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El derecho humano de toda persona a emigrar: una utopía


Por María Pilar Diezhandino Nieto

Para inaugurar la sección de Debate, hemos elegido un tema, la inmigración, que inquieta definitivamente a España y sus gentes, pero tiene vigencia en muchos países desarrollados e incluso en desarrollo. El debate está en la agenda de gobernantes, partidos políticos, medios, sociedad civil…, y está, nunca mejor dicho, en la calle. Por esta razón, Telos ha mantenido abierto el pasado otoño un Foro Virtual, del que ofrecemos aquí una síntesis.

En este Foro se han planteado las realidades específicas que permiten entender el fenómeno de la inmigración desde el hoy, aquí y ahora, en el que nos encontramos. Asimismo, el Foro pretendió ser exponente de una reflexión, como respuesta a una necesidad social, nacional, global: que desde el espíritu que impulsó siempre a Telos, no se repita aquello de lo que se lamentaba Ortega y Gasset cuando hablaba de la «extenuación en que ha caído Europa». Y decía: «No hay cosecha de apetitos. Falta por completo esa incitadora anticipación de un porvenir deseable» (La España Invertebrada, 1921).

Y ya no cabe imaginarse siquiera un “porvenir deseable” sin esa población inmigrante que formará parte integrante de la Europa de los 15, los 25 o cuantos países a medio plazo integren la Unión Europea.

A pesar de que el número de inmigrantes legales en España sólo alcance al 3 por ciento de su población –muy por debajo de países como Bélgica (8,3 por ciento), Alemania (9 por ciento) o Austria (9,3 por ciento)–, ya empiezan las cifras a ser rotundas: 1.200.000 inmigrantes legales y alrededor de 300.000 ilegales. Pensemos que Alemania tiene cerca de un millón de ilegales y Francia, 400.000, frente a Bélgica y el Reino Unido, con 50.000. En Europa hay más de tres millones de indocumentados y dieciocho son los ya establecidos. Y en España van creciendo las cifras de entradas diarias a través de los accesos vulnerables de la bahía de Algeciras, toda la costa gaditana, el campo de Gibraltar, el archipiélago canario y sus particulares puntos calientes de Lanzarote y Fuenteventura…

Ésta es la síntesis del Foro Virtual:

Telos: Poner límites a los flujos migratorios empieza a convertirse en motivo de alta política. Hasta la pasada Cumbre de Sevilla, la inmigración no se plantea como tema de política común de la UE. Los quince, que habían venido dilatando la respuesta a las persistentes llamadas a la adopción de medidas comunes sobre la inmigración ilegal y al control de la legal, acordaron combatir el tráfico de personas, revisar visados, etc. ¿Por qué parece tan difícil saber qué medidas tomar ante la inmigración? La entrada de inmigrantes, ¿realmente está cambiando nuestras sociedades europeas?, ¿puede poner a prueba la cohesión social o el empleo de los nacionales?

Carlos Echeverría (C.E.): Considero importante, en primer lugar, que no olvidemos una serie de realidades específicas. Parto por ello de presentar la cuestión migratoria como un desafío para la sociedad civil y el Estado; por lo tanto, no lo definiría como problema o amenaza, pero sí calificaría a la inmigración irregular de riesgo o peligro en la medida en que constituye un tráfico ilícito y, como tal, un riesgo para la estabilidad y la seguridad de una comunidad política en la que algo enormemente sensible escapa a su control.

¿Qué decir de la cohesión social y de la «amenaza» al empleo de los nacionales? Con respecto a la cohesión nacional, vaya como «alimento para la reflexión» la impecable reacción de la población española musulmana, o la inmigrada musulmana, ante un «examen» tan sensible como la crisis provocada por la invasión marroquí de la Isla de Perejil. Ante la «amenaza» al empleo de los nacionales, véase grosso modo el carácter de trabajos temporales –por hablar sólo de los más simples– y la demanda de tales empleos por parte de la población autóctona española. Pero aparte de estas respuestas rápidas, considero importante realizar una reflexión de fondo que atañe al hecho de que, con frecuencia, nuestros comentarios sobre la inmigración tolerable se hacen en términos absolutos, sin ahondar en una cuestión nada desdeñable como es la de la concentración geográfica de algunas comunidades inmigradas. Si esta realidad es bien evidente cuando hablamos de inmigración irregular y pensamos en el caso del archipiélago canario –donde la concentración en un territorio insular ha creado problemas entre las islas y entre la Comunidad Autónoma Canaria, otras Comunidades Autónomas y el Gobierno Central–, debe de ser también tenida en cuenta cuando hablamos de la concentración geográfica de inmigrantes, sean regulares o irregulares, en determinadas poblaciones y dentro de ellas, con frecuencia, en determinados barrios. Si dicha concentración es inevitable (porque aquí sí se ejerce un derecho de establecimiento) y si los poderes públicos son incapaces (y no veo la manera en que se pueda, e incluso se deba) de obligar a la «dispersión» de los inmigrantes, la obligación de los poderes locales, autonómicos y nacionales, así como la de actores no estatales que pueden jugar un importante papel, es la de articular medidas para que la convivencia esté garantizada y los derechos pero también los deberes se cumplan con completa normalidad, algo que redundará indudablemente en la cohesión social.

Pascual Aguelo (P.A.): En mi criterio, la inmigración está poniendo a prueba nuestros sistemas democráticos y creo correcto señalar que un test de intensidad democrática de cualquier ordenamiento jurídico lo ofrece precisamente el trato al extranjero, el grado y reconocimiento de sus derechos. En este sentido, nos encontramos en Europa ante unos ordenamientos con un importante déficit democrático. Las fronteras no pueden constituirse en barrera para el reconocimiento de derechos que por su propio carácter son universales. La premisa para avanzar en la integración y poder hablar de tolerancia es precisamente caminar por la senda de la equiparación de derechos y no parece que en estos momentos las directrices que emanan de la UE vayan en esta dirección. Resulta, sin duda, paradójico que en un momento socio-histórico en el que se apuesta por la libertad de comercio, la libertad de mercado, las autopistas de la información, en definitiva, por la mundialización y la globalización, la libertad de las personas a desplazase por su territorio, el planeta tierra, jamás haya estado tan limitada y restringida.

Partiendo de una consideración exclusivamente negativa del fenómeno migratorio, se está acometiendo una profunda contrarreforma del derecho migratorio y de asilo, poniendo el acento en políticas represivas, policiales y de control. Con la excusa de la lucha contra las mafias internacionales, se combaten las redes solidarias, se actúa con normas xenófobas contra las instituciones familiares, se desvirtúa hasta hacer irreconocible el derecho de asilo y se excluye al inmigrante del conjunto de derechos que conforman el estatuto de ciudadano y la consiguiente participación en la vida social y política del país en que vive y trabaja. Las políticas restrictivas estatales avanzadas por Austria, Dinamarca e Italia, y anunciadas también por Gran Bretaña y España, el 11-S y el fenómeno Heider-Le Pen están sirviendo de inmejorable pretexto para recortar los tímidos avances alcanzados en la Cumbre de Tampere de 1999.

Fernando Mariño (F.M.): Ni los instrumentos más generales del derecho internacional ni los ordenamientos jurídicos de los Estados más abiertos y «generosos» reconocen el derecho humano de toda persona a emigrar a cualquier país del mundo y a establecer allí la propia residencia con toda libertad. Esa “utopía” podrá, quizá, dejar de serlo y llegar a concretarse en la realidad futura, porque el anhelo que expresa late oscuramente en el sentimiento universalmente sentido de que la Tierra y sus riquezas pertenecen y deben pertenecer a todos los seres humanos. Sin embargo, todos los Estados se reservan la facultad soberana de no admitir extranjeros, o limitar su entrada y permanencia en su territorio de diferentes modos, aunque puedan acordar entre sí regímenes de apertura más o menos plena a los nacionales de los países con los que pactan.

Entre los Estados miembros de la UE se ha llegado, dentro de su proceso de integración, a una situación en la que todo ciudadano europeo tiene un «derecho comunitario constitucional» a circular y a residir libremente en todo el territorio de la Unión. Por ello, no puede ser expulsado, salvo en casos limitadísimos cuando entran en juego intereses vitales de defensa del orden, salud o seguridad públicos del Estado expulsante. Más aún, el Derecho Europeo (tras el Tratado de Amsterdam, en vigor desde 1999) ha comenzado a desarrollarse a través de una nueva política común europea de inmigración y asilo.

Aparte de esa situación especialísima, los propios Estados de la UE en su relación con los nacionales de terceros Estados y, por supuesto, todos los demás Estados del mundo, dictan soberanamente leyes y celebran tratados para regular la entrada, permanencia y expulsión de extranjeros, muy en particular de los inmigrantes. La libertad de acción de los Estados en este ámbito no es absoluta porque no en vano se ha desarrollado en la Comunidad Internacional la convicción general de que hay que respetar la exigencia moral y jurídica de protección de las personas frente a actos o hechos que atenten o vayan a atentar gravemente contra su vida, integridad o libertad, es decir contra los bienes esenciales que constituyen el núcleo central del valor supremo de la dignidad humana.

No es fácil aclarar la situación jurídica y política internacional en una época caracterizada por grandes migraciones a una escala que refleja la mundialización de los procesos y estructuras de la sociedad internacional. La situación jurídica internacional en este confuso ámbito, se extiende entre dos límites extremos de un continuum normativo. El límite más estricto y general a la libertad de los Estados de no admitir o de expulsar a extranjeros de su territorio está establecido por el llamado principio de no-devolución o de non refoulement, que prohíbe universalmente la entrega o «devolución» de un extranjero a un país donde su vida, integridad física o moral y/o libertad corran grave peligro de ser violadas sobre todo por muerte, tortura o sometimiento a esclavitud. Así, todos los Estados deben permitir que permanezca en su territorio un extranjero que alegue razonablemente que ésa es su situación, aunque no le concedan formalmente asilo o refugio, sino sólo un estatuto provisional de permanencia. En el otro extremo del continuum está el derecho soberano del Estado a expulsar a un extranjero que entra o se encuentra ilegalmente en su territorio y que no puede alegar ningún motivo razonable ni siquiera de base humanitaria para solicitar que se le deje entrar o permanecer en él.

Pero, en medio de ese «continuo», existe una multiplicidad de situaciones en las que los Estados deben o deberían reconocer el derecho de los extranjeros a quedarse en el territorio. El caso de los solicitantes «de buena fe» de asilo o «refugio» (que alegan un temor bien fundado de ser perseguidos en su país de origen, si son devueltos) es el más universalmente aceptado, gracias a la amplia vigencia de la Convención de Ginebra de 1951 sobre el Estatuto del Refugiado y su Protocolo de 1967. Esos instrumentos, que tanto influyen en la práctica general, se han ido refinando (en gran parte por la acción promotora de ACNUR) y se admite que han ampliado su ámbito de protección, más allá de su concepción original, por ejemplo a personas perseguidas por razón de género o a quienes si son devueltos serían perseguidos por grupos no estatales.

En el contexto de diferentes instrumentos internacionales protectores de derechos humanos, el derecho del extranjero a permanecer en el territorio de un Estado determinado se ampara indirectamente a través de la protección de otros derechos como el relativo a tener una vida familiar propia, o incluso el de considerar que una persona puede haber adquirido legítimamente arraigo en un país tras haber vivido en él durante largos años, incluso sin haber adquirido su nacionalidad.

Así, la regulación del estatuto del residente de larga duración o la regulación del derecho a la reunificación familiar se ha abierto así camino en la práctica de muchos Estados. La propia UE ha comenzado, en medio de grandes dificultades, a adoptar normas «de mínimos» europeas en esos ámbitos. Asimismo, en el contexto de grandes crisis humanitarias (guerras, conflictos, violaciones masivas de derechos humanos o incluso catástrofes naturales) se fortalece la práctica de acogida de «refugiados» que son admitidos colectivamente, por lo general, de modo temporal.

El umbral de la tolerancia

Telos: ¿Existen criterios objetivos para mantener la política de cierre de fronteras y para determinar el límite del «umbral de tolerancia»? La apertura ¿favorece o dificulta la regulación de los flujos migratorios?

C.E.: Es cierto que el sistema internacional globalizado es, como su propio nombre lo indica, cada vez más interdependiente. También es cierto que las fronteras parecen más abiertas a la circulación de ideas, de capitales o de algunas mercancías que a la de las personas. Pero esto no debe de ser considerado como una verdad universal, aunque en los últimos tiempos –y en concreto en nuestro marco nacional y en el de la UE–, se está avanzando en el terreno del control de las fronteras exteriores. Algo que, por otro lado, obedece al interés legítimo de preservar lo conseguido. La idea de abrir de par en par las fronteras es –en mi opinión–, aparte de inviable, la mejor manera de «igualar por abajo» sacrificando un marco de estabilidad y desarrollo que ha costado no pocos esfuerzos alcanzar, interés que no debe de impedir que la UE sea cada vez más un cuerpo político solidario en el contexto de una sociedad internacional profundamente injusta. Los flujos de personas desde el Sur económico hacia el Norte económico son en ocasiones, y a pesar de las dificultades, mucho más reales que los existentes entre algunos países del Sur, entre los que la dinamización de los intercambios podría contribuir mucho al desarrollo; pero tampoco esto es una verdad universal y también aquí hay excepciones. El millón largo de argelinos que viven y trabajan en Francia es para mí un dato tan positivo como el millón largo de egipcios que viven y trabajan en Libia, y estas realidades que vienen de antiguo deben de ser promocionadas por doquier en lo que tienen de positivo para las cuatro sociedades citadas. Pero lo que es más importante es que ambas realidades obedecen a acuerdos entre los Estados, y no a la aplicación de ese pretendido «derecho de cualquier persona a buscar el establecerse en espacios más favorables para el desarrollo humano», que hoy por hoy no existe.

Si atendemos al número de extranjeros viviendo y trabajando en España las cifras distan mucho de las de otros países de nuestro entorno político y económico (Francia, Reino Unido o Alemania) donde, independientemente de personajes como Jean-Marie Le Pen y de la peligrosa extensión de su mensaje político, existe una realidad de convivencia elogiable, enriquecedora y, si se quiere ser pragmático, necesaria. Dicha afirmación no quiere decir que la sociedad española esté, en principio, obligada a alcanzar porcentajes similares, pero sí es evidente que en el contexto de la globalización en el que nos movemos y del que obtenemos indudables ventajas, no es desechable, y algunos de nuestros socios europeos estarían en una posición bien legitimada para exigírnoslo. En cualquier caso, los inmigrantes que ya acceden al territorio de la UE eligen y elegirán ellos mismos sus destinos atendiendo a razones objetivas claras que empiezan por la disponibilidad de empleos (en principio la razón prioritaria), pero que pasan también por realidades de tipo cultural y social diversas.

Francisco Gor (F.G.): Es imposible desligar el debate sobre la inmigración de las opciones que toman los partidos políticos, sobre todo los que gobiernan y pueden plasmarlas en políticas concretas, a la hora de explicar ese fenómeno, así como de la competencia en la que entran entre sí para sacar provecho de ideas de fácil difusión. Una de esas ideas es la reflejada en la frase «umbral de tolerancia», es decir, el límite de extranjeros de otras culturas y que compiten por el trabajo que una sociedad podría tolerar sin provocar en ella la aparición o el aumento de la xenofobia o el racismo. Sobrepasado ese límite, la tolerancia, uno de los valores básicos de las sociedades civilizadas, debería convertirse justo en su contrario: la intolerancia. Es evidente que tal como es manejado y utilizado ese concepto en el debate político sobre la inmigración tiene una carga ideológica innegable. Refleja sobre todo una posición previa más que un análisis de la realidad. El «umbral de tolerancia» estaría marcado más por los mensajes políticos que se lanzan sobre la inmigración que por la cantidad, mayor o menor de inmigrantes, que una sociedad puede recibir. No es que no exista ninguna relación entre actitudes xenófobas o racistas y cantidad de inmigrantes, pero lo que no existe es un porcentaje que pueda darse para establecer ese supuesto «umbral de tolerancia» por encima del cual mayor inmigración conlleve necesariamente más racismo o más conflictividad. Se trata, pues, de un concepto esencialmente vinculado a actitudes previas de carácter ideológico y a opciones políticas sobre la forma de afrontar la inmigración.

Un mensaje político negativo –como el ahora dominante en España y, en general, en Europa– centrado en la necesidad de cerrar fronteras y controlar puntos de entrada, conducirá a la creencia social de que hay demasiados inmigrantes y favorecerá actitudes de rechazo; por el contrario, un mensaje positivo que hable del aporte de los inmigrantes a la sociedad (contribución al equilibrio demográfico y al sistema productivo en general) ampliará el «umbral de tolerancia», tanto más elástico en la realidad cuanto más lo sea en la mente de políticos y gobernantes y, en general, de los habitantes del país de acogida.

Es evidente que preguntas como «¿podemos seguir manteniendo las políticas de cierre de fronteras?», «¿la apertura favorece o dificulta la regulación de los flujos migratorios?» o «¿es moralmente aceptable restringir el derecho de cualquier persona a buscar o establecerse en espacios más favorables para el desarrollo humano?» tienen respuestas distintas según las ideologías y opciones políticas de quienes las den. En teoría, la mayoría de las políticas sobre inmigración coincide en señalar que prohibir por completo la entrada es irreal –y sobre todo es imposible en la práctica–, lo mismo que no poner ningún obstáculo legal a la entrada. Pero hay políticas que ponen tantos obstáculos legales a la entrada que cierran de hecho las fronteras o que han elaborado y llevado a las leyes un concepto de «inmigración legal» tan restrictivo que dejan fuera a inmigrantes en condiciones y en disposición de ser legales y que niegan derechos inalienables de la persona que, en principio, no podrían ser negados por ninguna ley o norma administrativa.

P.A.: En mi criterio, los actuales diseños de política de cierre de fronteras cada vez más restrictivos generarán –pues la presión migratoria no depende de los controles– unos crecientes intentos de penetración ilegal ante la dificultad-imposibilidad de obtener visados y hacerlo legalmente, y con ello el inevitable surgimiento de mafias organizadas que tratarán de superar tales controles. Se dificulta la movilidad y se fomenta la irregularidad, pues quien ha logrado penetrar en la fortaleza, legal o ilegalmente, difícilmente saldrá si tiene en cuenta la casi imposibilidad de regresar.

Creo que es urgente debatir la opción cierre-apertura de fronteras. La realidad socio-histórica más próxima demuestra que una política más flexible de control de fronteras no conduce «necesariamente» a un incremento insoportable del flujo de inmigrantes irregulares. Por el contrario, la experiencia en el centro (República Checa, Polonia, Hungría) y sur de Europa (España, Grecia, Portugal) muestra que a una apertura y flexibilización de controles le sigue una situación de mayor movilidad de desplazamientos migratorios, una tendencia a un mayor número de residentes temporales, una disminución de la residencia permanente y, desde luego, un aumento de la regularidad documental. Los datos de estos últimos quince años indican que el flujo migratorio no ha descendido pese al mayor control de las fronteras. Lo que sí ha habido es un incremento notable de las situaciones de irregularidad administrativa, generadas por una política de visados y permisos poco razonable y rígida.

Finalmente, no puede ignorarse que el fenómeno migratorio es también un fenómeno global que afecta a los cinco continentes. Es cierto que los flujos migratorios hacia Europa han aumentado espectacularmente tras el parón de los años 70. Pero, también es cierto que las migraciones internacionales son –y parece que continuarán siendo– principalmente intra regionales. Los flujos hacia las zonas más desarrolladas (Europa Occidental, Australia o América del Norte) son minoritarios si los comparamos con los flujos en los llamados países del Sur. Por ello, no parece lícito argumentar con el peligro de la invasión cuando en realidad es una porción pequeña de personas, porcentualmente hablando, aunque creciente, la que actualmente se dirige desde el Sur a Europa.

Los “legales” y los “irregulares”

Telos: ¿Qué hacer para regular la irregularidad?

F.M.: ¿Qué se puede decir de los inmigrantes «irregulares», la piedra de toque de la solidaridad de los países desarrollados con los subdesarrollados? Se encuentra en vigor toda una serie de instrumentos internacionales regionales destinados a proteger los derechos de los trabajadores migrantes. Se refiere prácticamente siempre a los que se encuentran «regularmente» en el territorio del Estado de acogida, es decir a los que han cumplido los trámites legales para el acceso al territorio y al trabajo: permiso de trabajo previamente adquirido, permiso de residencia concomitante o no con el anterior, etc.

Sin embargo, con alcance general sólo la Convención Internacional sobre la Protección de los Derechos de Todos los Trabajadores Migrantes y de sus Familiares, adoptada por las Naciones Unidas (Resolución 45/158, del 18 de diciembre de 1990) establece un régimen que protege también derechos de los trabajadores que están «irregularmente» en un Estado Parte. La parte III de la Convención (arts. 8-35) regula los derechos humanos de «todos los trabajadores migratorios y de sus familiares». Por eso, es una Convención escasamente ratificada, lo que la priva de su carácter paradigmático. Solamente quiero destacar que la expulsión colectiva de todos los trabajadores migrantes y de sus familiares está prohibida (art. 22); que dichos trabajadores gozarán de un trato que no sea menos favorable que el que reciben los nacionales, en lo tocante a remuneración y otras condiciones de trabajo y empleo; y que, con alcance general, se reconoce su derecho de afiliación sindical (art. 26). He aquí una Convención que el Estado español debería ratificar, de modo que queden superadas las legítimas reticencias que se han planteado en torno a la constitucionalidad de determinados artículos de la Ley sobre Derechos y Libertades de los Extranjeros en España y su Integración Social (L.O. 4/2000, de 11 de enero, en su redacción dada por la Ley Orgánica 8/2000, de 22 de diciembre).

Quisiera añadir algunas consideraciones sobre un tema tan duro como es el del trato a los inmigrantes irregulares que, por lo que a España se refiere, siguen viniendo y muriendo en el Estrecho de Gibraltar, llevados por su extrema necesidad y conducidos en la mayor parte de los casos por mafias sin escrúpulos. El «fenómeno» de las migraciones irregulares exige ser afrontado para una regulación justa en una doble perspectiva:

–La individual, la propia de cada persona que llega, en patera o como sea, sin sus papeles “en regla”; o que deviene irregular por haber caducado sus permisos de trabajo o residencia, etc. Cada ser humano, sobre la base del deber de respeto universal a su dignidad, tiene una situación propia que debe ser examinada en concreto, desde el doble punto de vista de respetar sus derechos humanos básicos (un mandato de nuestra Constitución) y del de ser tratado humanitariamente teniendo en cuenta su posible acogida. Para ello es necesario dotar a las administraciones públicas de los medios materiales y humanos necesarios, tanto para el examen de cada solicitud de acogida (no sólo de refugio propiamente dicho), o para atender adecuadamente al llegado (decenas de casos de «malos tratos» han sido denunciados por parte de inmigrantes, no solamente de «irregulares»), como para «integrar» al acogido (temporal o definitivamente) en la sociedad española. Hay pues un principio de individualización del examen de la situación de cada inmigrante irregular. Me temo que ni en los casos en que hay un deber de proteger «reforzadamente» al llegado o devenido irregular (niños cuyos padres o familiares próximos no son identificados, mujeres embarazadas, ancianos, parientes próximos “reunificables”, etc.) existan hoy medios, estructura y voluntad política bien definida en las leyes y prácticas de las administraciones españolas. ¿Qué legitimidad puede tener una situación en la que muchos «irregulares» son tolerados de facto porque «no se les puede expulsar por ahora»? ¿Qué ocurre con quienes, si bien están provistos de permiso de trabajo carecen de trabajo porque su puesto ha sido «ocupado» por otros extranjeros más «dóciles» o baratos? ¿Por qué los niños de inmigrantes –regulares o irregulares, tanto da– carecen en un elevado porcentaje de escolarización adecuada?: éstas son sólo algunas preguntas pertinentes para la política actual.

–La colectiva, la propia de la dimensión «grupal» de los «irregulares». La lucha contra las mafias de la inmigración es fundamental, pero ello no agota la dimensión colectiva del fenómeno. La irregularidad no debe ser combatida con una política de expulsión o devolución sistemática al país de origen (éste, imposible de identificar en muchas ocasiones).

P.A.: En el tema de los irregulares lo primero que hay que tener en cuenta, y a veces precisamente se olvida, es que el 90 por ciento de los inmigrantes ingresan en territorio español «legalmente», es decir, con el correspondiente visado de estancia, o sin él, en virtud de convenios de supresión de visados. Es una vez efectuado el ingreso, ante la dificultad-imposibilidad de hallar canales jurídico-administrativos de normalización cuando las personas migrantes se ven abocadas a la irregularidad.

Diariamente nos encontramos en nuestros despachos con casos de personas con plenas posibilidades de integración social y laboral; con las oportunas ofertas de trabajo, que no pueden normalizar su situación como consecuencia de las políticas migratorias que denomino de cierre de fronteras o de inmigración 0.

A título de ejemplo, durante 2002 cualquier oferta de trabajo, por muy razonable que fuese o por muy necesaria que apareciera para la empresa ofertante, ha sido rechazada sobre la base de una hipotética contradicción de esa contratación con la situación del mercado nacional. ¿Cómo se va a conseguir que personas que han ingresado en territorio español-europeo se sitúen de nuevo fuera de la frontera en espera de la sacrosanta autorización administrativa para trabajar y del visado de residencia, si sabe que en un 99 por ciento de los casos va a ser denegada y no va a poder reingresar?

Tras los importantísimos y a veces dramáticos esfuerzos para lograr la entrada, ¿cómo arriesgarse a salir? ¿Por qué personas que pueden lograr su integración sociolaboral y son necesarias para las empresas y la economía española ven imposibilitada su posibilidad de normalización?, ¿acaso existe algún interés oculto en fomentar estas situaciones? En un mundo en el que se proclama la libertad de comercio y de empresa, ¿sobre la base de qué criterios se limita la libertad de contratación de las empresas? Por otra parte, ¿sobre la base de qué legítimos intereses o argumentos pueden las organizaciones sindicales oponerse a la normalización de los trabajadores extranjeros extracomunitarios que se ven imposibilitados a acceder al empleo sobre la base de una protección a todas luces «inmoral» del «trabajador nacional»? En relación con los visados, ¿sobre la base de qué irrefutable principio no puede validarse un visado para trabajar sin necesidad de salir del territorio? Italia, en un tiempo conoció un visado que denominaron de «búsqueda de empleo», el extranjero que encontraba trabajo podía normalizar su situación sin necesidad de salir de Italia, tramitando su autorización y visado en el interior del territorio italiano. No alcanzo a entender por qué esta sencilla reforma que posibilitaría la normalización de muchas personas encuentra tan férrea oposición en la administración española y europea.

Una última reflexión: las fronteras no son impermeables y los intentos de cierre van acompañados de movimientos de organizaciones, a veces verdaderamente mafiosas, que precisamente son creadas para tratar de salvar estos controles. Paradójica y contradictoriamente la lucha contra la irregularidad favorece no sólo su incremento, sino el surgimiento de organizaciones especializadas en el movimiento trasnacional que endurecen sus métodos conforme los límites resultan más restrictivos y difíciles. Consiguiéndose con ello una espiral, a veces muy violenta, de imprevisibles consecuencias.

F.G.: Los conceptos de «inmigración legal» o de «control de fronteras», como el de «umbral de tolerancia», están trufados de ideología y condicionados por las opciones políticas de quienes los lleven a la práctica. Por ejemplo, la política de «inmigración legal y ordenada» que dice promover la actual ley de Extranjería, y con la que nadie podría estar en principio en desacuerdo, no contempla el supuesto de los inmigrantes irregulares inexpulsables, a los que deja en el más absoluto desamparo y sin ningún derecho, salvo el de recurrir a la delincuencia para sobrevivir: ¿qué política de «inmigración legal» es, salvo que se juegue con las palabras, la que empuja a una parte de los inmigrantes a la ilegalidad y a la delincuencia? Está bien que la «inmigración legal» potencie las vías de los convenios bilaterales, los contratos de trabajo en origen y los cupos anuales de trabajadores inmigrantes, pero ¿puede decirse que esas vías agotan todas las posibilidades de la «inmigración legal» y que no existen otras igualmente válidas y complementarias? Por supuesto, los problemas de convivencia e integración que plantea la llegada de personas con culturas y costumbres distintas son reales pero pueden agravarse –y desgraciadamente se están agravando– o suavizarse, según las políticas que se aplican y el talante de quienes las aplican.

Geopolítica migratoria

C.E.: Voy a insistir en el escenario que desde la perspectiva de las relaciones internacionales afecta y afectará en el futuro inmediato a la sociedad española. España no es sólo como país desarrollado y con una posición geográfica concreta la primera frontera, la más inmediata, del Norte para los países del Sur en el Mediterráneo. España es también parte de la UE, primera potencia comercial del mundo, atractivo polo de desarrollo y transmisor continuo de dicho modelo al resto de la sociedad internacional a través de los medios de comunicación. Si hasta fines de los años 80 España era tierra de tránsito, en los 90 ha dejado progresivamente de serlo por varios motivos: porque su desarrollo la ha ido haciendo más y más atractiva; porque bien la saturación bien los controles de los otros Estados occidentales han ido haciendo más y más difícil el establecimiento en ellos; porque el sector informal de la economía española demanda determinada mano de obra de fácil oferta; y porque el proceso degenerativo tanto económico como político en muchas sociedades del Sur ha crecido exponencialmente.

Esto último ha tenido reflejos en nuestro entorno geográfico inmediato que no debemos olvidar. Hace 10 ó 15 años, los países del norte de África no tenían los problemas que hoy tienen con la inmigración irregular dentro de sus fronteras y luchaban por canalizar sus propios excedentes de mano de obra nacional hacia el exterior. Egipto, que optaba por los países del Golfo, Irak o Libia para colocar dicho excedente de mano de obra, sufrió un duro revés con motivo de la segunda guerra del Golfo (1991) y el enfriamiento de las relaciones con el régimen de Saddam Hussein; Libia ha venido siendo una solución para parte de la mano de obra desempleada de Egipto (un millón de egipcios vive y trabaja en Libia, igual que decenas de miles de tunecinos, marroquíes y palestinos) y podría serlo para muchos más en un contexto sano de integración regional magrebí; y Marruecos, Argelia y Túnez tenían que unir en esos años al problema de sus excedentes nacionales de mano de obra la llegada creciente de irregulares procedentes de un Sahel y de un África Subsahariana cada vez más convulsos. La convulsión de África Subsahariana, que viene afectando tanto a los países del Magreb como a nosotros, los españoles y europeos, se produce por varios motivos: las guerras, que lamentablemente nunca han escaseado en el continente, al igual que las hambrunas, pero también fenómenos nuevos como las enfermedades, y, sobre todo, el SIDA. Y todo ello –quizás esto es lo más importante– en un contexto de post-Guerra Fría que ha hecho que el mundo de la globalización, en principio menos rígido y en el que se constituyen nuevos polos, de entre los que destaca la UE, ofrece una potencial vía de escape.

Volviendo a España, se ha visto afectada y lo seguirá estando en los próximos años por otras corrientes migratorias de distinto origen. La degradación de la situación económica y política en algunos países de una región lejana en lo geográfico pero próxima en lo afectivo y cultural como es Iberoamérica ha hecho que nuestro país aparezca como potencial solución para ciudadanos de países como Colombia, Ecuador, Perú o, más recientemente y de forma importante, Argentina. Por otro lado, la propia evolución de la UE –y dentro de ella la puesta en marcha, por parte de algunos países pertenecientes a ésta, del llamado Espacio Schengen– hace que la ya casi inexistente frontera como realidad física con esos países sea también potencial y real vía de entrada de inmigrantes. Finalmente, a todo ello se añaden las transformaciones profundas producidas en los países de Europa Central y Oriental (PECO), algunos de ellos ya aliados en la OTAN y pronto socios en la UE, y en otros países, sumidos en duros procesos de transformación política y económica. Este es el marco general vigente hoy, y lo será durante años desde una aproximación típica de las Relaciones Internacionales. Ante ello cabe preguntarse legítimamente qué hacer.

España como Estado y miembro de la UE puede y debe controlar los flujos que llegan a su territorio. Es obligación primera del Estado mantener la estabilidad, seguridad y bienestar de la sociedad. A renglón seguido, y como la «mano invisible» del mercado no resuelve los problemas planteados, y menos en un contexto de fuerte economía informal al que repetidamente nos remitimos para el caso español, es fundamental que el Estado vele por el respeto de los derechos de todos los trabajadores y sus familias, y que, al mismo tiempo, luche por erradicar dicha informalidad que si bien es salida inmediata para muchos, es también fuente de atracción insana para otros y marco idóneo para la explotación. España debe propiciar el desarrollo en otros países, especialmente aquellos de los que procede el grueso de la inmigración. Esto, dicho así, parece irrebatible, tanto política como moralmente; pero económicamente no es tan simple.

Esto es así por varios motivos que podemos ilustrar perfectamente en el mejor laboratorio de existe para el estudio de la aplicación de tal axioma: las relaciones hispano-marroquíes. España lleva largos años volcando importantes esfuerzos de cooperación en Marruecos y, dentro de él, en la región septentrional del país que es el origen principal de la mayoría de sus emigrantes. Aquí no hay que olvidar nunca el problema que Marruecos sufre de inmigración irregular subsahariana, cada vez más presente en las pateras que llegan a Andalucía o a Canarias pero también cada vez más presente en las calles de Tánger o de Casablanca. Por otro lado, y los españoles no lo debemos de olvidar, los procesos de modernización y transformación económica, en sus primeras fases, crean desempleo y no al contrario; esta aseveración –que nos lleva a escenarios de los años 80 en España, cuando se desmantelaba no sin sufrimiento una parte importante de nuestro tejido industrial– es y será aplicable en los próximos años a países próximos a nosotros como Marruecos y Argelia, y ello será así tanto en el marco de sus transformaciones internas como en el de su adaptación a la Zona de Libre Cambio (ZLC) que ellos y nosotros, la UE, nos hemos propuesto crear en el horizonte de 2010 en la región euro-mediterránea. A diferencia de nosotros, españoles, que tuvimos el apoyo financiero de la UE ya como miembros de pleno derecho y que contábamos con una clase media lo suficientemente amplia para resistir el golpe como sociedad, nuestros amigos magrebíes no cuentan más que consigo mismos, con estructuras económicas endebles, con un compromiso de apoyo claramente insuficiente de los grandes actores de la sociedad internacional y, por ende, con la presión migratoria desde el Sur, el suyo y también el nuestro, que difícilmente va a verse frenado en los próximos años.

La necesidad de políticas multilaterales

Telos: ¿Cabría plantear alguna propuesta, solución, recomendación?

C.E.: Frente al catastrofismo en el que sería fácil caer, es fundamental activar instrumentos múltiples. Los acuerdos de España con países terceros deben de ampliarse y mejorarse –esto ya se ha hecho (Marruecos, Ecuador, Colombia, Nigeria) o se está haciendo (Mauritania, Malí, Senegal, Rumania)– y éstos deberán combinar los intereses inmediatos de readmisión de irregulares con otros instrumentos de cooperación al desarrollo integrados en estrategias coherentes y viables. Hasta la fecha la única experiencia que España tiene de intento de integrar un acuerdo de readmisión de extranjeros con una estrategia de cooperación al desarrollo, la existente con Marruecos, parece no haber funcionado, por motivos ante todo políticos. El Acuerdo de Readmisión (1992) y el Acuerdo de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación (1991) constituyen en sí mismos instrumentos enormemente importantes y ambiciosos: el primero ha funcionado, aunque con altibajos, y hoy lo hace a pleno rendimiento, siendo además modelo para otros similares a firmar con otros Estados y para el que la UE deberá firmar con Marruecos; el segundo, enmarca una aproximación ambiciosa pero ha sufrido los vaivenes políticos. Lo importante es mejorar el clima político, profundizar el contenido de los acuerdos y que éstos sirvan para estimular todo tipo de aproximaciones entre actores diversos (Estado central, Comunidades Autónomas, entidades locales, empresarios, ONG, etc.) e involucrar a otros Estados en el desarrollo de Marruecos.

Ideas originales que se han experimentado ya –la práctica italiana de la ayuda a la formación con docentes italianos en países balcánicos como Albania, para preparar a futuros inmigrantes–; o el modelo, también italiano, del visado de «búsqueda de empleo» al que hacía alusión Pascual Aguelo; unido todo ello a propuestas interesantes como la muy clarividente que hiciera Manuel Pimentel, siendo aún Ministro de Trabajo, de abrir oficinas del Instituto Nacional de Empleo (INEM) de España en el norte de Marruecos, deberían ser inventariadas y estudiadas por círculos académicos como el nuestro para servir de apoyo al urgente esfuerzo que de los Estados se espera.

Incrementar la cooperación al desarrollo es para muchos la panacea, la respuesta fácil a todos los males y la mejor forma de tranquilizar la propia conciencia, pero tales exigencias deben hacerse con claridad e información. No hay soluciones realistas en el horizonte sin transformaciones políticas en los países del Sur que lleven a un reparto más racional de la riqueza y del poder político y sin una sana integración económica y política entre los países del Sur que convierta a éstos, y a las distintas subregiones que conforman, en proyectos viables de futuro. Es precisa una mayor interpenetración entre Estados y sociedades del Norte y del Sur. A título de ejemplo, la cada vez más famosa iniciativa NEPAD (New Economic Partnership for African Development), que tantas esperanzas viene provocando, no es fruto de una reflexión occidental o del tándem Banco Mundial-FMI, sino de algunos jefes de Estado africanos –Adelaziz Buteflika (Argelia), Olusegun Obasanjo (Nigeria) y Thabo Mbeki (Sudáfrica), a los que se unió Abdulaye Wade (Senegal) con su “Plan Omega” para África– que incluye el buen gobierno, la democracia y la lucha contra la corrupción, para encontrar verdaderas soluciones a los auténticos problemas.

P.A.: Lo que hay que tener en cuenta es que el fenómeno de la migración es un proceso global cuya carga más importante es sostenida paradójicamente por los países del Sur, y que por consiguiente a todos nos corresponde pensar en su solución, no parcial, sino global. Debe destacarse la importancia de las políticas de ayuda al desarrollo como reguladoras de flujos migratorios. Pero es conveniente no olvidar que sólo un cambio de las actuales estructuras socioeconómicas globales permitirá actuar sobre las tendencias que impulsan a las personas a emigrar. Sólo así se conseguirá disminuir el flujo migratorio como necesidad vital de búsqueda de unas condiciones dignas de vida.

F.M.: La lucha contra las mafias de la inmigración y la protección de la seguridad interna de los Estados no deben impedir la racionalización humanitaria de un fenómeno de nuestro tiempo originado en gran medida por las «injustas estructuras» de la sociedad internacional. Los Estados democráticos deben encabezar la puesta en práctica de principios humanitarios y de respeto a los derechos humanos de todos.

La UE y España forman parte de la Comunidad Internacional, la cual ya ha elaborado instrumentos, por lo menos programáticos, para afrontar, desde la perspectiva de las sociedades desintegradas del Tercer Mundo, una regulación más justa de los fenómenos migratorios. Y ello no solamente para humanizar la acogida sino para prevenir la huida o viaje a ninguna parte del migrante que vive en condiciones de miseria. Esos proyectos de co-desarrollo y de atención en el origen (además de los de «retornos voluntarios») deben desplazar a una visión puramente defensiva de «Europa fortaleza». Pero, ¿se hace eso, en particular con las personas provenientes de los países del África Subsahariana con los cuales únicamente se buscan acuerdos para la devolución de los irregulares?

El retrato de la inmigración en los medios masivos

Telos: Un fenómeno de interés general en todos sus aspectos como el de la inmigración, ¿está tratado convenientemente en los medios de comunicación o se abusa en exceso de la simplificación y la generalización?

F.G.: La simplificación y la generalización son dos rasgos poco menos que naturales del tratamiento informativo de cualquier asunto por razones de comprensión y de espacio. No iba a ser una excepción el tema de la inmigración. Bien es cierto que los riesgos de una simplificación y generalización excesivas se multiplican en el caso de la inmigración por la variedad de datos informativos que confluyen en ella, en gran medida nuevos y desconocidos para el informador, y por las distintas percepciones y sensaciones que se mueven en torno a ese fenómeno. En todo caso, yo creo que una cuestión previa al hecho informativo sobre la inmigración es el uso adecuado del lenguaje que debe emplearse. En cualquier información es una exigencia básica del periodista. Pero en la referente a la inmigración, con mayor motivo. Los medios profesionales son conscientes de ello y la prueba es que éste es un asunto que abordan los manuales de estilo y es tratado en seminarios y congresos de periodistas. Otra cosa es que el resultado deje que desear en la práctica diaria de los medios de comunicación por razones diversas, unas debidas a la propia estructura de los medios y otras, a la tendencia periodística a los tópicos y a las frases hechas.

Entre las normas o recomendaciones al uso en el ámbito profesional periodístico para abordar el tratamiento informativo de la inmigración se destacan la de no incluir el grupo étnico, el color de la piel, el país de origen, la religión y/o la cultura si no es estrictamente necesario para la comprensión global de la noticia; y la de buscar un discurso informativo equilibrado, ecuánime y basado en fuentes plurales. Es evidente, respecto a lo primero, que existe un discurso político y social dominante sobre la inmigración que tiende a resaltar dichos trazos y, como desgraciadamente está ocurriendo, el discurso periodístico termina contaminándose, sobre todo si la mayoría de los medios de comunicación se muestran acríticos o próximos a ese discurso político. En relación a las fuentes plurales, el trabajo periodístico sobre la inmigración se encuentra con la dificultad de no tenerlas a mano fácilmente, salvo las institucionales u oficiales. Las fuentes de información más consultadas cuando se cubre una información sobre inmigrantes son: ministerios, fuerzas de seguridad, ayuntamientos, expertos en inmigración y ONG. Pero casi nunca son consultados los inmigrantes. La rutina de la producción informativa y, con frecuencia, la falta de informadores estables y especializados en el tema –algo cada vez más generalizado en los medios– tienen buena parte de culpa.

No hay que olvidar la importancia que tienen, en relación con el lenguaje periodístico, las imágenes (fotografías, vídeos, etc.). Éstas son el elemento más susceptible de ser manipulado, de modo que puede llegar a transformar totalmente el sentido de la información, ocultando o deformando la realidad informativa. En el caso de la inmigración, la imagen sí que puede decirse que vale más que mil palabras. Por ejemplo, la capacidad mediática de la imagen de la patera y de los inmigrantes llegando como pueden a las playas ha inspirado, sin duda, la reconducción de la política migratoria poniendo el énfasis cada vez más en el discurso del orden público, de la seguridad y de la eficacia policial. Estas imágenes potencian una visión social de la inmigración como invasión y poco pueden hacer frente a ella editoriales razonados e informaciones rigurosas.

C.E.: Es evidente que la cobertura informativa de la inmigración como fenómeno social relativamente nuevo en España es, en general, simplificadora y generalista. Para explicarlo, voy a fijarme en tres realidades, a saber: (i) el desconocimiento ante la falta de perspectiva histórica que la sociedad española, en general, y sus profesionales de la información, en particular, tienen sobre la cuestión migratoria; (ii) la aproximación positiva, humanista, simplista, e incluso ingenua, a la cuestión migratoria; y, finalmente, (iii) la aproximación negativa, la que despierta viejos fantasmas presentes en el subconsciente colectivo, la que también generaliza en negativo y utiliza al inmigrante, regular e irregular, como chivo expiatorio. Veamos a continuación cada una de estas realidades:

(i) La inmigración es un fenómeno nuevo en España, aunque esta novedad en modo de alguno debe de servir a estas alturas de excusa para seguir manteniendo niveles de conocimiento tan pobres como los que tenemos hoy. Cuando hace más de una década analizábamos la realidad española, en general, y sus relaciones con los vecinos meridionales, en particular, la inmigración no aparecía aún como una cuestión importante. El terreno de las sensibilidades, los clichés y las percepciones mutuas tienen también su importancia. Por su condición de país-frontera, no sólo la bilateral sino sobre todo la Comunitaria y la económica Norte-Sur, España se encuentra en una posición muy delicada. Aunque una parte importante de la inmigración, regular e irregular, puede acceder a España por las fronteras terrestres con Francia y Portugal –países pertenecientes como España al Espacio Schengen– es indudable que la muy mediatizada frontera sur (la terrestre con Marruecos a través de Ceuta y Melilla, el Estrecho, y el acceso a las Islas Canarias) es la más atractiva para los medios de comunicación y es “la frontera” por antonomasia para el ciudadano de a pie. Así, el inmigrante que es noticia es el inmigrante irregular, destacándose las condiciones en las que llega y simplificándose las razones por las que intenta acceder a nuestro país. Corroborando lo dicho en el mensaje inicial, aquí desaparecen las mafias que permiten el acceso y los explotadores en cuyas manos caen muchos de estos inmigrantes, y desaparecen también las contradicciones políticas y económicas existentes en sus países y regiones de origen; de hecho, el problema acaba convirtiéndose en un problema humano en el que a un Norte rico (España o la UE) intentan acceder los ciudadanos de un Sur pobre y explotado, un reduccionismo que como todo reduccionismo es enormemente pernicioso.

(ii) En consecuencia, algunas buenas conciencias (personalidades políticas, religiosas o de la cultura, ONG, y otros actores) comienzan a presionar, con mensajes simplistas pero atractivos, para que las fronteras se abran –dejando de lado, por supuesto, posibles consecuencias, compromisos internacionales de España, etc.– o para que nuestra ayuda al desarrollo destinada a determinados países se multiplique exponencialmente, afirmación hecha en clave de buena conciencia pero también de desconocimiento de los mecanismos de la ayuda al desarrollo, de las disponibilidades nacionales o de la experiencia previa en la ayuda destinada a los países de los que proceden gran parte de los inmigrantes.

(iii) Frente a la imagen paternalista que se transmite, existe una imagen negativa, también reduccionista, que es enormemente peligrosa. En este apartado se habla, y es un mensaje que también puede extenderse bien, del inmigrante –sin distinguir entre regulares e irregulares– como amenaza: el inmigrante que delinque, que nos roba el empleo, que no se integra, que trae consigo costumbres primitivas y bárbaras, etc. Aunque en muchas ocasiones diversos órganos de la Administración se cuestionan la oportunidad de transmitir a la población determinados análisis –por ejemplo, estudios de las fuerzas de seguridad que demuestran con datos el protagonismo creciente en determinados delitos de ciudadanos de determinado origen–, es evidente que determinados focos de marginalidad que se van creando permiten a algunos alimentar mensajes de carácter racista y xenófobo, y realidades específicas que pueden ser definidas correctamente acaban convirtiéndose, a veces, en verdaderos problemas por el tratamiento que reciben en los medios de comunicación. A título de ejemplo, y ante la reciente condena del asesino de dos ciudadanos de El Ejido (Almería), todos recordamos cómo el tratamiento mediático de lo allí acontecido hace casi tres años contribuyó a avivar aún más el fuego. No debe de olvidarse que determinadas expresiones o la culpabilización de un colectivo pueden despertar, en el marco de acontecimientos trágicos, toda una serie de «fantasmas» y de clichés que las sociedades llevan dentro, y provocar situaciones que en lo que a El Ejido respecta siguen plenamente presentes al ser recordadas de forma interesada por medios de comunicación y de análisis en Marruecos.

Participantes del Debate:

Además de la coordinadora, Pilar Diezhandino (ver colaboradores), han participado en este debate:

Pascual Aguelo: Abogado, Presidente de la Subcomisión de Extranjería del Consejo General de la Abogacía.

Carlos Echeverría Jesús: Doctor en Ciencias Políticas y de la Administración. Especialista en estudios internacionales –seguridad, defensa y cooperación– y Profesor de Relaciones Internacionales de Ciencias Políticas de la UNED.

Francisco Gor: Licenciado en Filosofía y Letras. Periodista de profesión, es editorialista del diario español El País.

Fernando Mariño: Catedrático de Relaciones Internacionales de la Universidad Carlos III de Madrid.

Artículo extraído del nº 54 de la revista en papel Telos

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María Pilar Diezhandino Nieto