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El cine documental y su flexibilidad a lo largo de la historia


Por Julio Montero DíazMaría Antonia Paz Rebollo

En el principio sólo había cine… y realidad. Al menos esa experiencia unificada captaban los primeros espectadores en las salas. La teatralización del cine no eliminó el éxito de las imágenes reales, que siguieron gustando siempre. Desde luego cambiaron las formas cinematográficas de presentarlas y hasta los formatos en que se consolidaron: estampas, actualidades, noticiarios, documentaires (películas de un viaje)… al final llegó el documental hecho por Flaherty y definido por Grierson. Corría el año 1922. Por entonces cuajó la idea fundamental: el documental era una presentación dramática, en imágenes, de la realidad. Las imágenes reales darían desde entonces cuenta de esa realidad que se pretendía contar o, al menos, presentar. Como cualquier verdad, esta no se encuentra en la naturaleza o en la sociedad, sino en la cabeza de quienes la ponen de manifiesto. Dicho de otro modo: la realidad bastante tiene con serlo; son las personas quienes tienen que decirla con verdad. En el ámbito de lo audiovisual, el documental se ha consolidado como la forma más directa de contar esas verdades acerca de la naturaleza, la sociedad y las gentes mismas, también en sus derivadas primera, segunda y hasta tercera (subjetivismo, experimentación y vanguardias). Los cambios en las narrativas cinematográficas y en los recursos técnicos que posibilitan el captar la realidad y difundirla han dado vida a una forma de producción audiovisual que no ha quedado anclada en sus orígenes, sino que ha sabido adaptarse a las nuevas formas narrativas, innovaciones técnicas y modos de hacerlas llegar a sus espectadores.

No obstante, siempre ha sido difícil establecer líneas divisorias entre el documental y la ficción, entre lo verdadero y lo verosímil. Su acercamiento o alejamiento ha variado a lo largo del tiempo y ha estado condicionado por los medios tecnológicos y por las exigencias del público. Al mismo tiempo, las características de la producción, distribución y narrativa se han establecido -en buena parte- en virtud de la relación ficción-no ficción.

En su primera etapa el documental dejó bien claro que sobre todo era cine. Se producía de un modo muy semejante a como hacía el cine de ficción. Lo exigían los equipos de rodaje que imponían en buena parte la narrativa que esperaban los espectadores, que vieron los documentales de éxito en las mismas salas en las que pagaban por ver cine de ficción. Otra parte de la producción documental -la que produjeron normalmente entidades no cinematográficas- quedó para circuitos marginales: clubes, parroquias, asociaciones, centros cívicos, sindicatos, cuarteles, colegios…

En el periodo de entreguerras el documental se nutrió de ficción. Nanuk el esquimal, el primer documental, utiliza la puesta en escena, la intensidad dramática y el protagonismo de sus personajes. En Drifters se colocan imágenes de una piscifactoría como si fuesen de alta mar y se juega hábilmente con el suspense. ‘El tratamiento creativo de la realidad’ era un concepto amplio en el que entraban recursos expresivos y narrativos de la ficción, que contaban con el entusiasmo de un público amplio y variado. La experimentación vanguardista (Vigo y Vertov) y la propaganda (Riefenstahl y Capra) también echaron mano de las metáforas visuales y de las reconstrucciones.

A finales de la década de 1950 y principios de la de 1960, se abandonó el trípode: aparecieron cámaras ligeras con equipos de sonido portátiles. Nuevas tecnologías permitían abordar la realidad de otras maneras. Además, las nuevas generaciones de espectadores se habían acostumbrado a presenciar el directo a través de la televisión y rechazaban la anterior narrativa documental fundada en el punto de vista subjetivo de un autor y en una fuerte puesta en escena. El documental respondió a esas exigencias con el cine directo: la cámara al hombro seguía a un personaje (Primary, Drew, 1960) o recogía escenas en una institución (High School, Wiseman, 1968); también con el cinema vérité se registraba el testimonio de unos protagonistas de forma exhaustiva (Le Chagrin et la Pitié, Ophüls, 1969). La ilusión de que la cámara y la grabación de sonido no se notaran, se complementaba con la apuesta por darles protagonismo y dejar que su influencia se palpara: Direct cinema y cinema vérité fueron mucho más que dos escuelas o dos estilos. Fueron dos formas de narrar con pleno realismo teórico desde dos perspectivas diferentes y casi desde el principio se emplearon en los mismos documentales. Se acabaron, en realidad cambiaron solamente, las puestas en escena y la intervención del director en la acción. El montaje adquirió un mayor protagonismo para dar sentido al material filmado. La técnica pareció relegar al contenido, aunque en realidad se limitó a cambiar la narrativa. Por lo que se refiere a la difusión, la televisión se convirtió en el principal medio de producción y difusión del documental. La película documental en las salas perdió terreno, pero sobre todo capacidad de innovación. A cambio de esta rendición, y durante los años sesenta especialmente, fue la ficción la que se inspiró e imitó al documental en la búsqueda y reflejo de la realidad social (La soledad del corredor de fondo, Richardson, 1962).

En los años noventa, la revolución digital trajo nuevas convenciones. El cambio más destacado ha sido el abaratamiento, la flexibilidad y la accesibilidad del vídeo. No es necesario ya un presupuesto que incluya gastos de cámara, sonidista y montador, además del realizador. Si se nos apura, tampoco se requiere una formación técnica de gran nivel. Se puede grabar con una minicámara, incluso con un teléfono móvil. Los gastos de producción se reducen e incluso el sentido clásico de producción audiovisual casi se disuelve. En unos niveles extremos que son cada vez más frecuentes -y ese es el auténtico cambio- la edición puede ser muy simple y la distribución puede realizarla el mismo autor de forma inmediata a través de Internet (YouTube, Google video, Vimeo, entre otras plataformas audiovisuales).

Estos cambios tecnológicos no han impedido que cristalice una producción documental cuidada y con cada vez mayor presencia -siempre minoritaria- en las salas comerciales. Un repaso de los últimos premios internacionales a documentales pone de manifiesto una producción casi de lujo en el género. Pero la innovación, como antes, no está en las salas. Tampoco en la televisión, aunque se mantiene como una importante ventana de difusión. Dominada por las grandes corporaciones internacionales, ofrecen paquetes de documentales clasificados sencillamente por áreas de conocimiento (historia, naturaleza, salud, ciencia…) cuando no en bloques en los que no falta el morbo en la frontera de la telerealidad más o menos disfrazada. Una distribución, en fin, que amenaza con acabar en sus canales temáticos de carácter documental con el mismo género que promovió desde finales de los años cincuenta.

Las novedades hay que buscarlas en la Red y en las tecnologías digitales de grabación y edición. Por ejemplo, se han multiplicado los proyectos personales, con una fuerte carga de subjetividad (documentales autobiográficos), cuyo impacto social, salvo algunos casos, no suele rebasar el círculo de amigos y conocidos. Más aun, en el ámbito de lo etnográfico donde la biografía colectiva, la recogida y elaboración de formas de folclore o el testimonio de formas de cultura popular de cualquier latitud del planeta (geográfica, cultural o social) inunda la Red en multitud de iniciativas.

La tecnología digital ha permitido también la aparición de nuevos formatos como los documentales de animación que utilizan imágenes generadas por el ordenador (Vals with Bashir, Ari Folman, 2008). Otros exploran las posibilidades narrativas que ofrece la interactividad: la intervención del usuario en el desarrollo de la historia de forma activa. En los docugames o serious games la simulación de un situación o acontecimiento histórico se recoge con valor documental (Escape from Woomera, 2002). En los documentales interactivos el espectador es una especie de coautor que completa a través de información adicional, colgada en Internet, la narración que ve en televisión (Guernica, pintura de guerra, Santiago Torres y Ramón Vallès, TV3, 2007).

Eso sin contar con las facilidades que encuentra el realizador ‘clásico’ de documentales en las tecnologías digitales y en sus consecuencias narrativas. La relación entre la ficción y no ficción llega a su máxima fusión en los falsos documentales, donde un guión previo, unos actores y una historia falsa sirven para ilustrar una realidad (el sistema electoral norteamericano en Ciudadano Bob Roberts (Bob Roberts, Tim Robbins, 1992) o simplemente hacer dudar al espectador sobre la veracidad que generalmente se atribuye al documental (La verdadera historia del cine, Costa Botes y Peter Jackson, 1995).

En definitiva, cambian las narrativas, cambian las posibilidades de recoger y presentar la realidad, cambian igualmente los medios de difusión y los espectadores; pero el documental ha sabido adaptarse con flexibilidad. Y parece que así seguirá mientras haya realidad y alguien que quiera contarla en términos dramáticos audiovisuales.

Artículo extraído del nº 96 de la revista en papel Telos

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María Antonia Paz Rebollo

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