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Redes sociales y jóvenes en la era algorítmica


Por Manuel Gértrudix BarrioEddy Borges ReyFrancisco García García

En un contexto de auténtica plétora de datos y de desarrollo de tecnologías avanzadas de Big Data, el registro de la participación de los jóvenes en las redes sociales, en un proceso global de sensorización de la realidad, puede representar tanto una oportunidad para la mejora de la experiencia de usuario como una amenaza para la intimidad y el control de los datos almacenados sobre su experiencia en la Red.

Vivimos en una sociedad plenamente numérica; una sociedad de los ‘numerati’, en palabras de Stephen Baker (2008); una realidad en la que cada elemento, cada acción, cada intención, cada deseo y hasta cada pensamiento se traduce, por medio de los sistemas y tecnologías de la información, en números; en gigantescas cadenas binarias que son tratadas, procesadas, analizadas e inferidas con diferentes y diversos propósitos.

La tecnología es capaz de determinar, a través de sus características y del repertorio de sus virtualidades, los mecanismos de producción cultural (Manovich, 2005, p. 93); la forma en la que se constituyen sus productos, cuál es el repertorio temático y la orientación de sus discursos, y los modelos organizativos que facilita.

Ninguna tecnología es neutral (Reig; 2012, p. 148), así que esta idea, la del carácter metasistémico de la naturaleza tecnológica, revela la importancia que poseen los marcos sociotecnológicos globales en la construcción de la realidad que habitan actualmente los jóvenes. En este contexto, la actualización de los análisis de los fenómenos ciberculturales realizados por la sociología del conocimiento (Berger y Luckman, 1966; Searle, 1997) y la sociología fenomenológica (Schütz, 1962) permiten comprender la relevancia de las experiencias que se generan en la interacción de la vida cotidiana y su implicación en la construcción que los agentes sociales realizan de la realidad social mediante pautas tipificadas, lo que cobra plena actualidad en el contexto digital de las redes. Desde la sociología de la acción, la teoría de la estructuración (Giddens, 1984) aporta una visión holística y evolutiva de la sociedad que refleja con precisión la naturaleza líquida manifestada por Bauman (1999) de la Sociedad Red (Van Dijk, 1999; Castells, 2000) e ilustra sobre las competencias de los actores sociales en su dualidad práctica y discursiva.

Las redes sociales son para los jóvenes espacios privilegiados de comunicación, convivencia y exposición, en los que tejen, nodo a nodo, una parte esencial de la urdimbre de su naturaleza individual y social. Los espacios digitales en los que se desarrollan estas redes se gestan mediante el acúmulo de ingentes cadenas de construcciones e intercambios simbólicos extremadamente fugaces, pero cuya sedimentación marca la densidad semántica que las ha hecho tan relevantes. A pesar del carácter efímero de los eslabones comunicativos, el poso que deja su registro marca una diferencia fundamental en la base de la reflexión que realizamos en este texto: la capacidad de los sistemas de información avanzados de analizar, evaluar, comparar, sintetizar e incluso predecir, en una gigantesca recombinatoria, las trazas discursivas de nuestras identidades y cómo ello contribuye, en un escenario de gran complejidad, en la decisiva reconfiguración del paradigma de gestión y producción de las nuevas formas sociales del conocimiento.

Más allá del aleph: el habitus digital

Más que usarlas, los jóvenes pueblan las redes sociales; las vivencian y las hacen propias porque asisten, en su inmersión iniciática, al ritual de formar parte de comunidades en las que experimentan una existencia grupal desleída de las sujeciones espacio-temporales, atenuadas de los lazos de la sincronía y la fisicidad.

Evaluadas las redes sociales desde los postulados de la Ciencia de la complejidad, como sistemas emergentes (Johnson, 2001) y adaptativos complejos (Waldrop, 1993) podemos entender estas -y sus servicios asociados- como entornos donde colectivos distribuidos se autoorganizan para, de forma relativamente espontánea y heterárquica, sin jerarquías claramente definidas y sin un propósito necesariamente preciso, pueden activar procesos en los que la suma de las partes (de cada uno de los sujetos que participan) es capaz de provocar un efecto característico de un organismo de organización superior. Esta nueva ágora virtual concibe sus propias reglas y autogenera sus políticas para facilitar los procesos de articulación social (Echeverría, 2000). El valor de este propósito ‘inteligente’, jerarquizado y organizado reside, en el caso de los medios sociales, en la extraordinaria capacidad de agregar intereses y voluntades dispersas mediante vectores aglutinadores, precisamente por la posibilidad que ofrecen de formar parte, de tener voz, en la nueva esfera pública que es la realidad virtual social (Flichy, 2003, p. 195).

Pero esta fluidez se ha convertido también en ingravidez para verificar, ahora de un modo más sutil, una colonización consentida de la esfera privada (Bauman, 1999, p. 11). El dispositivo móvil, como epítome iniciático de la plena conectividad a la Red, ha asumido una dimensión pluriprotésica, acercándonos al primer estadio de un cuerpo que vive en el deseo de una mente cibernética. Los móviles se han convertido -por número, por prestaciones y por intensidad de uso- en un instrumento esencial del ser, del estar y de la construcción del parecer en la vida de los jóvenes. La extraordinaria capacidad de estos dispositivos ha favorecido el desarrollo de una experiencia de uso que dibuja un escenario integral en el que se solapan los procesos de comunicación, de intercambio, de búsqueda de información, de ocio y de construcción y reelaboración. La prodigalidad del acontecer digital ha reforzado, especialmente en los más jóvenes, la construcción tanto de ‘campos’ de actuación, con fuerzas que los gobiernan, como de un habitus digital de clase, en el sentido esencial definido por Bourdieu (1991).

Propietarios y a la vez cautivos. Un habitus construido desde la hiperconectividad, el yo proteico y la multiplicidad relacional (Cáceres, Brändle y Ruiz, 2013, p. 437), pero también desde el vértigo de un escapismo irredento, de un ir para estar en tránsito, del estar sin haber partido que caracteriza esa cultura Snack (Miller, 2007) en la que transitan y transaccionan más que residen. Ciertamente, los usuarios parecen haberse apropiado de los medios de producción, formando parte de toda la red de suministros y siendo agentes activos de la configuración del nuevo medio de construcción cultural que se gesta en las redes sociales (García y Gértrudix, 2011, p. 129), pero estas también se muestran como un espacio cautivo, una suerte de Necronomicón digital, sobre el que se ejerce una fuerza mercantilista de modernización forzada en el que la multifonía de voces puede acabar por convertirse en un estado amorfo, caótico, en el que cuesta identificar líneas claras y predecibles en las que moverse (Olmedo, 2016).

Frugalidad, hiperactividad, hiperestimulación o personismo no son los únicos rasgos que definen el proceder relacional de los jóvenes en el marco de las redes sociales, pero en una lógica estimulada por el solapamiento de nuevos entornos y tecnologías sujetos a ciclos de sobreexpectación cada vez más voraces (Gartner, 2016) y en los que se establecen patrones de utilidad especializada: una red, una función (García Galera y Fernández, 2016, p. 74), permiten comprender bien muchas de sus dinámicas.

En la inmensidad del espacio cibernético, en su vasta oscuridad, los jóvenes se desplazan continuamente atrapados por la enérgica fuerza de los destellos de las emergentes galaxias sociales; nómadas digitales, estos homo noosferensis (Sáez, p. 2001) viven en la persistente contradicción de un «movimiento progresivo y trepidante hacia adelante, ávido de nuevas experiencias […] y la seducción sedentaria del placer de saborear lo conquistado, de sentir el narcisismo que todo logro tecnológico produce, pero sin tiempo para descansar y revisar los bienes de la conquista» (García y Gértrudix, 2012, p. 19), en ocasiones abstraídos hasta llegar a convertirse en auténticos smobies (Pérez, 2014).

Tecnoseducciones de una vida cloud

Participar en la Red es vivir cloud, seducidos por una Lamia digital. En las agrupaciones más o menos estables que se generan en las redes sociales, los jóvenes comparten un lugar conceptual de encuentro, una sintonización colectiva, sobre uno o varios aspectos de la realidad que viven y que, al compartir, les permite interpretar dicha realidad y su contexto, desde dicha posición y para una circunstancia concreta.

Desde la perspectiva de la Teoría del Punto de Vista (Hartsock, 1998), no supone necesariamente la representación de un prejuicio o una precondición interesada, sino una posición comprometida sobre los fenómenos que les afectan e interesan, y hacerlo supone estar seducidos por un propósito.

El dispositivo tecnocultural facilita extraordinariamente esta exposición superlativa, lo que facilita el ejercicio de seducción continua (Giraldo, 2011) de los jóvenes: una actitud de posicionamiento ante los otros, un ‘estar-en-el-mundo’ que busca el reconocimiento constante a través de las construcciones simbólicas que emanan de los discursos multimediales con los que van nutriendo su presencia en las redes sociales. Pero en este modelo de uso hay también una seducción de ser observado. «Internet es un espacio de autoexhibición […] Existir en la Red es desvelarse en cierto modo, mostrarse a través de los datos, nuestros itinerarios, relaciones y decisiones» (Innerarity, 2015, p. 16).

La hiperexposición a los otros se explica también desde un nivel de implicación estimulado por un cierto efecto Hawthorne: la mejora del desempeño, en este caso el de compartir mejores fotos, vídeos más elaborados, contribuir más a una comunidad o ser un partícipe más activo, se nutre de la hiperestimulación seductora e inmediatamente gratificante de obtener feedback de cada microacción que realizamos.

No podemos obviar, tampoco, que la orientación hacia la mejora de experiencia de usuario no deja de sumar elementos que hacen cada vez más atractiva la inmersión en la hiperrealidad que facilitan los entornos virtuales. Por ejemplo, en esa extensión multiprotésica que los móviles ofrecen, las inercias de gamificación en contextos reales mediante el uso de la geolocalización -un ejemplo lo encontramos en el fenómeno Pokémon Go– han establecido nuevos estándares en la profundidad, frecuencia e intensidad del registro de la actividad de los usuarios. El nivel de precisión con el que se cincela el perfil de los jóvenes mediante estas apps plantea nuevos retos en la gestión de la huella digital: «Desde el punto de vista de la privacidad, es horrible. Das tu localización en tiempo real, en todo momento», señala Blasco (Jiménez, 2016).

Identidades e interacciones en la era algorítmica

En la nueva era algorítmica (Rainie y Anderson, 2017), una parte esencial de ese habitus digital se construye mediante el registro de la vida diaria. La complejidad creciente de los sistemas de información actuales basados en técnicas algorítmicas de selección, tratamiento, gestión y producción, que interaccionan con el registro y análisis de la actividad de los usuarios, intensificará la aporía entre la aspiración de disponer de una conciencia crítica de análisis en una realidad de hipersaturación informativa -que desbordará el fenómeno infoxicativo actual (Rodríguez y Gértrudix, 2015)- con el deseo de que los sistemas inteligentes extiendan sus capacidades cognitivas para delegar en ellos buena parte de nuestras decisiones ante la inmanejable exigencia de evaluar y responder a una realidad multiestimular agotadora. En un universo de 10 zetabytes, y en el que la información digital superará a la biológica, según cálculos de Martin Hilbert, (Hopenhayn, 2017), el procesamiento algorítmico de información ha llegado para quedarse.

La naturaleza y la capacidad de los smartphones, asociadas a su portabilidad, bajo coste y facilidad de uso (Borges-Rey, 2015), pero también a sus rasgos de extensibilidad y conectividad (apps nativas, prestaciones de los SaaS, multisensores, etc.), tales como la geolocalización o el registro de actividad del usuario, han convertido estos dispositivos en auténticas cajas negras, que realizan una grabación continuada de la existencia de los jóvenes.

El creciente incremento que las nuevas generaciones de jóvenes realizan de las redes sociales (Nielsen, 2017) y la consolidación de los smartphones y tablets como dispositivos privilegiados de acceso (García Galera y Fernández, 2016; Lella y Lipsman, 2016; IAB, 2016) establecen las condiciones perfectas para un proceso constante de registro de cuánto hacen, de cómo y cuándo se conectan, de con quién y para qué, incluso, para inferir los porqués.

Es una evidencia que la identidad de los sujetos ya no se construye solo en los espacios y las interacciones físicas, y que la huella digital en Internet, su imago virtualizada, incide directamente en la dimensión múltiple de los sujetos; una dimensión que transciende y rebosa el concepto tradicional de identidad, ya que las posibilidades de metamorfosis continua, la fascinante capacidad negociadora y mutante de los múltiples yo virtuales supone el fin de ese modelo identitario (Baudrillard, 1995). Y lo hace porque la simulación hiperreal del estar virtual ya forma parte de una elaboración consciente y premeditada del sujeto; responde al diseño selectivo de unos atributos, unos rasgos y unas actitudes que, aunque sucedan solo de forma aparente en el flujo de lo digital, el simulacro es tan vívido y tan presente que acaba por tener entidad propia. Como en el espejo de Oesed, las proyecciones de los deseos más profundos ofrecen una ‘falsedad tan auténtica’ (Eco, 1986) como seductora de la que es difícil sustraerse; y dentro, somos, pero de otro modo.

Revisitando el pleonasmo y el oxímoron que Negroponte (2000, p. 141) hacía sobre la realidad virtual, podemos comprender que ahora el simulacro es cada vez menos ficción y lo virtual se convierte en una proyección sintética de los jóvenes, en cuyos tránsitos se desliza su identidad aumentada con atributos propios de una realidad líquida y permeable. Una identidad elástica capaz de adaptarse a las situaciones y a los contextos sociales diferentes en los que interacciona sin perder el punto de retorno al que debe regresar para ajustar la mira, pero con una naturaleza plástica que se conviene a la exigencia de un cambio permanente. Una nueva actitud y una nueva ética, en suma (Jarvis, 2010, p. 117). Y es que esa identidad que construyen en las redes sociales, a través del registro silencioso pero tenaz de los sistemas que las soportan, será la materia prima esencial que constituya su prestigio futuro, y «existirá principalmente on line. La experiencia on line comenzará al nacer, o incluso antes. Periodos de las vidas de las personas quedarán congelados en el tiempo y emergerán a la superficie fácilmente para que todo el mundo lo vea» (Schmidt y Cohen, 2014, p. 58).

La paradoja de la privacidad

Esta auténtica plétora de datos, unida al emergente desarrollo de tecnologías avanzadas y a su enorme potencialidad de tratamiento y cómputo, plantea, sin duda, una extraordinaria paradoja que muestra las dos caras de un fenómeno que atraviesa completamente nuestra realidad diaria.

Por un lado, esta sensorización de la realidad puede representar una oportunidad para aspectos como la mejora de la experiencia de usuario, la creación de huellas digitales de personas que no han sido siquiera registradas como ciudadanos por los métodos convencionales de los Estados, la mejora de la seguridad ciudadana mediante la predicción de crímenes (Bogomolov et al., 2014), o el aumento de las capacidades de desarrollo de la ‘cultura open‘, en especial del Open Data Access, a través de la diversificación de los modelos de participación ciudadana. Precisamente, en los últimos años hemos asistido a una protección de este derecho a través de numerosos desarrollos legislativos que lo ponen en valor como mecanismo esencial del nuevo modelo de e-Ciudadanía y como componente dinamizador para alcanzar democracias más participativas y comprometidas. En esa línea, surge también una mirada crítica que plantea la necesidad de revertir este proceso de ‘datificación’ hacia un modelo de ‘data activismo’, de manera que suponga una auténtica oportunidad para el empoderamiento ciudadano (Schrock, 2016).

Pero también pueden convertirse en una auténtica amenaza para la intimidad y el control de los datos almacenados sobre los jóvenes si, como hasta ahora, son fundamentalmente las grandes corporaciones, los mercaderes de datos sobre los que aba Rozsak (2005), los Estados y las instituciones los que continúan aprovechando dichos datos, su agregación y comparación con otros, para fines que, en muchos casos, solo se intuyen.

Esa capa de datos que construye las finas interfaces a través de las cuales nos sumergimos en la Red es una masa ingente de moléculas de información, cuyo nivel de registro no siempre es informado adecuadamente por las compañías, que acaban almacenando datos que no indicaban en las condiciones de registro (Justel, 2016; Barrera, 2016) o de los cuales hacen uso, cruzado con otras bases de datos, para realizar vigilancia tecnológica (Fuchs et al., 2011; Trottier, 2016).

Más allá del aura de paraíso flower-power (Reischl, 2008) que irradian las compañías que gestionan el procesado de información en Internet, es indudable el surgimiento de unas nuevas élites (Innerarity, 2013), cuyos diseños tecnológicos no solo están transformando radicalmente los modelos comunicativos, sino que han modelado un nuevo mercado del conocimiento que mueve miles de millones de dólares y en el que han aparecido novedosas lógicas conversacionales, como señalaba El manifiesto Cluetrain (Levine et al., 2008). «La misión de Google es organizar la información del mundo y hacerla accesible y útil de forma universal», reza el lema de la empresa en su página web; pero tras ese loable deseo no podemos obviar que hay también una nueva y multimillonaria economía basada en las lógicas de la ‘postescasez’ (Jarvis, 2010, pp. 79 y ss.) que, como ejemplo, en el año 2015 hizo ganar a Google 2.400 dólares por segundo (BBC, 2016).

El control del pasado, del presente y del futuro. Manejar este complejo equilibrio, ‘regular el algoritmo’ (Innerarity, 2015, p. 19) será, sin duda, una de las reflexiones esenciales del pensamiento sociotécnico venidero. Singularmente, porque el tratamiento y análisis de estos datos se verá ampliado con la extensión de las soluciones asociadas al Big Data, como las tecnologías cognitivas -tales como el sistema Watson de IBM-, que trabajan con datos no estructurados, el Machine Learning o el Deep Learning, un sistema de inteligencia artificial basado en redes neuronales.

Una de las singularidades extraordinarias de la vasta memoria digital que atesoran los sistemas en Red reside no tanto en su sorprendente extensión, como en lo que estos avanzados sistemas de computación, y los que continuarán apareciendo en los próximos años, son y serán capaces de hacer con ellos. Y no solo en el análisis de nuestro pasado -lo que he hecho-, de nuestro presente -lo que hacemos-, sino también, de forma muy especial, en la predicción y pronóstico de nuestro futuro -lo que podremos hacer de manera inmediata o remota-. Según el experto en datos Hilbert, el nivel de predicción basado en el registro de nuestros datos puede alcanzar ya el 90 por ciento (Hopenhayn, 2017); pero es que además en el futuro no solo lo hará sobre la base de los registros existentes, sino que además podrá generar nuevo conocimiento a través del aprendizaje experiencial de las máquinas y del procesamiento del lenguaje natural.

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Nuevas alfabetizaciones para una existencia cloud

Las implicaciones que este nuevo ecosistema informacional de la era algorítmica y de la existencia cloud arrastra no son nada triviales y afectan de forma transversal y profunda a los modelos de construcción de la realidad de esta sociedad aumentada (Reig, 2012, p. 23). Más allá del Gran Hermano orwelliano, entramos en una nueva dimensión en la que se entremezclan componentes de control y vigilancia con sistemas inteligentes que serán capaces de anticipar nuestros comportamientos, y aparecerán modelos de conciencia superior que podrán ofrecernos soluciones basadas en nuestra conducta, pero también en los deseos que proyectamos en los discursos multimediales que trazamos en nuestra vivencia de la red digital.

Uno de los ejes básicos de debate estará en la dialéctica entre privacidad y experiencia de usuario. El principio es, a priori, simple: cuantas más esferas de privacidad concedemos, mejor es la experiencia de usuario que nos entregan los dispositivos, servicios o apps. En la medida en que concedemos a los servicios en red permisos para hacer el registro de nuestra actividad y tratar estos datos -incluso cuando estos puedan, en principio, ser anonimizados- se hace más firme la promesa de una individualización del servicio, el culmen de la personalización como signo y marca de la sociedad moderna (Bauman, 1999, p. 36), el éxtasis de la emancipación del sujeto frente a la colectividad gracias al afanoso trabajo de las máquinas.

En este tránsito informacional entre sujeto y sistemas inteligentes, cuando la información es un commodity (Jarvis, 2010, p. 96), se corre el riesgo de que una parte fundamental de la construcción del significado acabe generando esferas de individualidad residentes, en las que los procesos interpretativos se construyan y refuercen no por la interacción entre personas (Blumer, 1982), sino entre cada yo individual y los sistemas de gestión automatizada. Puede que, como vaticinada Roszak, «a la larga la concentración casi exclusiva en la información que el ordenador fomenta surtirá el efecto de excluir las ideas nuevas, que son la fuente intelectual generadora de datos. A la larga, no habrá ideas; no habrá información» (Roszak, 2005, p. 139), porque tal vez vivamos en un bucle recursivo alimentado de nuestras expectativas construidas, en el que incluso nuestros gustos y apetencias podrían ser manejados aprovechando nuestra vulnerabilidad emocional (Ferrés, 2014, p. 110). Y no es tanto porque el usuario no sea consciente del grado de control que se puede estar ejerciendo por parte de los terceros que prestan dichos servicios, pues diferentes estudios revelan esta preocupación (García Galera y Fernández, 2016, p. 52), como por la dificultad de manejar adecuadamente y con las herramientas cognitivas y competencias digitales actuales el ingente caudal de información y servicios de una forma absolutamente racional y reflexiva, en todo lugar y en todo momento.

Este proceso requerirá un nuevo nivel de conciencia ciudadana y de alfabetización digital de los usuarios (Gértrudix, 2012, p. 55) que revise sus conceptos y se ajuste a las nuevas prácticas culturales de los jóvenes (Pangrazio, 2016). Jaime Blasco, director de los laboratorios de Alienvault, plantea cómo los miembros de la generación Z han adquirido nuevas competencias para proteger su intimidad. Frente al comportamiento de los millenials, el ‘efecto Snowden’ ha servido como punto de inflexión en el cambio de actitud de los más jóvenes sobre el valor de su privacidad; les ha hecho conscientes del impacto que la sobreexposición y la permanencia de los registros pueden tener en el futuro: «Desde pequeños han compartido, han estado expuestos. Todo está publicado. A la larga puede tener repercusión. No sabemos cómo se gestionarán esos archivos dentro de 20 años» (Jiménez, 2016).

Nuevos retos

A pesar de ello, se hace evidente que cada impulso tecnológico nos enfrenta ante nuevos retos en materia de protección de datos sobre la forma en la que se construye nuestra huella digital, o sobre cómo los sistemas gestionan nuestras identidades para contextualizar intensamente los marcos comunicativos. Siempre parecemos estar, desprevenidos, en un estadio anterior; con un punto menos de conciencia en relación a un escenario tecnológico que ya está sobrevenido. En ese horizonte móvil, infinito, la apropiación del dispositivo, su uso intensivo y diverso, no se relaciona directamente con una conciencia crítica de su dimensión como aparato cultural, de su naturaleza construida y, en consecuencia, no se produce una mejora sustancial en las habilidades o competencias en materia de seguridad (Park y Jang, 2014).

De ahí la importancia que posee el desarrollo de acciones formativas transversales que faciliten a los jóvenes recursos críticos de análisis con los que puedan tomar decisiones autoconscientes sobre la manera en la que participan en estos entornos sociales en Red; en cómo construyen su identidad cloud. Iniciativas como el Día de la Internet segura -organizado por la Comisión Europea e INSAFE- o las actividades de dinamización y formación llevadas a cabo por la Agencia Española de Protección de Datos (2016), el INCIBE (2016) o Red.es (2016), encaminadas a mejorar la cultura de la privacidad y la seguridad en Internet para jóvenes, suponen un notable avance en este sentido, pero hace falta un diseño global que no solo inserte en los diseños curriculares escolares, de una manera eficaz, las lógicas de la dimensión múltiple de la alfabetización (Consejo de Europa, 2012), sino que además vertebre las competencias digitales establecidas en el DIGCOMP (Ferrari, 2013) de forma urgente.

Como nos recordaba Bourdieu, el habitus no es una fatalidad o un signo inevitable del destino, sino que es una preconfiguración, un espacio de disposiciones posibles que «se confronta permanentemente con experiencias nuevas, y por lo mismo, es afectado también permanentemente por ellas» (Bourdieu, 1991, p. 109). Rebelarse frente al imperativo tecnológico que anunciaba Carr (2011) supone, precisamente, diseñar modelos y recursos que nos permitan comprender y adaptarnos -de forma flexible pero consciente- a las nuevas lógicas y dinámicas socioculturales que ya conviven con nosotros. Esa es la tarea.

Artículo extraído del nº 107 de la revista en papel Telos

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Manuel Gértrudix Barrio


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Francisco García García

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