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Nuevas espacialidades y los sentidos cambiantes de la periferia


Por Fernando Monge

Este artículo aborda un fenómeno urbano emergente: cómo en Madrid los nuevos jóvenes de las periferias se aproximan de vuelta a los viejos centros urbanos y cómo su experiencia construye nuevos espacios, que combinan la dimensión física con la virtual.

Hace algunos años -es sábado por la tarde- unos amigos han bajado a visitarnos desde la Sierra (suburbios del Norte y Oeste de la ciudad de Madrid). Ese día salimos a pasear por los alrededores de nuestra casa, nos vamos a tomar un helado. La hija de mis amigos camina a mi lado cuando pasamos frente a un cine, ella exclama: «¡Anda! ¡Hay cines en la ciudad!».

Todos nuestros visitantes son madrileños(1); ellos, los padres, se mudaron a los suburbios cuando se casaron; no querían alquilar en la ciudad, soñaban con una casita con jardín. Sus hijas e hijos, ya adolescentes, también nacieron en Madrid, pero en el tiempo en que se produjo esta anécdota solo lo visitaban cuando sus padres ‘bajaban’ a la ciudad.

Nos separan menos de cuarenta kilómetros y gracias a la autopista el recorrido entre su casa y la nuestra no consume más tiempo que el que los habitantes del centro de la ciudad dedicamos a nuestros desplazamientos cotidianos. Para esos jóvenes -como para otros, luego pude comprobar- ir en el metro era un espectáculo en sí mismo. Su Madrid, el Madrid de esos preadolescentes, era muy diferente al mío. Se componía de las Cabalgatas de Reyes, algunas visitas a museos y exposiciones, los interiores de la casas de los pocos familiares que permanecen en la ciudad; pues sus compañeros de escuela y los amigos de sus padres viven también en los suburbios, a veces separados por largas distancias que solo se pueden recorrer en coche.

Desde ese día en que un comentario casual me mostró con toda crudeza que los suburbanitas eran un tipo distinto de madrileño, me he preocupado desde una perspectiva diferente por las relaciones entre suburbio y ciudad. ¿De qué modo las personas se relacionan con la ciudad? ¿Cómo la habitan, ocupan y transforman día a día?

Más que las grandes narrativas que teorizan sobre las ciudades como grandes catalizadores de la globalización me preocupo por las personas, por sus relatos de la ciudad, cómo se mueven por ella y de qué modo espacios acotados por estructuras físicas, como los edificios, las aceras, los bancos, los aparcamientos o los pasos de peatones, y regulados por normativas municipales y reglas de urbanidad pueden vivirse y transformarse de modos insospechados, a veces simultáneos.

La ciudad desde la calle

Se trata de mirar a la ciudad por medio de sus relatos (Finnegan 1998), siguiendo sus paseos y recorridos; es decir, aplicando la perspectiva desde la que los antropólogos nos sentimos más cómodos. La ciudad, sus transformaciones y desajustes, se ha convertido desde hace unos años a esta parte en un tema de interés prioritario para muchos investigadores. En alguna medida este cambio no es casual, hemos seguido a nuestros sujetos tradicionales de estudio a las ciudades y hemos descubierto cómo la creciente urbanización del planeta ha ido eliminando de nuestro horizonte esos espacios, a menudo imaginarios, de un mundo atemporal aislado de Occidente.

Hemos aprendido a percibir de un modo crítico nuestro papel en las transformaciones, a las que a menudo asistíamos creyendo que nosotros solo éramos testigos. Y hemos descubierto que no solo no es fácil trabajar en entornos como la ciudad sino que, sobre todo, es muy difícil dirigirse y conectar con el público al que tendríamos que dirigirnos. Existen, sin duda, excepciones notables y trabajos sobre exclusión social o grupos específicos acotados dentro de la urbe; sin embargo, la etnografía se topa con graves problemas a la hora de abordar la ciudad como objeto de estudio en sí mismo. Volvemos al viejo dilema de si la antropología trabaja en o sobre las ciudades (Pardo, 2012; Monge, 2012).

Aquellos colegas -en su inmensa mayoría estadounidenses- que se han dedicado a las transformaciones generales de la ciudad han optado por una visión crítica de las dimensiones de planificación y de los discursos globalizadores. Los urbanistas y sociólogos que la abordan de un modo etnográfico suelen ubicarse en las grandes narrativas sobre la globalización o en un lugar de debate a media distancia entre los relatos de los habitantes de la ciudad y aquellos poderosos que la modifican.

Existen trabajos antropológicos que muestran el artificio de espacios urbanos que parecen dados (Delgado, 2011) y perspectivas analíticas y teóricas que nos ayudan a bajar a la calle sin perder el cuadro general (García Canclini, 2007), sin que este oscurezca los relatos y la vida de las personas con las que compartimos nuestra vida en la ciudad (García Canclini, 2004) o ponga en su contexto la desaparición de los grandes relatos que unificaban las visiones del mundo (García Canclini, 2010). A menudo, como en muchas otras disciplinas, las ideas más renovadoras se encuentran en aquellos trabajos que obedecen a la tradición antropológica más canónica.

Cartografías del desarrollo

«Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño del que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros. No, no los primeros, pues antes hubo uno que ha perdurado» (Benjamin, 1990, p. 15).

No es fácil integrar la investigación sobre los espacios urbanos, en particular sobre los espacios renovados, sin caer en los relatos, oficializados como historias, de la ciudad. Pero nos quedan las aceras (Loukaitou-Sideris y Ehrenfeucht, 2009), los parques y transportes públicos, así como otras áreas de interacción, y a veces colisión, relativamente abiertas a todos. Las personas, frente a la densidad sonora, de imágenes, individuos, símbolos, historias e informaciones de la ciudad, contraponemos nuestras propias imágenes, símbolos, historias e informaciones, pero sobre todo nuestros recuerdos, sentimientos y nostalgias, que nos anclan a un territorio fuertemente pautado y limitado por el espacio construido (Cruces, 2007).

La adolescencia en la ciudad, como la de Walter Benjamin en Berlín a principios del siglo XX o las derrotas de los artistas por ciudades europeas que describen Rainer María Rilke o Julio Cortázar, constituye en mi opinión un excelente punto de partida y perspectiva desde la que podemos enfrentar la ciudad, particularmente nuestra propia ciudad. Nos muestra la ciudad en construcción y como alternativa mejor que las rutinas de la ciudad de los mayores que, en el caso de la clase media, tendemos o queremos considerar como estabilizada.

Crecí, como mis amigos hoy suburbanitas, en una ciudad que comenzaba a sacudirse una larga posguerra y la atonía social y cultural de los proyectos del franquismo. Madrid, en la década de los años sesenta del siglo pasado, inició un intenso proceso de crecimiento económico que se fundamentó en un acelerado desarrollo industrial y demográfico (Observatorio Metropolitano, 2007, pp. 95-150; Monge, 2002). Madrid sufrió un radical crecimiento demográfico desde finales de la década de 1950; tanto que en los setenta había duplicado su número de habitantes.

La nueva ciudad, surgida del desarrollismo industrial y la inmigración, no rompió el tradicional eje Norte-rico y Sur-pobre (una frontera que el lenguaje popular definía como barrio alto y bario bajo, asociando las peculiaridades topográficas de la ciudad con el nivel económico y social de sus residentes). Los inmigrantes, procedentes de las áreas rurales más deprimidas del país, ocuparían, al igual que los complejos industriales en los que se empleaban, la periferia Sur y Este de la ciudad.

El Madrid que los madrileños reconocen como tal, y que se limita a su área central -hoy definida aproximadamente por la calle de circunvalación M-30- vio crecer un anillo de nuevos barrios y ciudades dormitorio en su áreas Sur y Sudeste. Los pueblos cercanos de ese perímetro, también incorporados a esa misma franja, se convirtieron en nuevos núcleos con un urbanismo en el que los elementos rurales todavía eran bien visibles. Madrid se convirtió en una ciudad fundamentalmente dual en la que el centro era el referente y eje simbólico que aglutinaba la ciudad y la periferia, los nuevos barrios de los inmigrantes y clases más modestas próximos a las fábricas (el Corredor del Henares, Vallecas, Usera, Villaverde, Getafe…), un territorio invisible para aquellos madrileños y madrileñas del centro cuyo mayor rasgo de identidad es que habían llegado antes a una ciudad compuesta de olas inmigratorias de todo el país.

Los jóvenes de entonces, como los jóvenes de hoy, comenzábamos a adentrarnos por una ciudad y a perdernos por espacios que ya estaban fijados con anterioridad. En Madrid, como en otras muchas ciudades españolas, los jóvenes de esas periferias podían ‘subir’ al centro, generalmente por razones lúdicas, y los habitantes del centro -los que se percibían como legítimos habitantes de la ciudad- consideraban esas ‘visitas’ como amenazantes incursiones.

Los polos que atraían a una juventud de recursos económicos muy limitados eran aquellos en los que existían parques, barrios húmedos poblados por numerosos bares o calles con múltiples cines entre los que elegir película. Existían también zonas en las que alguna discoteca o sala de fiestas anclaba grupos juveniles que se definían más por su nivel económico que por las hasta entonces relativamente poco diferenciadas subculturas juveniles. La juventud ya estaba, a mediados de la década de 1970 y principios de los ochenta, bien fragmentada social, cultural y económicamente; es necesario destacar que es en la adolescencia cuando los rasgos identitarios se tienden a asociar más con grupos específicos de sociabilidad y que la ciudad permite su expresión y desarrollo bajo un manto de anonimato que no ofrecían los entornos cercanos del barrio periférico o nuestro espacio de origen. Con la adolescencia, llega la posibilidad de ir más allá de la calle y la plaza a la que podíamos bajar a jugar con seguridad y la ciudad se convierte en el espacio de sociabilidad esencial.

¿Dónde quedamos y a qué hora?

La preexistente cartografía tradicional para ‘salir’ se enriqueció con el reforzamiento de los lugares tradicionales y la aparición de nuevos espacios que se desarrollaron por ubicarse en el entorno de esos barrios festivos tradicionales y las estaciones de tren o nodos de transporte que conectaban el centro con la periferia. Las áreas más próximas a los nodos de transporte de La Latina, Sol (a la que llegaban autobuses desde Carabanchel) o la Gran Vía presentaban una oferta de bares, tabernas, pubs, cines, discotecas y salas de baile. Estas últimas, en particular las más exitosas, anclaban en el entorno visitantes jóvenes de la periferia que tendían a ‘expulsar’ a los jóvenes de clases más acomodadas que residían en los ‘tradicionales’ barrios ahora progresivamente ocupados durante los días de fiesta o vísperas de festivos. Esas áreas cambiaban con el ritmo laboral y eran escenarios potencialmente peligrosos durante los momentos festivos, ya que en ellos se podían producir choques violentos. A este respecto, las clases medias evitaban determinado tipo de locales y eran conscientes, a su vez, de aquellas bandas peligrosas que establecían su base en lugares como salas de juegos (donde se podían mover cantidades de dinero).

No es necesario insistir en la diversidad de historias, a menudo totalmente opuestas, que generaban las cartografías emocionales y de la memoria que suponían el camino hacia la madurez de los que bajaban a Madrid o los que iban al centro (estos últimos, ya habitantes de la ciudad ‘propiamente’ dicha). La ciudad se transforma gracias a estas dinámicas. Aunque la memoria de Madrid es corta, hay que destacar los usos más visibles y públicos de los jóvenes que se despliegan, como es natural, en las aceras, plazas y parques públicos. Fenómenos como el del botellón ya existían en los parques de Madrid a finales de los setenta, si bien en una escala más limitada, aunque no sin enfrentamiento con las autoridades públicas y otros viandantes. Quizá entonces la tolerancia era relativamente mayor por varias razones. En primer lugar, la sociedad de los setenta se estaba comenzando a abrir a formas más democráticas de ciudadanía y comportamiento; en segundo, la menor capacidad adquisitiva de los jóvenes limitaba en mayor medida los espacios en los que estos podían pasar su tiempo libre; y en tercer lugar, por las características de las tecnologías que permitían a los jóvenes quedar.

Para los jóvenes de hoy es difícil imaginar las dificultades organizativas que suponían quedar un grupo de amigas y amigos (no voy a entrar aquí en la dimensión socializadora entre géneros o ‘ir a ligar’). Para quedar era necesario, al menos, fijar un lugar y hora de encuentro antes de que se comenzara la actividad o recorrido que se pretendía hacer. ¿Dónde y a qué hora quedamos? Eran dos preguntas temibles tanto para los que bajaban como para los que iban a Madrid. El mero hecho de señalar un punto de encuentro anunciaba, si no había un plan acordado plenamente, un tipo de intenciones por parte del que defendía ese lugar para quedar. Si era Callao, las posibilidades estaban más abiertas: cine, bares, pubs… (Por aquel entonces salir de compras no formaba parte de nuestro universo); si era Argüelles, determinado tipo de bar o los parques cercanos. Se podía quedar para ir a bailar, en cuyo caso se solía fijar el punto de encuentro en la puerta del local o en la parada de metro más adecuada para la mayoría. Madrid tenía una geografía bien definida de ‘quedódromos’ o lugares de encuentro, algunos de los cuales, ubicados en los nodos clave de transporte y/o frente a puntos de referencia más o menos icónicos de la ciudad: el kilómetro cero o ‘el oso’ de Sol o el ‘pajarraco’ de Moncloa.

La hora fijada era también un foco de conflictos grupales importante. Por un lado había personas poco puntuales y, por otro, era difícil asegurar cuánto se iban a retrasar esas personas o, siquiera, si pensaban llegar. Sin teléfonos móviles y con los presupuestos limitados de que disponíamos, llamar a la casa de los padres de alguien, sobre todo si la persona en cuestión era del otro género, era una hazaña que se solía resolver con una contestación de los padres de ‘salió hace…’ (lo que no siempre creíamos).

La tensión aumentaba si se había quedado para ir al cine; en este caso el problema no solo era la puntualidad, sino la película elegida. Sin un sistema de reservas previas como los actuales, había que llegar con tiempo … pero si alguien se retrasaba para llegar a la cola, ¿quién iba a comprar una entrada cuyo dinero podía perderse y era una fortuna? A menudo, ir la cine se convertía en una serie de paseos calle de cines arriba y abajo hasta encontrar una ‘peli’ con entradas y que ninguno del grupo se negara a ver. En muchas ocasiones se acababa viendo una película que -eso se averiguaba a la salida del cine- ninguno había querido realmente ver.

El castigo para aquellos que llegaban mucho más tarde podía ser muy duro. Además de los enfados de los que esperaban, que podían prolongarse durante días, había que añadir una tarde o noche deambulando solo sin nada que hacer (a nadie se le ocurría volver a casa, pues ese retorno abría un tiempo de preguntas de los padres muy embarazoso y que atentaba contra la celosa intimidad que manteníamos frente a ellos).

Poco a poco, algunos barrios o zonas de salir comenzarían a especializarse en segmentos sociales o gustos culturales específicos. En parte, como ya había indicado antes, existían lógicas previas. En estos casos, además de las ya mencionadas, hay que señalar el carácter de los propios barrios del centro de la ciudad en los que se ubicaban: existían zonas de pubs en Argüelles o la zona de la calle López de Hoyos y Corazón de María; de discotecas y pubs, como Aurrerá en Argüelles o Azca en la Castellana; o áreas alternativas, con locales con cantautores, bares con cierto nivel de tolerancia hacia el consumo de drogas (generalmente blandas) como Malasaña o La Latina.

Nuevas periferias

Ya en la década de 1980, la movida madrileña, que se asocia con un nuevo periodo expansivo y de prosperidad de la ciudad, construiría una cartografía y unos relatos urbanos muy distintos y a menudo abiertamente contrapuestos a los que le precedieron. En realidad esos espacios podían coincidir en algunos casos con los antiguos, lo que se modificaba era la espacialidad o la relación con esos espacios de los jóvenes. Con la movida madrileña -es el momento en el que se populariza el término ‘tribus urbanas’- se visibilizan de un modo mucho más radical que antes grupos específicos, orientados por gustos musicales y culturales, así como modos de vestir.

Cada uno de esos grupos juveniles aportó a la ciudad un dinamismo cultural que hacía menos evidentes los cortes de clase y económicos de sus componentes. A diferencia de generaciones anteriores, cuyos relatos también influyeron en la configuración de la ciudad, los jóvenes de la movida madrileña fueron capaces de proyectar una imagen y un modo de vida de la ciudad a nivel internacional. Podemos considerar a esta generación dentro de la pequeña historia de los usos de los espacios de la ciudad por los jóvenes, como el eslabón intermedio entre el Madrid del desarrollismo y el Madrid global de los nuevos espacios a los que me voy a referir en breve.

Los grupos de la Movida se manifestaron en el mismo momento en el que España ingresaba en la Comunidad Europea (1986). Madrid, tras la crisis económica que arrancó a mediados de los ochenta, comenzaba a despegar y se internacionalizaba. Durante esta etapa se producen varios fenómenos que van a transformar, una vez más y radicalmente, la fisionomía de Madrid. La ciudad, cuyo pico máximo de población se alcanza en 1975, comienza a perder población. Los hijos e hijas de la nueva clase media madrileña se mudan a la Sierra, es decir, las áreas Norte y Oeste de la ciudad, que eran el territorio de veraneo tradicional de algunos grupos acomodados, así como un saludable espacio semirrural de abastecimiento, fundamentalmente ganadero, de Madrid. Mientras que en Madrid se comienzan a crear multinacionales privadas españolas surgidas gracias a la privatización de las empresas públicas; grandes bancos, productos de fusiones bancarias promovidas por el gobierno, y a asentar oficinas de los grandes grupos multinacionales y financieros.

En la periferia tradicional desaparecen empresas y crece el desempleo. Estas áreas, además de los barrios populares del Sur de Madrid, son los nuevos espacios en los que podrá residir, y en muchos casos trabajar, una gran masa de población inmigrante procedente de numerosos países de Latinoamérica, Norte de África y Este de Europa. Parte de las poblaciones tradicionales de esa área se estaban desplazado durante esos años hacia zonas más céntricas o de mayor nivel económico de la ciudad (Observatorio Metropolitano, 2007).

Pero existe otro fenómeno esencial que mencioné más arriba: el éxodo de los hijos e hijas de las clases medias y ascendentes de Madrid al Norte y Noroeste de la ciudad. Este fenómeno de suburbanización, en parte producido por el fenómeno de expulsión que ejerce la subida de los precios del suelo y la vivienda del centro de Madrid, crea una segunda periferia que reproduce hacia el exterior de la vieja ciudad el eje Norte-Sur de riqueza y pobreza. Por supuesto, no se puede hacer una división tajante entre ambas áreas, ya que existen bolsas de menor nivel económico en las zonas más ricas, protegidas, en parte, por ser el personal de servicios que necesita el área.

La suburbanización y metropolitanización de la ciudad de Madrid (el área metropolitana crece demográficamente de un modo intenso desde mediados de los años ochenta hasta 2011) es un fenómeno que puede asemejarse al que se ha producido en otros centros metropolitanos europeos y americanos. Sin embargo, se caracteriza por una estructura definible de un modo muy general en tres bloques (Madrid central, periferia Sur y periferia Norte); uno de los cuales, la periferia pobre, corre el riesgo de quedar descolgado del desarrollo económico del resto de la ciudad.

La zona pobre del Madrid central es una historia algo distinta, pues es en esos espacios donde se está produciendo el choque de intereses económicos contrapuestos: los de las clases populares tradicionales, progresivamente envejecidas, los inmigrantes de otros países y personas ‘alternativas’ frente a los grupos de personas e instituciones interesadas en la ‘gentrificación’ del barrio. Algunos de esos barrios sufren en distinto grado tensiones que tienen su origen y crean nuevos espacios urbanos. En unos, la diversidad étnica los convierte en Gateway de la inmigración, como es el caso de Lavapiés; en otros, una abundante y diversa oferta de restauración, en muchos casos étnica, junto a bares y otros locales de servicios, ya parcialmente ‘gentrificados’, como Ópera o el Barrio de las Artes, se han convertido en espacios peatonales donde los jóvenes suburbanitas que son objeto de mi investigación transitan más. En algunos de ellos, a las tensiones normales en este tipo de espacios se suman las que generan las instituciones públicas, mientras que en otros son algunos movimientos populares los que lideran los cambios, sin que ello suponga el apoyo mayoritario de la población.

Nuevas espacialidades

Hasta aquí los espacios urbanos de los jóvenes a los que me he referido solo pueden denominarse nuevos por su consolidación en el tiempo. Entiendo, tal como he tratado de mostrar, que los espacios urbanos en los que he centrado mi interés son el foco de atracción de distintas generaciones de jóvenes y que cada una de ellas se articula también en un contexto social, económico y cultural específico.

Pero los jóvenes suburbanitas que hoy se mueven por esas áreas no son los mismos que sus predecesores. Ellos forman parte de un mundo en el que Internet y la telefonía móvil son dimensiones esenciales. La vida urbana es posible gracias a esa ciudad invisible de servicios, tecnologías y organizaciones que permiten que la ciudad siga existiendo y le dan forma (Latour y Hermant, 1998), que hoy incorpora la triple revolución de Internet, el móvil y el sistema social de individualismo en red.

Los nuevos espacios a los que me refería en el título de este textos son, como lo fueron antes, los mismos que disfrutaron generaciones anteriores; y sin embargo, son distintos porque esos barrios no pueden ser entendidos hoy sin las nuevas capas de significados que aporta Internet, la información acumulada espacialmente en localidades red y las posibilidades de interacción en lo que podemos llamar, haciendo uso de la expresión de Lee Rainie y Barry Wellman (2012), el sistema social operativo de las redes sociales.

De acuerdo con esta visión, la espacialidad a la que me refiero no solo tiene que ver con los nuevos espacios a los que se incorporan las dimensiones invisibles de Internet y la telefonía móvil, que pueden inscribir nuevos significados en los espacios que transitamos, vivimos o trabajamos; sino también con las posibilidades de interacción social en tiempo real que la telefonía móvil nos permite.

Los suburbanitas sobre los que investigo tienen una vida social que incorpora tanto las redes sociales on line como los datos, información, imágenes, pensamientos, recuerdos, sonidos y sensaciones de la urbe que almacena Internet. El mundo en el que viven y el de la Red no pueden hoy separarse con facilidad; de hecho, vivimos no solo en esa ciudad física, sino también en la Red misma que nos rodea. Sus barrios, la percepción espacial y social de los mismos es, desde este perspectiva, nueva.

Al caminar por las calles podemos orientar el teléfono hacia un edificio y por medio de aplicaciones de realidad aumentada, recibir información sobre el lugar al que estamos mirando. Mientras, recibimos un mensaje de un amigo, que tiene un rato para vernos y que sabe, gracias al mecanismo de localización de nuestro móvil, que no estamos lejos. La información -y ese es un rasgo importante- del espacio contemporáneo y de la sociabilidad que lo configura se ubica espacialmente; de hecho, es el espacio el que puede ordenarla (Gordon, 2008; Gordon y De Souza e Silva, 2011). La ciudad que se transforma y los nuevos espacios emergentes siguen surgiendo de los relatos de las personas, de los modos con los que se relacionan con los espacios y los convierten, tal como indica Miguel Ángel Aguilar (2011), en lugares. Madrid, como cualquier otra ciudad, se compone de múltiples relatos; unos constituyen las historias de la ciudad, otros la explican desde la Academia o la administran y planifican desde los ayuntamientos.

Las espacialidades de los jóvenes suburbanitas

Desde aquel día en el que descubrí la peculiar visión de la ciudad que tenían los adolescentes suburbanitas, hemos procurado ofrecer a los hijos de nuestros amigos la posibilidad de recorrer la ciudad con ellos, transitar sin objetivos claros, visitar los distintos barrios del viejo Madrid, dejar pasar el tiempo por sus calles. A través de sus miradas comencé a preguntarme por el modo en el que Madrid se estaba transformando y qué parte de esta transformación surgía desde la experiencia de las personas que habitan, visitan, transitan o trabajan en la ciudad.

Con el paso de los años ha llegado el momento de observar cómo esa generación de suburbanitas baja a la ciudad. Los grandes relatos sobre la globalización, la clase global internacional o la cultura del automóvil y los centros comerciales, trasladados al Madrid metropolitano auguraban lo peor para el viejo Madrid. Los barrios de los ensanches se envejecen, crecen las oficinas (que parece que nunca han llegado a ocuparse en su totalidad), más y más pisos vacíos que se mantienen como un valor de futuro financiero; y el centro o se degrada o se convierte en un espacio de consumo característicamente posindustrial que habitan los vecinos supervivientes y las nuevas clases globales emergentes.

Sin embargo, en Madrid, como en todas las ciudades del mundo, ocurren fenómenos, prácticas emergentes (García Canclini, Cruces y Urteaga, 2012) que contradicen esas narrativas dominantes y homogeneizadoras o al menos las hacen impredecibles. En los barrios de los ensanches, aparecen nuevos vecinos, procedentes de distintos países del mundo. Sus hijos transitan nuestras calles y los nuestros ya se plantean, a veces forzados por los imperativos económicos o proyectos de vida personales, emigrar a otras ciudades. Los nuevos españoles, hijos de inmigrantes, diversifican social y culturalmente a la ciudad. Los jóvenes ‘Erasmus’ que disfrutan de periodos de estudios en Madrid enriquecen la vida cotidiana y residen en barrios populares o, incluso, la periferia Sur.

Los jóvenes suburbanitas salen y quedan, como era de esperar, en los centros comerciales. Los conocieron gracias a sus padres, que les llevaban -y en muchos casos todavía lo hacen- en coche. Pero, a pesar de que muchos de ellos ya tienen su propio medio de transporte, los jóvenes suburbanitas también van a la ciudad, a los viejos centros de la ciudad. Allí han encontrado una nueva libertad y, como Benjamin, aprenden a perderse por sus calles, significar sus esquinas y lugares, anotarlos en su futuro carnet de nostalgias y afectos. Y lo hacen con la ayuda de sus móviles, de las redes sociales, de Internet. Para ellos, como he podido comprobar en mi trabajo de campo en curso, la ‘tecnología para quedar’ es muy distinta a la de mi generación. Gracias al móvil pueden encontrarse en cualquier sitio, hacerlo varias veces, cambiar de grupo, corregir los recorridos de acuerdo con nuevos acontecimientos fortuitos que se producen gracias a la red social en la que están inscritos y conectados permanentemente.

En algún caso, han instaurado un día de la comida étnica, bajan a Madrid a disfrutar de un tipo de cocina específico y descubren o pueden descubrir esos espacios gracias a las redes sociales, a comentarios de personas que no conocen, a informaciones de expertos en la Red. En su caso, la intuición que otras generaciones habían de desplegar se orienta de forma distinta. Por otra parte, al gozar de una situación económica más desahogada, en un entorno social que promueve el consumo, pueden hacer actividades que otras generaciones no podían (para los que sus asignaciones económicas son todavía muy bajas, la visita a las tiendas es sobre todo un ejercicio formativo). Sería interesante contrastar esos patrones de gasto con los de los jóvenes de la periferia Sur, la relación que ambos guardan con el capital social y cultural. Lo que si parece claro es que en general, los jóvenes suburbanitas a los que me refiero no solo crecen como adultos, sino que también pueden adquirir distinción.

Instrumentos para la socialización

Existen distintos tipos de jóvenes suburbanitas; ellos y ellas hacen y se mueven de distinto modo; sin embargo, todos se relacionan espacialmente de modos semejantes, tecnológicamente mediados. En general, dan esa dimensión como algo supuesto, es decir, forma parte de los elementos invisibles de la ciudad y del espacio y saben modular su uso. Para discutir ciertos asuntos se utiliza un medio, para debatir tal cuestión otro, el cara a cara para abordar otras cuestiones. Son criaturas multimedia, ya que superponen música a sus recorridos o envían imágenes suyas a otras personas, se fotografían en lugares.

Si hoy nos aproximamos a esos textos -no tan alejados en el tiempo- que profetizaban el creciente aislamiento de los jóvenes, su progresiva falta de habilidades sociales, no podemos sentir más que un cierto sonrojo. La sociabilidad, ese rasgo tan característico de los adolescentes, es tan fuerte como antes; de hecho, ha incorporado redes internacionales. Como muestra Rosalía Winocur (2009), los móviles ofrecen sosiego, tranquilidad y conexión con los hijos y permiten organizar la vida y los ritmos familiares de aquellos cuyas vidas urbanas separan o descoordinan.

Los móviles no nos abren a los desconocidos y, sin embargo, permiten movilizar rápidamente grandes masas de personas. Twitter, o las redes sociales, la mensajería instantánea, permiten a los jóvenes una capacidad de movilización política y de impacto en el entorno espacial inimaginable anteriormente. El movimiento del 15-M, que mantuvo ocupada la Puerta del Sol durante meses, surgió y se organizó en la Red. La ocupación espacial fue posible gracias a la Red digital y se mantiene hoy en la Red. Los móviles no solo sirven para reunirse y hacer botellón, como defienden quienes criminalizan o infravaloran a los jóvenes.

Los relatos de los jóvenes suburbanitas encajan con un modelo de movilidad que define el mundo contemporáneo (Urry, 2007). Moverse es un elemento esencial de la vida cotidiana y los jóvenes suburbanitas lo hacen con una pericia que podría parecer inusitada para aquellos que nos dejamos sorprender por la anécdota con la que abrí este artículo. Sin duda, parte de esa seguridad procede de su educación de clase, que incluye el uso de los recursos tecnológicos globales con pericia (no es lugar aquí para entrar en los malos usos y riesgos, muchos más publicitados por la prensa, que sufren y a los que están expuestos los jóvenes más inexpertos).

Los jóvenes suburbanitas constituyen un tipo de personas en los barrios que visitan que son difíciles de definir. Sus experiencias y relatos son los de alguien de fuera, son -como ellos mismos me indicaron- turistas en su ciudad de nacimiento y no consideran el retorno como residentes a la ciudad. En sus proyectos de vida la ciudad es, como mucho, un lugar para disfrutar, trabajar, deambular, pero no residir. ¿Qué tipo de ciudadanos son? ¿Qué ciudad van a conformar en el futuro? Si en el futuro Madrid, como muchas otras ciudades occidentales, sigue perdiendo población, si los recursos que permiten a la ciudad mantenerse van a proceder solo de los impuestos por los servicios y las empresas financieras, ¿qué tipo de ciudad central apunta en el horizonte?

Los estudios de urbanismo que se han ocupado de áreas urbanas degradadas, que perdieron su población residente, se han centrado en los procesos de renovación de las mismas y en muchos casos han evaluado críticamente si esas operaciones han sido exitosas o no. Se ha definido de muchos modos el éxito de las ciudades y, generalmente, los parámetros más valorados son los de la seguridad del área y su sostenibilidad financiera desde el punto de vista del equilibrio fiscal de la ciudad.

La ciudad tematizada o los barrios temáticos dentro de las ciudades más visibles del mundo son también un objeto de estudio muy popular. Sin embargo, ¿cómo podemos considerar las áreas tematizadas para el turismo que son resignificadas por los suburbanitas? Los riesgos de sostenibilidad son importantes y es difícil, sin mayor investigación, entender esas nuevas espacialidades y gestionarlas para el provecho de la ciudad. Vivimos en una paradoja: el mundo nunca ha estado más urbanizado y a pesar de ello, la ciudad central cada vez parece menos lo que hasta hoy entendíamos como una ciudad.

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Winocur, R. (2009). Robinson Crusoe ya tiene móvil. México, D.F.: Siglo XXI.

Notas

(1)  En este texto Madrid es la ciudad, no su provincia; y madrileños o madrileñas, los habitantes o personas nacidas en la ciudad de Madrid.

Artículo extraído del nº 93 de la revista en papel Telos

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