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Tecnorexia bursátil


Por Fernando Sáez Vacas

La tecnología siempre ha jugado un papel determinante en el desarrollo de la Humanidad, pero estos últimos años ha cobrado un protagonismo social insólito, vertiginoso y desproporcionado. Sus vicisitudes en la Bolsa han sido seguidas, primero con euforia, después con angustia, por millones de ciudadanos de todo el mundo, que anteriormente apenas sabían qué era una operadora de telecomunicaciones, una empresa productora de software, un fabricante de microcircuitos o un portal de Internet. Y una misteriosa enfermedad psicológica de efectos devastadores se ha apoderado de muchos de ellos, dejándoles en los puros huesos económicos.

Con un punto de vanidad, me considero su descubridor, porque he estudiado y descrito sus síntomas, he seguido su proceso y sus resultados sobre algunos pacientes y además le he dado un nombre, un neologismo, naturalmente, que me permito ofrecer en primicia desde el mismo título de esta tribuna.

Todos conocemos qué es la anorexia, palabra por desgracia ya muy común, compuesta etimológicamente por la voz griega orexis-eos (apetito, hambre, deseo) y la partícula negativa an, para expresar ausencia de apetito, acuñada para designar, no una falta normal de apetito, sino su ausencia patológica. Por consiguiente, tecnorexia expresaría apetito exagerado, hambre enfermiza de técnica o tecnología, lo mismo que ya existen ortorexia (manía por comer sólo comida sana), vigorexia (obsesión por cuidar la forma física), etc. Al añadirle a «tecnorexia» el calificativo «bursátil», describo la enfermedad concreta de la que estamos hablando: obsesión por la tecnología, no por ella misma, sino por sus cotizaciones en las Bolsas.

Las raíces de la enfermedad

Para describir los hechos que han motivado esta enfermedad, es preciso hablar de nueva economía, de crisis económica y de un sistema económico inicuo, capaz de inducir un estado de alucinación colectiva y de hacer más graves y profundas las crisis económicas de las telecomunicaciones y de la tecnología, que, por lo demás, son un caso particular y forman parte de la crisis económica general del trienio negro 2000-2003.

Dos fechas. Podemos convenir en que fue el 21 de octubre de 1999 cuando se dio el primer paso oficial al comienzo de la era digital de la economía, el espaldarazo financiero a la nueva economía. En ese día entraron en el índice industrial Dow Jones las acciones de Intel y Microsoft, desplazando de él a empresas centenarias, como Goodyear, Chevron, Sears y Union Carbide. Pocos días después, en noviembre, inicia su cotización en la Bolsa de Madrid la empresa Terra, un portal de Internet, que es una nueva categoría de negocio electrónico. Algo semejante sucede en otros países. Los mensajes que reciben los inversores y, entre ellos, los pequeños ahorradores, que observan asombrados cómo suben todos los valores tecnológicos cotizados, son que las empresas de tecnología definitivamente valen mucho más que las de los demás sectores. Es decir, se confirmaba un fenómeno de revalorización que venía produciéndose desde 1997, aproximadamente.

Como veremos luego, este mensaje y la asombrosa espiral de crecimiento de las cotizaciones vienen «calentados» por una compleja trama del poder económico, que los hacen muy creíbles ante la opinión pública. La segunda fecha es el mes de marzo de 2000, cuando los valores tecnológicos alcanzan sus máximas cotizaciones históricas, pero empiezan a tambalearse, enviando las primeras señales, todavía débiles, de lo que acabaría siendo un seísmo fuerza 8.

Muchos de los mensajes reciben su alimento teórico en la divulgación de la nueva economía, que atribuye prácticamente al uso de la infotecnología la posibilidad de aumentos incesantes de la productividad, eliminación de tensiones inflacionarias y abolición histórica de los ciclos económicos. Consultando hemerotecas y bibliotecas, no es difícil encontrar textos de ilustres economistas y académicos de los que llega casi a desprenderse la idea metafísica de la posibilidad de crecimiento infinito de beneficios empresariales, como tampoco es difícil demostrar que quienes advirtieron públicamente de la inconsistencia parcial o total de estos conceptos formaban una minoría, por lo demás aplastada bajo una masa informativa entusiasta.

Una parte considerable de inversores –en España hay en total 7 u 8 millones de ellos– colocaron capital o ahorros en valores tecnológicos, bien directamente, bien a través de fondos de inversión o planes de pensiones. Cuando se impuso la realidad del fin de ciclo económico, concepto que algunos declaraban ya fenecido, cayeron los beneficios de las empresas, cayó la Bolsa y en particular se pinchó la burbuja financiera tecnológica.

Sectores tecnológicos en caída libre

El paisaje después de la batalla, como se diría literariamente, resultó desolador: los inversores que no se habían retirado a tiempo, muchos incorporados a la Bolsa en sus momentos de esplendor, habían perdido en promedio un 50 por ciento de sus ahorros (más, si invirtieron mucho en tecnología), las empresas endeudadas o con dificultades varias eran legión, la urgente demanda –según estimaciones oficiales publicadas por respetadas instituciones americanas y europeas– de cientos de miles de infoprofesionales, para evitar que se detuviera el supuesto ciclo virtuoso de la economía, había sido sustituida por su extremo contrario, una bolsa de paro de cientos de miles de estos trabajadores técnicos, y había surgido además un clima de enorme desconfianza de los trabajadores y ciudadanos hacia el sistema económico, centrado en sus capas más poderosas y representativas. Algunos analistas, incluyendo muy recientemente al Nobel Gary Becker, han intentado quitarle hierro al asunto, de forma, por cierto, muy superficial.

Los datos son elocuentes y abundantes. El Ibex 35, índice selectivo de la Bolsa española, pasó de 12.830 puntos, en marzo de 2000, a 6.036,9 al finalizar el ejercicio de 2002, acumulando un 53 por ciento de pérdidas, cifradas en unos 100.000 millones de euros. Había retrocedido más o menos a los niveles de mediados de 1997. Pero el índice Nuevo Mercado, especializado en valores tecnológicos, que se abriera el 10 de abril de 2002, había perdido el 26 de septiembre de 2002 el 86 por ciento de su valor, algo «menos» que el índice Nemax 50 del Neuer Market de Francfort, que había caído casi un 96 por ciento.

Es bien conocido que los movimientos de Wall Street y todo su entorno financiero y mediático marcan habitualmente la pauta mundial de las cotizaciones. Tanto el Dow Jones como el Nasdaq han señalado casi en todo momento el camino que los valores del resto de las economías seguirían a continuación, con algunas excepciones y momentos. Dejando aparte el manido asunto de las empresas puntocom, los datos expresan elocuentemente cómo de especialmente castigados han sido los sectores de las telecomunicaciones y de la industria tecnológica, en Europa de manera especial debido a los irresponsables costes de licencias impuestos por algunos gobiernos y a importantes errores de planificación técnica y de estimación de expectativas de mercado de la tercera generación de telefonía móvil. Dos o tres ejemplos nos ayudarán a apreciar la magnitud de la catástrofe económica.

WorldCom, una de las mayores compañías telefónicas del mundo, con millones de clientes y 80.000 empleados en los cinco continentes, cuya acción, que llegó a valer por encima de 64$, a primeros de mayo de 2002 cotizaba a 2,50$. Otro caso, algo menos conocido que el anterior, es el de la empresa multinacional KPNQwest, cuya actividad principal son las redes de fibra óptica de gran ancho de banda (clave del futuro de una Sociedad de la Información avanzada). El 31 de mayo de 2002 solicita declaración de quiebra. Su acción, que llegó a cotizar por encima de los 90 euros, el 3 de junio de 2002 se vende por 0,09 euros. La empresa, comida por las deudas (1.800 millones de euros), ha pasado de valer 42.000 millones, en su cumbre, dos años antes, a 6 millones de euros. Para terminar, el 13 de septiembre de 2002, la prensa nos hace saber la dimisión del presidente de la operadora France Telecom., cuyas pérdidas en el primer semestre de 2002 se elevaron a 12.176 millones de euros, su valor bursátil cayó un 76 por ciento en los primeros ocho meses del mismo año, aproximadamente un 97 por ciento en dos años y medio, y sus deudas ascienden a 69.700 millones de euros. Los problemas de esta empresa arrastran de pasados canjes de «cromos» (acciones) con otras empresas, para situarse en el mercado de móviles, así como de su aprovisionamiento reciente de fondos a su participada, la empresa alemana de telefonía móvil, Mobilcom, amenazada de quiebra en el último trimestre de 2002.

La perversa monetarización de la tecnología

Nunca como en estos últimos 5 ó 6 años habían estado los mercados bursátiles tan alejados de la economía productiva, pero tampoco nunca habían tenido tanta conexión con la vida económica, influyendo en ella y desestabilizándola a través de mecanismos especulativos, trampas contables, mentiras, desinformación y manipulación. Un rosario de actuaciones nada anecdóticas, con empresas poderosas y escándalos financieros por medio, ilustra diversas formas de manejo de la opinión pública, apoyándose en ese resorte de codicia que casi todo ser humano guarda en su interior. Auditores que destruyen pruebas, analistas que recomiendan a sus clientes comprar cuando entre ellos vocean que es el momento de vender, tráfico de información privilegiada, medios de comunicación que no informan de lo que no les interesa y publican artículos y análisis incompetentes, contabilidades amañadas para inventar beneficios y hacer subir las cotizaciones, altos ejecutivos compensados con remuneraciones estratosféricas mientras sus empresas se hunden o despiden gente a mansalva, políticos e instituciones que, teniendo la encomienda de velar por la buena economía y defensa de los intereses públicos y ciudadanos, miran para otro lado, etcétera.

«Los bancos de inversión de Wall Street predicaron fervientemente el evangelio de la nueva economía y su milagro de productividad», escribía The Economist, en un artículo titulado «The wickedness of Wall Street», el 8 de junio de 2002. Hacia el otoño de 2002, los principales de estos bancos han despedido a decenas de miles de empleados y, para ir dando por cerrada la fase de contribución al expolio y al engaño e iniciar una etapa de regeneración, que está por ver hasta dónde llega, diez importantísimas firmas de Wall Street, después de una serie de investigaciones de las autoridades financieras de EEUU, han acordado pagar 1.400 millones de dólares para responder a diferentes demandas, como compensación a sus ofertas trucadas de acciones durante el boom tecnológico (véase artículo «Unclean slate», The Economist, 3 de enero de 2003).

Las penas tan duras que ha pagado el inversor confiado, generalmente pequeño ahorrador, a quien desde luego nadie obligó a comprar sus acciones, le han curado brutalmente de ese mal psicológico, generado –esto hay que destacarlo– por un proceso inducido de monetarización perversa de la tecnología. No debiera descartarse que esta etapa, como reacción, haya dejado entre el público en general, aparte de un gran escepticismo hacia el sistema económico, un poso de desconfianza injustificada hacia la tecnología misma, efecto que podría tardar algún tiempo en diluirse. Entre el público español, en concreto, es difícil saberlo. Lo que sí ha quedado patente es que en nuestro país, de cultura nada tecnoréxica, donde, salvando el consumo de televisión, telefonía móvil y videoconsolas, tanto los ciudadanos como las empresas parecen tener poco apetito de infotecnología moderna, en comparación con el resto de países desarrollados, ha prendido sin embargo muy fuertemente durante un tiempo la tecnorexia bursátil.

Artículo extraído del nº 55 de la revista en papel Telos

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Fernando Sáez Vacas