrir si la pregunta es tan concreta que delimite previamente el alcance de la respuesta. Por ejemplo la pregunta: ¿usted mató a la víctima? Puede responderse con un «sí» o un «no». Pero a la pregunta: «¿qué pasó después?» se responde generalmente con un relato. La regla de proporción se concreta entonces como una regla de selección ordenada de datos que satisfagan el alcance indefinido de la pregunta.

Como la información es concreta no sólo ha de ser verdadera, sino también proporcionada. Ha de serlo justamente porque, siendo limitada, no deja de ser, a la vez, ilimitada en su limitación. Es concreta porque las preguntas se refieren a unidades de significado limitado porque el informador no lo conoce todo, y es ilimitable porque siempre está al alcance del informador añadir más información que concrete la descripción o que describa más ampliamente su contexto de referencia. Esta ilimitación es, en sí misma, delimitable porque, aunque el informador no lo conozca todo, puede conocer lo principal, o lo que el interlocutor –la gente– se cuestiona con relación a la información que se suministra. Expresiones como la posesión de «toda la información» o de la «verdad completa» de lo ocurrido tienen un sentido relativo al alcance que demos a las palabras «toda» o «completa»: «toda» para lo que necesitamos saber, «completa» con relación a la pregunta que hagamos. Por ejemplo, si preguntamos ¿quién ganó la medalla de oro olímpica de los cien metros lisos en la olimpiada de Berlín?, podemos dar toda la información u ofrecer una respuesta completa a la pregunta concreta. Pero si preguntamos «¿cuántas estrellas hay en el universo?» no estamos en condiciones de responder.

La primera condición de la información es, pues, la concreción de la verdad como realidad comprobable y comunicable; la segunda, la selección de la información pertinente proporcionada a las expectativas, socialmente reguladas, del interlocutor o destinatario, y la tercera, la ordenación de los datos de acuerdo con las reglas socialmente asumidas sobre las condiciones de su valor informativo.

4.2. Opinión

A las reglas de la información periodística han de añadirse las de la opinión no arbitraria. En nuestra sociedad liberal y democrática se impone como algo natural que todo el mundo es libre de expresar sus ideas o creencias, que puede opinar como quiera y sobre lo que quiera. El principio de libertad de opinión consiste en eso. Pero una cosa es la «libertad de opinión» y otra la equiparación social de las opiniones (11) .

El juicio de opinión es más complejo que el juicio informativo. Lo es porque, en la práctica, no existe opinión vacía, es decir, no existe opinión que no se respalde en información y, en cierto modo, puede sostenerse que la firmeza y validez de una opinión depende en gran parte de la información en que se sustenta y de las relaciones de implicación o de coherencia interna entre los lugares vacíos de la información. Así, pues, puede que la opinión sea libre, pero no puede serlo tanto que deje también en libertad a la sagrada información en que se base. Opinar libremente de todo sin tener información de nada es una facultad que sólo puede estar al alcance de los preadolescentes o de los tertulianos de los programas de sobremesa de televisión. Ahí sí que vale la opinión sin base informativa. Pero lo que interesa señalar es que opinamos cuando carecemos de información. La opinión es el resultado de la limitación del conocimiento, el cual siempre es limitado y en especial respecto de las grandes cuestiones. Es esa limitación o desconocimiento la que impone que no opinemos caprichosamente sino que razonemos y argumentemos a través de la capacidad de relaciones y de interpretar. La regla social de la opinión es la de la coherencia discursiva. No voy a tratar de esta cuestión, pero antes de terminar sí puntualizaré que la opinión forma parte de nuestra estructura discursiva porque hay materias sobre las que no tenemos información pero sobre las que estamos conminados a tener un criterio.

5. Análisis fenomenológico de los actos de informar y de opinar

Informar es un acto de la mente, un juicio, cuyo finalidad es que la exposición testimonial se ajuste lo más correctamente posible a relatar lo que ha ocurrido como algo externo a las apreciaciones o juicios evaluativos de quien informa, ajustándose a las normas explícitas o implícitas que los interlocutores de la comunicación esperan que el informador cumpla:

1. Es una acción intencional, un acto deliberado, animado de un propósito o intención. Es, por tanto, el acto intencional, noético (o sea, subjetivo) de un sujeto.

2. Intencionalmente considerado, «informar» es un acto que se dirige a cumplir principalmente, pero de modo intermediario, con la función referencial del lenguaje o veritativa.

3. Como todo acto intencionalmente subjetivo tiene un correlato que, en este caso, es una referencia objetiva, algo que puede verificarse por otros que ejercieran la misma acción.

4. El acto de informar es una acción intermediaria: no tiene por correlato informativo el mismo acto de informar.

5. Todo cuanto ocurre es susceptible de que alguien informe sobre ello, pero no puede convertirse en objeto de información a menos que el informador le adjudique un sentido socialmente compartido como información concreta.

6. La información siempre es limitada tanto con relación a las posibilidades de situarla en contextos específicos como en las posibilidades de concretar sus contenidos. Por el contrario, el proceso de determinar o ampliar el contexto o de especificar y concretar detalles es ilimitado. La información acumulada siempre es limitada con relación a la ilimitada posibilidad de acumular información.

7. Que la información sea limitada no implica que sea siempre insuficiente o que no pueda ser adecuada. Es suficiente y adecuada si satisface las necesidades del interlocutor, las cuales son también limitadas y concretables. No es suficiente si algún aspecto relativo a la situación o especificado como concreción no puede ser satisfecho.

8. El ámbito de validez de la información está determinado por el grado de certidumbre con que el informador puede cumplir la función representativa o referencial del lenguaje. Si no hay certidumbre de que lo que decimos ocurrió como lo decimos, ya no hay información, pero eso no impide que se pueda hablar de lo que no sabemos ya que la unidad de sentido permite rellenar el sentido de las zonas en blanco conjeturando cómo habrá de ser lo ocurrido para que contribuya al sentido de lo que sabemos que ha ocurrido.

9. A la actividad de rellenar las zonas concretas o limitadas que quedan vacías o en blanco a causa de la ilimitación del proceso informativo formulando hipótesis o conjeturas sobre las informaciones que no se han comprobado, se llama interpretación (conjetura) si se refiere a informaciones concretas u opinión si se refiere a circunstancias y contextos.

10. Como toda acción humana intencional, la información es un acto sometido a reglas. Otro tanto ocurre con la interpretación y con la opinión. Son más o menos válidas (creíbles, aceptables) en la medida en que sean más o menos coherentes con el sentido de las informaciones con que ha de relacionarse el vacío informativo que se trata de rellenar mediante la interpretación o la opinión.

Opinar es un acto discursivo complejo que presupone los actos de información y de interpretación. No voy a presentar ahora un análisis del acto de opinar, sino un inventario de sus aplicaciones más simples y corrientes:

1. Si el conocimiento que tenemos de nosotros mismos es limitado, más aún lo es el que tenemos de las personas. Opinamos sobre nosotros y sobre ellas a través de la interpretación de nosotros mismos y de la conducta ajena. Nos hacemos una representación de nuestro carácter y del suyo. Decir que conocemos a alguien significa que somos capaces de, en determinadas condiciones, predecir su conducta o emitir un juicio sobre cómo fue cuando no somos testigos de ella. De esta regla se desprende que el principio de dar motivos de confianza es la base de la conducta socialmente racional.

2. Opinamos sobre el futuro, es decir, tratamos de anticiparlo sobre la base del conocimiento y de la información de que disponemos del pasado y de nuestra capacidad de establecer relaciones interpretativas. De este modo opinamos sobre el sentido del acontecer.

3. Opinamos sobre el pasado al cual no tenemos acceso empírico directo proyectando relaciones de sentido que expliquen su cambio y su adecuación a la información documental de que disponemos.

4. Opinamos sobre la adecuación o inadecuación de las normas pues no podemos sino conjeturar las consecuencias de su aplicación y sobre la adecuación de los modelos que representan.

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Artículo extraído del nº 58 de la revista en papel Telos

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Luis Núñez Ladevéze