¿A qué se puede llamar hoy televisión pública?


Por Jesús Martín-Barbero

La evolución y el papel futuro de la televisión pública sirve de base para un análisis panorámico de las transformaciones sufridas por la cultura y la comunicación social en el marco de las nuevas tecnologías. Una especial atención se presta a las condiciones de la modernidad latinoamericana y de la construcción de sus identidades culturales.

Sentido y alcance de la crisis de lo público

A fines de los años setenta Richard Sennet, en un libro ya clásico, señaló que “el espacio público es ahora un área de paso, ya no de permanencia” (01). La metáfora de Sennet apunta al meollo de la mutación que lo público experimenta hoy, pues en una sociedad descentrada como la actual –en la que ni el Estado ni la Iglesia, ni los partidos políticos, pueden ya vertebrarla– y estructuralmente mediada por la presencia de un entorno tecnológico productor de un flujo incesante de discursos e imágenes, no puede resultar extraño que lo público se halle cada día más emborronado políticamente e identificado con lo escenificado en los medios, mientras el público –cada vez más lejano del pueblo– es identificado con sus audiencias, y éstas con el rating y los sondeos. Y sondeada –sometida a un montón de sondeos diarios– la sociedad pierde su conflictiva heterogeneidad reduciéndose a una pasiva existencia estadística.

Son las transformaciones mismas del sentido de lo público las que se hallan ligadas en buena parte a la mediación que los cambios tecnológicos operan en los modos como la política expresa las nuevas lógicas de la globalización económica. De un lado, las tecnologías telemáticas expanden los imaginarios legitimadores de una globalización neoliberal que, a su vez, intensifican la percepción inevitable de la devaluación que la globalización efectúa sobre el espacio/tiempo de lo nacional, hasta hace bien poco el único espacio de lo público. De otro lado, los movimientos de democratización desde abajo encuentran en las tecnologías –de producción como la cámara portátil, de recepción como las parabólicas, de postproducción como el computador y de difusión como el cable– la posibilidad de multiplicar las imágenes de nuestras sociedades desde lo regional a lo municipal e incluso lo barrial. Aunque para la mayoría de los críticos el segundo movimiento no puede compararse con el primero por la desigualdad de las fuerzas en juego, soy de los que piensan que minusvalorar la convergencia de las transformaciones tecnológicas con el surgimiento de nuevas formas de ciudadanía –lo que ya en solitario anticipara W. Benjamin al analizar las relaciones del cine con el surgimiento de las masas urbanas en su potencial de transformación– sólo puede llevarnos de vuelta al miope maniqueísmo que ha paralizado durante años la mirada y la acción de la inmensa mayoría de las izquierdas en el campo de la comunicación y la cultura. Claro que el sentido de lo local o lo regional en las televisiones por cable varía enormemente pues va desde el mero negocio hasta lo mejor de lo comunitario. Pero son nuevos actores los que en no pocos casos toman forma a través de esas nuevas modalidades de comunicación que conectan –rediseñándolas– las ofertas globales vía parabólicas y cable, con las demandas locales. Hay nuevas tensiones estratégicas que fuerzan a los medios a cambiar, tensiones entre su predominante carácter comercial y el surgimiento de nuevas figuras y expresiones de la libertad, entre su búsqueda de independencia y las condiciones que crean los procesos de globalización, entre sus tendencias a la inercia y las transformaciones que imponen los cambios tecnológicos y algunas nuevas demandas de los públicos.

También el sentido de los públicos (02) ha cambiado, es la transformación de la cultura de masas en una cultura segmentada, que es la forma como la industria mediática asume que el público o la audiencia no designa a un ente indiferenciado y pasivo sino la diversidad de gustos y modos de consumir. En los últimos años los medios interpelan y construyen una audiencia que, aunque es masiva por la cantidad de gente a la que se dirige, ya no lo es por relación a la uniformidad y la simultaneidad de los mensajes. Cierto que hay homogeneización en nuestra sociedad pero ella, más que efecto de los medios, es condición de funcionamiento del mercado en general, pues los actuales modos de producción cultural de los medios van en la dirección de la fragmentación y especialización de las ofertas y los consumos. Ahora bien, la construcción de públicos que ha jugado, desde la prensa del siglo XIX, un papel democratizador en la sociedad al abrir el acceso de los bienes informativos y culturales a sectores diversos a las elites, adquiere hoy una marcada ambigüedad. Si la segmentación de públicos sigue, en cierta medida, teniendo un rol democratizador –como en el caso de las emisoras musicales que atienden demandas de los diferentes grupos de edad y de diversos tipos de gustos/consumos culturales– estamos sin embargo ante una fragmentación de la oferta que funcionaliza las diferencias socio-culturales a los intereses comerciales; esto es, tiende a construir solamente diferencias vendibles.

La mediación de la “visualidad”

La cada vez más estrecha relación entre lo público y lo comunicable –ya presente en el sentido inicial del concepto político de publicidad en la historia trazada por Habermas– pasa hoy decisivamente por la ambigua, y muy cuestionada, mediación de la visualidad. Pues la centralidad ocupada por el discurso visual –de las vallas a Internet pasando por la televisión– es casi siempre asociada, o llanamente reducida, a un mal inevitable, a una incurable enfermedad de la política contemporánea, a un vicio proveniente de la decadente democracia norteamericana, o a una concesión a la barbarie de estos tiempos que tapan con imágenes su falta de ideas. Y no es que en el uso que de la imágenes hace la sociedad actual y la política haya no poco de todo eso, pero lo que necesitamos comprender va más allá de la denuncia, hacia lo que la mediación que la visibilidad produce hoy socialmente, único modo de poder intervenir sobre ese proceso. Y lo que en la hegemonía de las imágenes se produce es, en primer lugar, la salida a flote, la emergencia de la crisis que sufre, desde su interior mismo, el discurso de la representación. Pues si es cierto que la creciente presencia de las imágenes en el debate, las campañas y aun en la acción política, espectaculariza ese mundo hasta confundirlo con el de la farándula, los reinados de belleza o las iglesias electrónicas, también es cierto que por las imágenes pasa una construcción visual de lo social, en la que la visibilidad recoge el desplazamiento de la lucha por la representación a la demanda de reconocimiento. Lo que los nuevos movimientos sociales y las minorías –las étnias y las razas, las mujeres, los jóvenes o los homosexuales– demandan no es tanto ser representados sino reconocidos: hacerse visibles socialmente en su diferencia. Lo que da lugar a un modo nuevo de ejercer políticamente sus derechos. Y, en segundo lugar, en las imágenes se produce un profundo descentramiento de la política tanto sobre el sentido de la militancia como del discurso partidista. De ello son evidencia tanto las encuestas o sondeos masivos con los que busca legitimar el campo de la política como la proliferación creciente de observatorios y veedurías ciudadanas. Resulta bien significativa esta, más que cercanía fonética, articulación semántica entre la visualidad tecnológica, la visibilidad de lo social que posibilita la constitutiva presencia de las imágenes en la vida publica, y las veedurías como forma actual de fiscalización e intervención de los ciudadanos.

De otra parte, el vacío de utopías que atraviesa el ámbito de la política se ve llenado en los últimos años por un cúmulo de utopías provenientes del campo de la tecnología y la comunicación: “aldea global”, “mundo virtual”, “ser digital”, etc. Y la más engañosa de todas, la “democracia directa» (03) atribuyendo al poder de las redes informáticas la renovación de la política y superando de paso las “viejas” formas de la representación por la “expresión viva de los ciudadanos”, ya sea votando por Internet desde la casa o emitiendo telemáticamente su opinión. Estamos ante la más tramposa de las idealizaciones ya que en su celebración de la inmediatez y la transparencia de las redes cibernéticas lo que se está minando son los fundamentos mismos de lo público; esto es, los procesos de deliberación y de crítica, al mismo tiempo que se crea la ilusión de un proceso sin interpretación ni jerarquía, se fortalece la creencia en que el individuo puede comunicarse prescindiendo de toda mediación social, y se acrecienta la desconfianza hacia cualquier figura de delegación y representación. Hay sin embargo en algunas de las proclamas y búsquedas de una “democracia directa” vía Internet, un trasfondo libertario que señala la desorientación en que vive la ciudadanía como resultado de la ausencia de densidad simbólica y la incapacidad de convocación que padece la política representativa. Trasfondo libertario que apunta también, entre los jóvenes y las mujeres especialmente, la incapacidad de representación de la diferencia en el discurso de la desigualdad, mientras los medios y las redes electrónicas se están constituyendo en mediadores de la trama de imaginarios que configura la identidad de los jóvenes y los géneros, las ciudades y las regiones, vehiculando así la multiculturalidad que hace estallar los referentes tradicionales de la identidad.

El debate sobre el futuro de la TV pública

A diferencia de los Estados Unidos, que salen de la segunda guerra mundial con un sistema social y una cohesión nacional fortalecidas, los países de la Europa dividida –Italia, Alemania, en menor grado Francia y casi sin traumas Inglaterra– se encuentran necesitados de restaurar la unidad nacional y la televisión vendrá a proporcionar un instrumento precioso de interpelación de las mayorías y de convocación a reconstruir el consenso y la identidad nacional (04). La primera televisión pública se hallará marcada en Europa por una concepción elitista y un sesgo fuertemente voluntarista: los intelectuales y artistas creen saber lo que las masas necesitan y con ello recrean la cultura nacional. Y hasta mediados de los años setenta en que se inicia el proceso de desregulación, el modelo público ofrecerá buenos resultados tanto desde el punto de vista cultural como en el plano político y económico. En esos años se inicia el cambio de rumbo ideológico/económico que empieza a erosionar la estabilidad del Estado del bienestar y por tanto el consenso entre estado y sociedad. La televisión va a sufrir muy pronto las tensiones que derivan del nuevo clima político. Sólo unos pocos años antes hace aparición en Estados Unidos la “televisión de servicio público” pero bajo un modelo peculiar: local y educativo (05).

La desregulación/privatización de la televisión en Europa va a producir muy pronto un nuevo escenario en el que la televisión pública pierde mucha de su audiencia y sobre todo su sentido de proyecto cultural nacional (06).Al ser puesta a competir con los canales privados por la “tarta publicitaria” y por tanto por el rating , la TV pública se verá atrapada en una cruda paradoja: o hacer una programación cada día más parecida a la de la TV privada –en base a géneros de máxima audiencia como concursos gigantescos y millonarios o talk show– o a una programación culturalmente para minorías exquisitas. Por ambos lados una gran parte de su audiencia se siente estafada: ¿por qué seguir subvencionando con dineros públicos una televisión “igualmente frívola y barata” como la privada, o por qué subvencionar una televisión “cara” sólo para las minorías cultas de siempre? Cuestiones que ha venido a reforzar la oferta segmentada y directa de satélite a antena domestica o por cable, para quienes pueden suscribirse, de canales enteros con una programación cultural de calidad o de entretenimiento diversificado.

Para los iluminados de siempre, ahora convertidos al profetismo apocalíptico, ha llegado el momento de deshacerse de la costosa y falaz juntura de TV con cultura y que el Estado apague de una vez por todas la televisión. Y de que las masas tengan lo que gustan y merecen: diversión, ruido, luz y bulla! Y sin embargo, tanto desde dentro de la institución televisiva pública como desde el ámbito de la crítica y la investigación, se apuesta por una reconstrucción del proyecto público de televisión que, haciéndose cargo de las nuevas condiciones de producción y oferta, de las innovaciones tecnológicas y las reconfiguraciones de la audiencia, ofrezca reconocimiento y expresión a la diversidad cultural de que está hecho lo nacional, represente la pluralidad ideológico-política, promueva una información independiente, plural e incluyente de las diferentes situaciones regionales. Pues justamente por la fragmentación que introduce el mercado se hace más necesaria una televisión que se dirija al conjunto de los ciudadanos de un país, que contrarreste en la medida de lo posible la balcanización de la sociedad nacional, que ofrezca a todos los públicos un lugar de encuentro, así sea cambiante y precario, que permita a los que lo quieran poder enterarse de lo que gusta a la mayoría cuando ésta no se define por el rasero del rating sino por algunos gustos y lenguajes comunes, como los que proporcionan ciertos géneros televisivos en los que convergen matrices culturales y formatos industriales.

En América Latina –mucho más cerca de Estados Unidos que de Europa, aunque culturalmente fuera lo contrario– las televisiones nacieron estatales más que públicas y muy pronto, en cuanto se expande el número de receptores entre la población, se privatizan, entrando a depender masivamente de la industria norteamericana no sólo en programación sino en el modelo de producción. Con algunas pocas excepciones –el modelo mixto en Colombia, los canales encomendados a las universidades en Chile– lo que se van a llamar canales culturales han sido un mero instrumento del estado, cascarón culturalmente vacío y sin casi producción propia, que se llena con regalos de las embajadas o con programas del servicio público de la televisión norteamericana. Sólo en los últimos años, experiencias como las del TV Cultura en São Paulo, el Canal 22 en México o Señal Colombia, replantean el viejo modelo reinventando a la vez el sentido de lo cultural y lo público en televisión, pero estamos ante excepciones que reman contracorriente. Y sin embargo el debate sigue abierto, tanto en el plano de la búsqueda de formas que posibiliten la autonomía institucional en tiempos en que el poder ejecutivo disfraza tentaciones autoritarias con proteccionismo, y el legislativo es presa descarada de intereses partidistas que oscurecen la defensa del colectivo nacional o regional, como en el plano de la redefinición de lo cultural cuando a lo que esa categoría alude no es sólo a ciertas prácticas y productos sino a dimensiones y atmósferas que se expresan en el lenguaje antropológico sin perderse en la generalidad, como cuando se habla de culturas de la salud, cultura política o científica o de género, o cuando se habla de nuevas identidades y sensibilidades.

Algunos rasgos que hacen la diferencia de la TV pública

Es pública aquella televisión que interpela al público –incluido el consumidor– en cuanto ciudadano. Ha sido paradójicamente en pleno imperio del neoliberalismo económico cuando las democracias latinoamericanas se han dado –a través de nuevas constituciones o reformas parlamentarias– el apelativo y el proyecto de ser participativas. Y bien, pocas arenas son hoy más estratégicas para hacer verdad ese proyecto que la que puede ofrecer la televisión pública. Pues sin caer en oposiciones maniqueas entre consumidor y ciudadano –que han sido lúcidamente criticadas por N. García Canclini(07)– a lo que no podemos sin embargo renunciar es a distinguirlos. Y es justamente el ámbito de la cultura –la negación a aceptar que televisión sea un ámbito de cultura es hoy una de las marcas más precisas del apocalipsis elitista– el que se está convirtiendo en espacio de reconstitución de lo público, y ello en la medida en que crecientemente por la cultura pasa el ejercicio de estrategias de exclusión pero también de empoderamiento ciudadano. La televisión pública resulta siendo hoy un decisivo lugar de inscripción de nuevas ciudadanías en las que adquiere rostro contemporáneo la emancipación social y cultural. Así las políticas de reconocimiento(08) que ponen en evidencia la dificultades que atraviesan las instituciones liberal-democráticas para acoger las múltiples figuras de ciudadanía que, desde la diversidad sociocultural, tensionan y desgarran a nuestras institucionalidades al tiempo que no encuentran forma alguna de presencia que no sea la denigrante o excluyente en la mayoría de la programación y la publicidad de las televisiones privadas. Esa desgarradura sólo puede ser suturada con una política de extensión del derecho de ciudadanía a todos los sectores de la población que han vivido por fuera de la aplicación de ese derecho(09), como las minorías étnicas o las mujeres, los evangélicos o los homosexuales. Frente a la ciudadanía de «los modernos» que se pensaba y se ejercía por encima de las identidades de género, de etnia, de raza o de edad, la democracia está necesitada hoy de una idea y un ejercicio ciudadanos que se hagan cargo de las identidades y las diferencias.

La interpelación que convoca/forma ciudadanos y el derecho a ejercer la ciudadanía hallan uno de sus lugares propios en la televisión publica, convertida así en ámbito de participación y expresión. En medio de la experiencia de desarraigo que viven tantas de nuestras gentes a medio camino entre el universo campesino y un mundo urbano cuya racionalidad económica e informativa disuelve sus saberes y su moral, devalúa su memoria y sus rituales, hablar de participación es juntar inextricablemente el derecho al reconocimiento social y cultural con el derecho a la expresión de todas las sensibilidades y narrativas en que se plasma a la vez la creatividad política y cultural de un país.

El carácter público de una televisión se halla decisivamente ligado a la renovación permanente de las bases comunes de la cultura nacional. Es lo que los historiadores ingleses llaman «common culture»(10), que es aquel fondo de memoria, calendario de hechos, tradiciones y prácticas, permanentemente necesitado de su reconstrucción en lenguajes comunes. Claro que el déficit de nuestros países en cultura del común es muy difícilmente superable, pues la historia de las exclusiones que han marcado la formación y desarrollo de los Estados-nación en Latinoamérica tiene en la cultura uno de sus ámbitos más profundos. Fuera de la nación representada quedaron los indígenas, los negros, las mujeres, todos aquellos cuya diferencia dificultaba y erosionaba la construcción de un sujeto nacional homogéneo. De ahí todo lo que las representaciones fundacionales tuvieron de simulacro: de representación sin realidad representada, de imágenes deformadas y espejos deformantes en los que las mayorías no podían reconocerse. El olvido que excluye y la representación que mutila están en el origen mismo de las narraciones que fundaron estas naciones. De ahí la necesidad ineludible de reconstituir el pacto fundacional mediante un proyecto político de democracia cultural radicalmente incluyente de todos los sujetos ciudadanos tanto tradicionales como nuevos. Y el escenario en que ese pacto puede adquirir su mayor visibilidad y reconocimiento es en la televisión común reconstruida como verdadero espacio público.

Contar las identidades culturales

Estamos pues necesitados, como nos lo recuerda constantemente Carlos Monsivais, de desplazar la mirada sobre la configuración de lo nacional, para otearla desde lo popular en su carácter de sujeto integrador, esto es de actor en la construcción de una nación que creían haber construido solos los políticos y los intelectuales. De parte del populacho, la nación «ha implicado la voluntad de asimilar y rehacer las ‘concesiones’ transformándolas en vida cotidiana, la voluntad de adaptar el esfuerzo secularizador de los liberales a las necesidades de la superstición y el hacinamiento, el gusto con que el fervor guadalupano utiliza las nuevas conquistas tecnológicas. Una cosa por la otra: la Nación arrogante no aceptó a los parias y ellos la hicieron suya a trasmano»(11). Pero el pueblo de que habla Monsivais es el que va de las soldaderas de la revolución a las masas urbanas de hoy, y lo que ahí se trata de comprender es ante todo la capacidad popular de convertir en identidad lo que viene tanto de sus memorias como de las expropiaciones que de ella hacen las culturas modernas.

Finalmente, un tercer rasgo de la televisión pública es la recreación audiovisual de los relatos en que se dice la cultura común. En Latinoamérica ha sido a partir de los años 80 cuando los llamados «estudios culturales» han comenzado a investigar las relaciones entre nación y narración(12). Y sin embargo la relación de la narración con la identidad cultural no es sólo expresiva sino constitutiva, o mejor constructiva: no hay identidad cultural que no sea contada(13). La polisemia del verbo contar no puede ser más significativa: para que la pluralidad de las comunidades culturales de que está hecha la cultura común de un país sea políticamente tenida en cuenta es indispensable que nos pueda ser contada, narrada. Contada en cada uno de sus idiomas y al mismo tiempo en el lenguaje multimedial que hoy los atraviesa mediante un doble movimiento: el de las traducciones –de lo oral a lo escrito, y de ambos a lo audiovisual– y ese otro aún más ambiguo pero igualmente constructivo que es el de las apropiaciones y los mestizajes, el de las hibridaciones.

Si ya no se escribe ni se lee como antes es porque tampoco se puede ver ni representar como antes. Pues la visualidad electrónica ha entrado a formar parte constitutiva de la visualidad cultural, esa que es a la vez entorno tecnológico y nuevo imaginario «capaz de hablar culturalmente –y no sólo de manipular tecnológicamente–, de abrir nuevos espacios y tiempos para una nueva era de lo sensible»(14). Los imaginarios populares se reencuentran en las imaginerías electrónicas de la televisión mediante un cruce de arcaísmos y modernidades no comprensible si no es desde los nexos que enlazan las sensibilidades a un orden visual de lo social en el que las tradiciones se desvían pero no se abandonan, anticipando en las transformaciones visuales experiencias que andan a la búsqueda de lenguaje. La complicidad entre oralidad y visualidad no remite en Latinoamérica a los exotismos de un analfabetismo tercermundista sino a «la persistencia de estratos profundos de la memoria y la mentalidad colectiva sacados a la superficie por las bruscas alteraciones del tejido tradicional que la propia aceleración modernizadora comporta»(15). Es de esas profundas transformaciones en la cultura cotidiana de las mayorías de las que debe hacerse cargo una televisión en la que lo público deje de remitir a las componendas politiqueras de los partidos de gobierno para significar un ámbito vital de la percepción y la participación ciudadana.

Artículo extraído del nº 51 de la revista en papel Telos

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Jesús Martín-Barbero