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Transformaciones de las prácticas artísticas en la era del capitalismo cultural electrónico


Por José Luis Brea

Nos encontramos frente a un proceso de transformación profunda de las sociedades avanzadas (esfera del trabajo, papel del conocimiento, expansión de las industrias de la cultura y la comunicación) que conlleva desplazamientos clave en cuanto a la función de éstas en las prácticas de producción simbólica, de la información, del saber.

El gran reto para las prácticas culturales reside en encontrar su propio sentido en el curso de una fase avanzada del capitalismo.

La percepción del sentido de lo igual

En uno de los más visionarios pasajes de su célebre artículo sobre la obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica (01), Benjamin proponía un diagnóstico inquietante. La irrupción de los modos técnicos de la reproducción, escribía, «variará nuestra percepción del sentido de lo igual en el mundo».

Una primera lectura de tal afirmación emparentaría su advertencia con la crisis del único, del original, frente a la copia. Con el anuncio del desvanecimiento apresurado de ese “auténtico singularísimo” que, ostentando los caracteres de la unicidad ontológica que señalaba el aura, se vería ahora avasallado por la presencia de la serie, de los simulacros multiplicados. Esta es la lectura más frecuente y conocida del artículo benjaminiano y veríamos su rastro brillar en, por ejemplo, la hipótesis de un grado xerox de la cultura sugerida por Baudrillard. Incluso –y por buscar un eco más lúcido– en esa puntualísima, pero certera como pocas, lectura del pop que, como al paso de objetivos más patentes, hace Foucault en su pequeño homenaje a Gilles Deleuze (02).

Si seguimos leyendo el texto benjaminiano, en efecto, vemos muy pronto que en el pasaje Benjamin no se refiere a algo ya tan evidente, tan “divulgado”. Benjamin no habla en ese pasaje realmente ni de la fotografía, ni de la revista ilustrada, ni de los métodos técnicos de estampación, sino, y muy precisamente, del cine. Y la variación que se anuncia, en cuanto a «nuestro sentido para lo igual en el mundo», tiene que ver con dos potencialidades específicas que ostenta el cine frente a las “artes de original”: la primera, su capacidad de generar una recepción colectiva, su capacidad de darse para varios sujetos a la vez, de darse incluso en varios lugares a la vez; la segunda, su cualidad inaugural en la historia de la percepción, al constituir el primer escenario posible para la comparecencia efectiva de una imagen-tiempo (que ontológicamente puede definirse como aquel modo de la representación que no se da, en el curso del tiempo, como inalteradamente idéntico a sí, sino como diferencia efectiva que no sólo se distingue del resto de las singularidades, sino que difiere también de sí misma con el transcurrir del tiempo).

Analicemos por separado cada una de estas dos cualidades y el distinto impacto que su puesta en juego introduce, en cuanto a los dispositivos de producción de imaginario, de representación. Merece quizás la pena hacerlo pues, si en algo acierto en la indagación que persigo, la suerte de las transformaciones de las prácticas de producción de sentido en la era contemporánea tiene mucho que ver, justamente, con la profundización y el asentamiento de los efectos e impacto de un conjunto de modificaciones que tuvo probablemente allí su primer atisbo de inteligencia cumplida.

Recepción colectiva y nuevas tecnologías

Fijémonos pues en el primero de esos dos caracteres, la capacidad introducida por los nuevos dispositivos tecnológicos de distribución social de las ideas y prácticas artísticas de generar una recepción colectiva, su capacidad de darse para varios sujetos a la vez, de darse incluso en varios lugares a la vez.

Si Benjamin podía entonces hablar únicamente del cine –enfatizando por contraste la inadecuación de la pintura para darse a una recepción simultánea y colectiva– hoy el sistema de las mediaciones capaces de dar lugar a esa «recepción simultánea y colectiva» se ha ampliado merced al menos a dos nuevas tecnologías: la de la televisión y la de Internet.

Para lo que aquí nos interesa, la tesis benjaminiana de la expansión de «nuestra percepción para el sentido de lo igual en el mundo» no hace sino reafirmarse con esta ampliación de nuevos medios capaces de generar una recepción colectiva, su capacidad de darse para varios sujetos a la vez, de darse incluso en varios lugares a la vez (lo que es más: prácticamente en la desubicación de la casa de cada cualquiera, más allá de toda “site-especificidad”). Siendo una de las cualidades del original, de lo aurático, el darse en un único “aquí y ahora”, hic et nunc, y para un único receptor, entendemos en qué sentido algo que se da para la recepción colectiva –de los varios– modifica nuestro sentido para lo igual: hasta ahora, esa cualidad sólo podía predicarse de aquello que se daba en un mismo aquí y ahora –hipótesis leibniziana de los indiscernibles–.

El nuevo darse de lo igual de que ahora nos habla Benjamin no se refiere ya únicamente al parecido “horizontal” de la serie –ese parecido que, como intuyó Duchamp, sólo se diferenciaría infralevemente (03)– sino justamente a algo mucho más trascendental y cargado de consecuencias: al igual de lo percibido por los receptores, por los sujetos de conocimiento y experiencia. Benjamin insiste explícitamente en ello: si el impacto de la fotografía sobre las artes de original es grande, mayor indudablemente será el del cine. Y ello por esa razón fundamental: a diferencia de las artes de original, las reproducibles al modo del cine permiten una expectación simultánea, una recepción plural. La semejanza –cualquier forma de lo igual de la que hablemos– podría entonces empezar a darse ahora al nivel de la recepción, de la organización de “los públicos” y las formas de su experiencia estética. Merced a la mediación técnica lo igual se escenifica ahora al nivel del imaginario social que las prácticas artísticas producen. Lo igual está en la “experiencia” que estos nuevos dispositivos son capaces de inducir: se desplaza desde la territorialidad inicial del objeto producido –la “obra de arte”–, hasta su nuevo acogimiento en el lugar del sujeto receptor.

Dicho de otra manera, y en breve: lo que Benjamin está detectando es el lazo inexorable que existe entre la aparición de la reproducción técnica y el devenir “de masas” de las formas culturales. Lo igual que introduce el dispositivo técnico no sólo problematiza la especificidad singularísima del objeto, de la obra: también la propia singularidad específica del receptor y su experiencia. Lo problematizado entonces llega hasta la esencia misma del sentido de la cultura en relación con la reproducción social: derrumba las garantías que el sistema cultural proporcionaba con relación a la bildung, a la formación del “individuo”; con relación a la aspiración burguesa a una especie de destinación formativa (y fruitiva) individualizada de la cultura para el sujeto individuo, para ese alma bella en que piensa el romántico como su interlocutor válido, como su lector prójimo, que habría de oficiar como trasunto necesario del creador-genio, como él mismo un “individuo singularísimo”.

Me atrevería a añadir que, además, es esta certidumbre (menos explícita como núcleo de la tesis del ensayo) de «deslizamiento de las prácticas artísticas hacia el horizonte de las industrias de masas» la que fundamenta su célebre conclusión final: que el mayor impacto causado por los medios de distribución técnica en el sentido de la experiencia artística necesariamente se refiere a su desplazamiento desde una significación simbólica, heredera de sus precedentes sentidos mágico y religioso, hacia una nueva e ineluctable significación política. Creo que, al respecto, el sentido de la intuición benjaminiana no ha podido hacer sino reforzarse y que, en efecto y cada vez más, es evidente que ésa es la coyuntura de época en que nos encontramos. Añadiría, acaso, que la aparición de nuevos dispositivos de mediación y distribución técnica no ha hecho, desde luego, sino exacerbar su importancia.

Las potencias de una imagen-tiempo

La segunda cualidad del cine –quiero decir: de los dispositivos técnicos productores y distribuidores de imagen-acontecimiento– con capacidad estructural para alterar las condiciones de nuestra percepción de lo igual en el mundo tiene que ver, como he indicado, con el hecho de ser su tecnología la primera capaz de poner en juego las potencias de una imagen-tiempo, entendiendo por tal aquella que sucede, que dura, que no se da de una vez y para siempre como idéntica a sí, estática.

Estructuralmente, es inherente a la naturaleza de la imagen producida –por su darse en un orden de dimensiones mermadas, reducidas a las dos propias del espacio– el representar siempre estáticamente un corte singular de espacio-tiempo. En la órbita del significante visual la representación de lo que difiere, de lo que acontece en el tiempo, de lo que transcurre y a cada tiempo sucesivo escenifica un estado diferenciado, diferido, ese aparecer de la diferencia no es (no era hasta la aparición del cine) efectuable en el espacio del significante visual. Es (era) inherente a la estructura característica de la imagen –como representación de un corte espacio-temporal singular– el darse de una vez y ya para siempre como igual a sí.

Diría que todos los potenciales asociados secularmente –incluso tal vez milenariamente– a la imagen dependen justamente de ese poder de escenificar lo representado como inmóvil, como perdurando eternamente, como dado para la eternidad bajo una identidad absoluta y retenida, congelada en el curso del tiempo. Tanto los poderes mágico-religiosos y antropológicos asociados a este consumo de una imagen que refleja el mundo detenido, siendo para siempre igual, como los poderes simbólicos y la promesa de eternidad, de duración, contenida en la expresión del arte como retención (y memoria: esto es potencia de repetición) del instante bello, del instante perfecto o logrado (piénsese en Goethe o en Baudelaire, pero también en Cartier-Bresson), todos esos poderes constitutivos de la función y potenciales del significante visual en todas las culturas de la representación dependían justamente de esa cualidad estructural de la imagen-intemporalizada, de la imagen como estaticidad, como detenida para siempre, como idéntica a sí en cuanto al transcurrir del tiempo.

En su reflexión sobre el cine Benjamin atribuye a la «pérdida de la capacidad para retener la imagen como idéntica a sí» las condiciones de asentamiento de un modo de la percepción necesariamente distraída. La percepción “concentrada” –aurática– de la imagen, hecha posible por la pintura por ejemplo, dependía del carácter inmóvil, mantenido y estático, de su superficie exhibitiva, significante. En cambio el cine, al ofrecer a la expectación algo que a cada instante difiere de sí, algo que constantemente cambia y aparece como dejando de ser, imposibilita esa percepción retenedora de lo igual, de lo que se repite, de lo que no se diferencia de sí –en cuanto al tiempo–. El cine nos hace ciegos a lo intemporal, a lo eterno, a lo que dura sin duración, estáticamente, en identidad inmóvil; pero también podríamos decir que nos devuelve la vista sobre lo efímero, sobre lo contingente y pasajero, sobre la duración, sobre el acontecimiento.

Al respecto, sin duda las consideraciones de Bergson, Broodthaers o Deleuze resultan cruciales (04). Vemos entonces en qué nuevo sentido la irrupción del dispositivo cine, como productor y distribuidor de imagen-acontecimiento, trastorna ahora una cualidad probablemente más profunda, inherente o secularmente asociada a nuestra experiencia de la imagen: la de darse como de una vez y para siempre, como eternamente igual a sí, sin que la diferencia en cuanto al tiempo –es decir, la inscripción en el durar, en el acontecer– pueda predicarse de su espacio. Diría que aquí, por supuesto, se alteran de modo fundamental las condiciones de la expectación, de la lectura, de la contemplación –y que este es un cambio importantísimo que está alterando las exigencias dirigidas a los dispositivos organizadores de la difusión social y la presentación pública de las prácticas de producción significante en la esfera de lo visual–. E incluso algo más importante: se viene a alterar todo el complejo sistema articulador de nuestras expectativas en cuanto a la imagen, a la representación, y su función antropológica; casi diría que, en última instancia, lo que se modifica en profundidad es el conjunto de nuestra relación efectiva con los sistemas de signos, con el sistema general de la representación: el sentido general mismo de la cultura, entendida como herramienta de conocimiento, interpretación y actuación mediadora de todo nuestro existir en el mundo.

Factores en juego

Por resumir y recapitular el conjunto de sugerencias planteadas hasta ahora a partir de esta lectura re-emplazada del artículo benjaminiano, diré que tres van a ser las formas principales en relación a las cuales veríamos trastornadas las condiciones de “nuestra percepción de lo igual en el mundo”.

La primera –es la lectura ya más clásica del texto benjaminiano, la posmoderna, digamos– en cuanto a la “revuelta de las copias”, de los simulacros, de las repeticiones, frente al original que administraría el poder de verdad, de regulación del valor, sobre la serie.

La segunda –por la emergencia de un sistema de recepción simultánea y colectiva– la predicación de lo igual desplazada hacia el espacio de la recepción, de la fenomenología del imaginario social. Dicho de otra manera, en el contexto de un desplazamiento de la experiencia de lo artístico desde una epistemología del sujeto individuo hacia otra que lo es exclusivamente del sujeto masivo, colectivo.

Finalmente, tercera modificación, en cuanto al tiempo interno propio de la experiencia artística: ella se dará menos como asociada a la presencia sostenida de lo idéntico a sí en cuanto al tiempo, menos como asociada a lo perdurable intemporal, y más en cambio por relación a un modo del significante que él mismo está sometido al avatar de la duración, al diferirse mismo del signo en cuanto al tiempo. Dicho de otra manera: no ligada a actos de la representación fundados en la repetición eterna de lo mismo, sino en cuanto a la iteración ilimitada del significante sobre lo que transcurre, en el horizonte por tanto de una inaugural imagen-acontecimiento, a partir de la tanto tiempo imposible epifanía en la historia de la representación del acontecimiento, como aparición fulgurante de la diferencia extendida en el eje del dasein, del existir del existente, de su darse en cuanto al tiempo.

En mi opinión, a la hora de valorar las transformaciones de la esfera de la cultura en nuestra época debemos tener en cuenta estos factores, que si tengo razón afectan a la misma estructura antropológica y gnoseológica de la experiencia artística. Pero por supuesto, hay también toda otra serie de factores –geopolíticos, históricos, económicos, propiamente sociales, tecnocientíficos, etc.– que afecta a la esfera de lo artístico, como al resto de las esferas que de manera muy compleja se entreveran tejiendo la espesa interrogación de nuestro tiempo. Y sobre ellos me gustaría ahora tratar, dando así mínimamente razón de la enunciación que aparece como subtítulo de este artículo, para explicar un poco en efecto a qué me refiero cuando hablo de “capitalismo cultural electrónico”.

Las industrias del conocimiento

En una primera fase, cuando se empezó a hablar de sociedades de conocimiento, se hablaba de una especie de aplicación instrumental del conocimiento y de las tecnologías de la informatización a la mejora de la productividad económica por la vía de la optimización de los procesos de producción industrial.

Cuando en 1980, por ejemplo, Lyotard se refería a la informatización del saber y la implantación generalizada del criterio performativo como criterio de legitimación en las sociedades avanzadas, creo que se refería sobre todo a algo así. Su tesis de que la informatización del saber estaba desplazando la pregunta referida al conocimiento desde la interrogación por su valor de verdad a la pregunta por su valor de cambio, por su valor económico en última instancia, apuntaba todavía a esta primera fase de desarrollo de un “capitalismo posindustrial”, para el que se trataba de enfatizar cómo todo el desarrollo de la ingeniería del conocimiento –las bases de datos, la aparición del lenguaje máquina, la primera experiencia del Minitel– estaba permitiendo una continua optimización de los procesos industriales, una mejora de la rentabilidad entendida en el sentido de la systemtheorie: minimización del imput, maximización del output. En ese primer momento, por tanto y no obstante, la producción de la riqueza seguía dándose sobre todo en los sectores industriales y productivos, digamos, por lo que a mi modo de ver tenía sentido referirse a esa etapa en sentido riguroso únicamente como fase última del capitalismo industrial, y realmente todavía no de un genuino desarrollo de la sociedad del conocimiento.

Bajo mi punto de vista el advenimiento real de las sociedades del conocimiento está vinculado justamente a la emergencia autónoma de las industrias del conocimiento como tales, éstas principalmente de dos tipos: las de la informatización y las culturales y de la comunicación. Y si se quiere a su asociación y convergencia actual en virtud del desarrollo de la revolución digital, que ofrece una red de canales para su distribución pública y consumo masivo.

La emergencia de estas industrias del conocimiento como generadoras autónomas de riqueza ocurre a lo largo de los últimos 15 ó 20 años del siglo XX, y digamos que su aparición está estrechamente vinculada a la de las mismas tecnologías que hemos visto trastornan de modo radical la fenomenología de la experiencia estética –me refiero obviamente a las tecnologías de la comunicación de masas y muy en particular a la aparición de Internet–. A su paso, creo que tres son los signos principales que nos pueden permitir hablar de una fase diferenciada del capitalismo.

El primero –que afecta al modo de producción y por tanto también necesariamente a los modos del trabajo– es la transformación de la esfera del trabajo y el devenir central en ellas de lo que Toni Negri y su escuela han llamado “trabajo inmaterial”; es decir, un trabajo no ligado a la producción material de objetos y mercancías, sino sobre todo, y a partir de la terciarización creciente de las sociedades más avanzadas, de un trabajo orientado a la producción intelectual y afectiva, que se dirige a satisfacer (y por supuesto también a inducir, como cualquier otro mercado) nuestras necesidades en el orden de la vida psíquica y espiritual, nuestras necesidades de sentido y deseo, de concepto y pasión, de racionalidad y afectividad. Llamamos trabajo inmaterial sobre todo a ese amplio espectro de actividad humana de producción afectiva e intelectiva que cada vez implica y da empleo a sectores más amplios de nuestra sociedad.

El segundo rasgo sería el surgimiento de todo lo que se ha dado en llamar la “nueva economía”, algo que prioritariamente tiene que ver con el desplazamiento de los focos de la actividad económica desde la productiva a la puramente especulativa, financiera (que según los analistas ha rebasado de largo a la economía productiva hasta representar más de los dos tercios de la actividad económica en las sociedades avanzadas). Obviamente la mundialización de la economía financiera –es decir, la expansión del ámbito de acción inversora y especulativa a escala planetaria– y el apoyo instrumental prestado por las tecnologías comunicativas en tiempo real, muy en particular Internet, a esos procesos de flujo informativo en el terreno económico, ha tenido una importancia absolutamente decisiva, por lo que me parece que pueden considerarse fenómenos intrínsecamente asociados. Frederic Jameson escribe al respecto: «La desmesurada expansión de los mercados de capital financiero constituye una característica espectacular del nuevo panorama económico –cuya posibilidad misma se encuentra ligada a las simultaneidades inaugurada por las nuevas tecnologías. Aquí no tenemos que vérnoslas ya con movimientos de la fuerza de trabajo o del capital industrial, sino más bien con el movimiento del capital mismo». Cuando esa actividad y ese movimiento se convierte en el soporte de más de un 60 por ciento de la actividad económica, es cuando podemos hablar de acceso a una nueva fase estructural del capitalismo, para la que éste empieza a darse únicamente como puro código inmaterial, como mero flujo informativo, como circulación efectiva de “información”, no ya vinculado a la propiedad de la industria o de la tierra.

Finalmente, un tercer rasgo estrechamente ligado desde luego a los dos anteriores, se refiere al extraordinario crecimiento en ese contexto de las que llamaría industrias de la conciencia, adoptando la denominación avanzada por Adorno y la escuela frankfurtiana. Según Jeremy Rifkin, «el 20 por ciento de la población mundial más acomodada gasta ya más del 50 por ciento de sus ingresos en acceder a experiencias culturales». Ese amplio margen de industrias que integra las del ocio, el espectáculo, el turismo cultural, el entretenimiento, de aventura, las industrias de experiencia, etc., mueve y concentra en las sociedades más avanzadas cifras crecientemente importantes. Según Neal Gabler en su polémico pero bajo mi punto de vista muy interesante ensayo Vida: la película. Cómo el entretenimiento suplantó lo real, «las industrias de mayor crecimiento en Estados Unidos son aquellas directamente relacionadas con el entretenimiento y todo aquello que, de una manera u otra, permite a la gente escenificar su vida». Michael Mandel, en su ensayo La economía del entretenimiento, asegura que en Estados Unidos, a mediados de los años 90, el gasto anual en entretenimiento superó ya al de educación. Para Rifkin, la conclusión es clara: «La producción cultural será el principal terreno para el comercio global en el siglo XXI. La producción cultural asciende a la primera posición económica, mientras que la información y los servicios descienden a la segunda, la industria a la tercera y la agricultura a la cuarta» (05).

Ulrich Beck, desde planteamientos ideológicamente distantes, coincide sin embargo en este punto al señalar la importancia creciente en las sociedades actuales de los dispositivos de construcción de la experiencia –y el cambio de función que al respecto ostenta la cultura–: «si la cultura antes estaba definida por las tradiciones, hoy debe definirse como una área de libertad que protege a cada grupo de individuos y posee la capacidad de producir y defender su propia individuación» (06). Si la lucha diaria para tener una vida propia se ha convertido, según su tesis, en casi la única necesidad colectiva restante en el mundo occidental, y es ella la que expresa «lo que queda de nuestro sentimiento de comunidad», estaríamos hablando entonces de un desplazamiento que no sólo trae la cultura al centro mismo de organización de la vida en las sociedades del capitalismo actual sino que también la prefigura como el instrumento por excelencia de toda posibilidad de construcción de «la democracia radicalizada, para la que muchos conceptos y fórmulas de la primera modernidad se han quedado insuficientes».

En este punto parece obligado recordar el análisis iniciado por Debord con su crítica de la sociedad del espectáculo y su denuncia de cómo con su asentamiento se produce la expropiación y el distanciamiento de nuestra experiencia auténticamente vivida. En esa certera crítica se señalaba con precisión, según Jameson, «el movimiento de la economía hacia la cultura», el tributo de enmascaramiento, falsificación o separación de la vida auténtica que para nuestro existir se producía a costa del espectáculo, definido como «el capital en tal grado acumulación que se convierte en imagen» (y esto es lo mismo que, de otra manera, propone Naomi Klein en su conocido No-Logo: el devenir cultural de la mercancía).

Ahora, sin embargo, y de nuevo citando a Jameson, se trata de otro movimiento: «el de la cultura hacia la economía», convertida ésta en el motor más activo y potente del nuevo capitalismo. La vieja separación teórica entre estructura y superestructura, entre la “realidad objetiva” de las relaciones de producción y su enmascaramiento por los discursos y prácticas ideológicas al servicio de los intereses de clase, entre la vida auténtica vivida directamente y su expropiación por el espectáculo, deja paso a una situación de inmersión recíproca en la que las mismas prácticas culturales deben ser contempladas desde la perspectiva específica de la producción, del trabajo, y no como ajenas de hecho a la actividad económico-productiva en su conjunto, tal y como de distintas maneras han mostrado autores tan poco dudosos como Pierre Bourdieu o Jacques Ranciére. Escribe Ranciére: «Sea cual sea la especificidad de los circuitos económicos en los que se insertan, las artísticas ya no pueden ser consideradas como la excepción respecto de las demás prácticas». Generando valor simbólico o representando su propio estatuto en el conjunto de la actividad productiva y sus divisiones, podríamos afirmar que en nuestras “sociedades de riesgo” las prácticas culturales son las principales detentadoras del encargo social de producir comunidad y vida propia, de alimentar los procesos de subjetivación y socialización, y es en ello donde reposa y se articula todo el potencial de su creciente valor simbólico. No es entonces necesario insistir en que –para decirlo con Negri– ésta es una transformación que «afecta en profundidad a la misma reorganización de la producción a nivel mundial. Cada vez más, los elementos que están ligados a la circulación de mercancías y servicios inmateriales, a los problemas de la reproducción de la vida, pasan a ser los problemas centrales» (07).

El capitalismo cultural electrónico

Estaríamos entonces hablando de una tercera y profunda transformación estructural de la esfera de la cultura en las sociedades del capitalismo avanzado que, con propiedad podríamos comenzar a describir entonces como sociedades del capitalismo cultural electrónico, dado el papel crecientemente central que en ellas, y gracias sobre todo al establecimiento de modos de distribución masiva propiciado por las tecnologías digitales de reproducción, en un espacio de convergencia de las industrias mediales y del entretenimiento, del ocio cultural que ocupa la producción simbólica, inmaterial, la producción intelectiva y pasional, de sentido y deseo, tanto en la organización del trabajo y la producción como en la misma reorganización general de los mercados y el consumo.

Al mismo tiempo y por otro lado, debe resultarnos evidente que este devenir central de tales modalidades de la actividad y la producción representa en la práctica la absorción plena de las prácticas culturales y artísticas por parte de las industrias del ocio y el entretenimiento; y que ello supone probablemente una total impostación de su sentido y significado, del sentido y significado que hasta ahora les hemos atribuido, e incluso su depotenciación creciente como instrumentos de una acción crítica capaz de implementar nuestras expectativas de aumentar los grados de libertad y justicia social, o los de autenticidad en los modos de la comunicación y la experiencia.

Como sugerí más arriba, en efecto, sería un gran error pensar que esta metamorfosis contemporánea del capitalismo en capitalismo cultural conlleve de modo automático efectos optimizadores de nuestra vida común (optimizadores de la libertad colectiva, la justicia, la igualdad ciudadana o la misma intensificación de la experiencia). Antes bien si acaso lo contrario, y se trata por tanto de repensar críticamente las prácticas culturales y de producción simbólica en este nuevo marco estructural, analizando en todo caso bajo la perspectiva de una historicidad diferenciada su nueva relación consigo mismas, con su esfera propia, y con la totalidad del complejo sistema social; para desde ese análisis desplazado refundar nuevas estrategias de resistencia o desarrollar nuevos dispositivos que puedan oficiar como agenciamientos críticos en relación a los procesos de construcción de la experiencia, a los procesos de subjetivación y socialización respecto a los que, en mi opinión, las prácticas culturales adquieren entonces una nueva responsabilidad, de enorme alcance político.

El derrumbe generalizado, en efecto, de las grandes máquinas abstractas de la reproducción social –la familia, la educación, la religión, la patria, la pertenencia a la tierra, las tradiciones, el Estado y la Administración como grandes aglutinadores sociales, los partidos políticos, las organizaciones sociales– asigna a las industrias del imaginario colectivo –esas “industrias de la subjetividad”– un enorme poder de organización social, en la medida en que los procesos de socialización y subjetivación dependen de su eficacia para generar procesos de identificación, de inscripción en contextos de comunidad. Lo que entonces está más en juego en las nuevas sociedades del capitalismo avanzado es el proceso mediante el que se va a decidir cuáles son, y cuáles van a ser, los mecanismos y aparatos de subjetivación y socialización que se van a constituir en hegemónicos, cuáles los dispositivos y maquinarias abstractas y molares mediante las que se va a articular la inscripción social de los sujetos, los agenciamientos efectivos mediante los que nos aventuraremos de ahora en adelante al proceso de devenir ciudadanos, miembros de un cuerpo social.

Hacia un nuevo centro excéntrico

Resumiendo de nuevo lo sugerido hasta aquí, diría que nos encontramos frente a un proceso de transformación profunda de las sociedades avanzadas que conlleva desplazamientos clave en cuanto a la función en ellas de las prácticas de producción simbólica, de las prácticas culturales. Este desplazamiento profundo puede rastrearse a través de: primero, una transformación de la esfera del trabajo, que trae al inmaterial al centro mismo de la actividad productiva. Segundo, en la conversión del conocimiento, del saber, de la información, en principal motor del capitalismo avanzado, no sólo en el sentido de las economías financieras y especulativas sino también en el sentido de la creciente importancia adquirida por las industrias de producción y circulación del saber, de las prácticas significantes; transformación que hace que la importancia de la propiedad asociada a los recursos y bienes materiales, resulte secundaria frente a la de la propiedad intelectual, de la información, del saber. Y tercero, la enorme expansión adquirida por la constelación de industrias de la conciencia, las industrias culturales, del entretenimiento, del ocio, etc., es tan importante que su ascenso al primer puesto en las economías del nuevo capitalismo parece asegurado como última fase del capitalismo avanzado, dando validez a esa denominación que desde nuestro título proponemos, la de capitalismo cultural electrónico.

Podemos afirmar (y aquí las dos líneas de reflexión mantenidas en este artículo vendrán a encontrarse) que sólo en un contexto de transformación tecnológica de los usos de la imagen y las condiciones de su recepción y experiencia como el descrito es posible el desplazamiento de la esfera cultural hacia ese nuevo centro excéntrico de las nuevas economías del capitalismo avanzado –que está constituido por las “industrias del sujeto”–. Podría incluso añadir que el conjunto de tensiones y fuerzas que juegan en todo este proceso de transformación se refiere más, y de modo más claro, a aquellas prácticas que acierten a definir sus modos de distribución social bajo tales economías –para entendernos: lo tiene más fácil y más logrado ya la música o el cine que las plásticas espaciales; e incluso que el conjunto de transformaciones que afectan actualmente al conjunto de la institución-Arte (desde la proliferación expansiva de los museos a la bienalización creciente del sistema expositivo, o la subordinación de sus actuaciones al impacto mediático) expresa la respuesta torpe de un sistema anquilosado que en su autonomía estructural no se encuentra preparado para un tránsito al que por otro lado, se ve impelido y frente al cual la consigna de la systemtheorie (sed operativos o desapareced) sigue apareciendo como un Damocles efectivo. El resultado es la respuesta enormemente deficitaria que conocemos, frente a la que no podemos librarnos de una cierta sensación de insuficiencia, de encontrarnos frente a una institución que viviera en tiempo prestado y a la que se le reclaman cambios de maneras, estructuras y modos generales de su darse como institución social muy profundos. Mucho más profundos incluso de los que parece preparada para adoptar.

Principales desafíos

Una vez situados así en dos frentes el conjunto de factores que más cruciales me parecen de cara al desencadenamiento de un proceso de transformación profunda del sentido de las prácticas artísticas y sus instituciones sociales, querría ahora señalar, muy sintéticamente y para terminar, algunos de los que me parecen los “principales desafíos” que esta nueva situación plantea.

El primero de ellos se refiere a la necesidad de repensar al artista como productor. No más como un individuo ajeno a los procesos y prácticas sociales, sino como un trabajador o un ciudadano más, participante de la totalidad de las relaciones e intercambios que marcan la vida pública y no por tanto ajeno al funcionamiento del tejido económico-productivo, en el que no actúa ni como un parásito ni como un chamán liberado, como una especie de casta separada, sino como un cualsea, como un ciudadano cualquiera. Semejante proceso de homologación ciudadana obviamente conlleva la retirada efectiva de cualquier residual estética del genio e incluso de cualquier “ideología estética” –cualquier presuposición de que en el espectro de las prácticas artísticas comparece algún modo específico de la verdad del ser–. Cada vez más el artista debe ser pensado como un trabajador especializado cualquiera e integrado en equipos de producción (las exigencias de los nuevos modos de producción superan en muchos casos la idea de obras producidas unipersonalmente, en la soledad del estudio). Y cada vez más el suyo es un trabajo de realización colectiva, en el que la autoría se dispersa en el equipo e incluso en el flujo de su circulación e intercambio, en el que cualquier participante es un modificador intertextual, un bricoleur, un poco a la manera del DJ, del sampleador musical que recoge, remezcla y devuelve al espacio público su aportación, su recepción intérprete.

La propia idea de autoría, y consecuentemente la de propiedad intelectual, se ve debilitada aquí por una noción de libre acceso y circulación de las ideas en las sociedades del conocimiento. En ellas el espacio de la propiedad intelectual se postula como escenario de una nueva lucha, de un conflicto profundo entre el derecho de libre acceso al conocimiento y el derecho de reconocimiento del trabajo del autor como productor. El cuestionamiento de la autoría y la carga de significado revolucionario de la cuestión de la propiedad intelectual podría aparecer como un segundo gran desafío, frente al que, por ejemplo, el modo de trabajo de los desarrolladores de software libre bajo licencia GNU me parece extremadamente interesante, y quizás en cierta forma iluminador de la posible redefinición revolucionaria de las ideas de propiedad intelectual y autoría.

El tercer reto que quiero proponer tiene que ver con la absorción plena al seno de las industrias culturales y del sujeto –una constelación compleja en la que las del ocio, el entretenimiento, la cultura y lo artístico tienden a fundirse indiferenciadamente– de las prácticas de producción simbólica, y en particular de las artísticas, de las que se desarrollan en el horizonte del significante visual. El mayor desafío que a mi modo de ver se plantea aquí tiene que ver con la exigencia de un reconocimiento diferencial de las prácticas artísticas en tanto que productoras de criticidad cognitiva. Bajo mi punto de vista, es bajo tal exigencia como las prácticas propiamente culturales encontrarán un sentido diferenciado en el proceso de absorción al seno de las “industrias del conocimiento”, y el reconocimiento de su carácter de prácticas productoras de conocimiento es un paso previo, una propedéutica que incluso exigiría replantear por completo los modos de la formación desde la que se accede al ejercicio de estas prácticas.

Un cuarto reto tiene que ver con la necesidad de asentar otras economías de las prácticas artísticas, unas economías que no estén fundadas sobre una concepción comercial de la obra como mercancía, que circula por una cadena de intercambios mercantiles. En las nuevas economías no de comercio, sino de acceso, no se entenderá más al artista como un productor de mercancías singularísimas destinadas a los circuitos del lujo en las economías de la opulencia, sino como un generador de contenidos específicos destinados a su difusión social. De la misma forma, el resto de los dispositivos en que ahora se asienta una “economía de las obras como singulares” deberán evolucionar hacia su nueva “orientación para las masas”, según la expresión de Benjamin. Los establecimientos y dispositivos concebidos para la “exposición” y comercio de las obras singulares –las galerías, los museos, los coleccionistas, las ferias– deberán dejar paso a nuevos sistemas de distribución y acceso público a la experiencia, y al consumo, del significante visual. Tanto los modos de patrimonialización privada –mediante el coleccionismo– como pública, basados en el intercambio de la “propiedad del original” dejarán paso a sistemas de regulación del acceso a los contenidos vehiculados por las prácticas de producción de sentido en el campo del significante visual. Las propias prácticas actuarán como generadoras de esfera pública, distribución autónoma y organización autogestionada de sus propias plataformas de distribución. El papel de las instituciones se desplazará entonces desde la función de “colección” y “exhibición” a una cada vez más requerida de producción, de implementación de recursos que hagan posible la generación autónoma de tales dispositivos y agenciamientos de distribución –que eviten el imperativo de rebajamiento de las calidades que se sigue de una regulación sometida a las exigencias de maximización de las audiencias en un contexto de cultura de masas. Para resumir este reto en una fórmula más concreta, diría que se plantea como una exigencia de desplazarse desde economías de comercio, de mercado, a economías de distribución, de difusión (como lo son ya las del cine o la música, por citar un par de ejemplos).

Por último, un quinto desafío, con un carácter en realidad más abstracto: adaptarse a una transformación genérica de la ontología del signo que hace que se trastorne en profundidad nuestro sentido de lo igual en el mundo, y que tiende a desplazar la función de la cultura desde una secular fijada en el establecimiento de dispositivos para salvaguardar la repetición de lo idéntico, para la memorización y la reproducción social (la cultura como mnemosyne), a una nueva función orientada en cambio a la producción de diferencia, a la generación de novedad, a la invención de conceptos en el sentido propuesto por Deleuze. En vez de constituirse como memorias de lectura, como una seriación matricial de efectos repetibles que aseguren la reiteración del pasado en el presente, (la memoria acumulada de la humanidad como patrimonio y tradición en cuyo espacio se escribe obligadamente el despliegue de nuestra vida) los nuevos dispositivos de la cultura tienden y deberán tender cada vez más a actuar como memorias de proceso, como dispositivos inductores de novedad, iteradores más bien del tránsito presente-futuro (y sin duda ello desplaza un interés creciente sobre la cultura juvenil como, realmente, el único modo futuro de la cultura).

Si, para terminar, quisiéramos resumir y recapitular todos estos desafíos en uno principal, sin duda deberíamos decir que el gran reto para las prácticas culturales reside en encontrar su sentido propio en el curso de esta gran transformación que viene operándose –como desarrollo de una fase avanzada del capitalismo–. Tal y como he sugerido ese nuevo sentido aflorará a partir de su capacidad para definirse como dispositivos de criticidad en su absorción integrada en las industrias de la subjetividad. De su capacidad para lograr interponer mecanismos y dispositivos que permitan agenciar modalidades críticas en los procesos de construcción de la subjetividad, en los procesos de socialización e individualización, de producción de sujeto y comunidad.

Y ello a mi modo de ver podrán hacerlo por dos vías principales: la primera, mediante la interposición de dispositivos “reflexivos” que permitan evidenciar las condiciones bajo las que los procesos de representación se verifican en el seno de las industrias del imaginario y el espectáculo, contribuyendo de esa forma al cuestionamiento crítico de sus modelos dominantes; y segunda, mediante la generación autónoma de modelos alternativos, que puedan servir de instrumentos eficaces en cuanto a los procesos de producción de individualidad y comunidad, proporcionando nuevas narrativas o nuevos dispositivos intensivos de experiencia e identificación. En cierta forma, diría que ello es lo que muchas de las nuevas prácticas vienen impulsando. A la postre, la respuesta a todos estos retos reposa en la efectividad de su quehacer, en efecto. Y sobre su acierto en ello, como siempre, la respuesta la dará el tiempo. Un tiempo en el que, por ahora, no hemos hecho sino comenzar a introducirnos y en el que sin duda, queda mucho por recorrer.

Bibliografía

BECK, U.: «Vivir nuestra vida propia: individuación, globalización y política», en Anthony GIDDENS y Will HUTTON (eds): En el límite. La vida en el capitalismo global, Tusquets, Barcelona, 2001.

BENJAMIN, W: «La obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica», en Discursos Interrumpidos I, Taurus, Madrid, 1999.

DELEUZE, G.: Cine 2. La imagen-tiempo, Paidós, Barcelona, 1985.

FOUCAULT, M.: Theatrum Philosophicum, Anagrama, Barcelona, 1978.

RIFKIN, J.: La era del acceso, Paidós, Barcelona, 2000.

Artículo extraído del nº 56 de la revista en papel Telos

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