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Desasosiego en la cultura de la imagen


Por Norberto Leonardo Murolo

Las pantallas ganan espacio en nuestras vidas. Televisores, computadoras y teléfonos comparten con nosotros la cotidianeidad prometiéndonos una vida más fácil, mientras se acentúan naturalizaciones en las percepciones sensoriales y en las nuevas prácticas sociales que configuran.

«El pensar en sí tiende a ser reemplazado por ideas estereotipadas. Estas, por un lado, son tratadas como instrumentos puramente utilitarios que se toman o se dejan en su oportunidad y, por otro, se las trata como objetos de devoción fanática».
Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental

Las pantallas van ganando espacio en nuestras vidas, incluso en nuestros cuerpos. Desde televisores, computadoras personales y teléfonos móviles hasta dispositivos en miniatura, como reproductores de música y de vídeo portátiles o videojuegos de bolsillo, comparten con nosotros la cotidianeidad prometiéndonos una vida más fácil. En este devenir, se acentúan naturalizaciones en las percepciones sensoriales y en las nuevas prácticas sociales -curiosamente dehistorizadas- que configuran. Asimismo, perpetúan la rutina laboral hacia los no-lugares y tiempos muertos, sumergiéndonos en una vorágine de superinformación, muchas veces nula de instancias de comunicación y de crítica.

Entre tanta teoría sobre las denominadas Nuevas Tecnologías, son las pantallas -ya no como aparatos, sino como elementos usuales conductores de lenguaje- el objeto de estudio que debe ser visto con la difícil atención exotizante que solo merece lo más cercano.

En este trabajo propondremos una lectura negativa, incluso recalcitrante, del papel que las pantallas lograron en nuestra sociedad. Postura, a modo de antítesis, que en muchos casos no compartimos, pero que creemos necesaria en la construcción de una dialéctica positiva ante una actitud celebratoria, o incluso nula, frente a las pantallas y que pretende encaminar hacia una posible esperanzadora síntesis.

Advertir las pantallas

Unos fantasmas recorren nuestra sociedad: las omnipresentes pantallas. Vivimos rodeados de pantallas, que hemos naturalizado lentamente. De unos años a esta parte, no solo aparecieron -por el desarrollo de la técnica- en dispositivos anteriormente impensables, sino que transformaron objetos conocidos e incluso modificaron nuestro modo de apreciar el mundo exterior, el espacio público y el privado. Asimismo, cambiaron y crearon lo que hoy denominamos como ‘subjetividad’, nuestra percepción sensorial de los fenómenos y de las prácticas sociales, lo que Walter Benjamin llamó el sensorium1.

Dentro de grandes espacios históricos de tiempo se modifican, junto con toda la existencia de las colectividades humanas, el modo y la manera de su percepción sensorial. Dichos modo y manera en que esa percepción se organiza, el medio en el que acontecen, están condicionados no solo natural sino también históricamente (Benjamin, 1936).

Relojes y teléfonos hoy son pantallas. Los walkmans y discmans hoy son reproductores de MP3, MP4 y MP5, protagonizados por pantallas. Las cámaras fotográficas se convirtieron en un recurso personal más, donde el rollo es reemplazado por la memoria y el error por la posibilidad de ver el disparo del flash en una pantalla y corregirlo, donde los costes del revelado se suplantaron por la aparente gratuidad de la descarga.

La fotografía es quizás la práctica social más modificada. Si bien la cámara fotográfica ya no era últimamente un objeto profesional que no se encontraba en el cotidiano de cualquier hogar, su uso frecuente y de bolsillo sí modifico su praxis. ¡Las cámaras reconocen nuestras sonrisas y las capturan! Permítasenos asombrarnos, sabemos que la naturalización de estos avances tecnológicos es en esta era concomitante a su aparición y que esta aplicación que nos asombra será un juego quizás olvidado dentro de unos años. Lo cierto es que resulta común que hoy las imágenes fijas y en movimiento tomadas por usuarios amateur circulen por Internet y de teléfono a teléfono.

Las pantallas se encuentran en las calles, en letreros publicitarios como improntas identitarias de las ciudades posmodernas, en reproductores de DVD colgados en los interiores de los taxis, en los hogares y hasta en los bolsillos. Las pantallas conocidas se hicieron más complejas: las computadoras hoy son portátiles y táctiles, los televisores son pantallas omnipresentes y hasta interactivas. Los transportes públicos tienen expendedoras de boletos que nos muestran sus comandos mediante pantallas a las cuales los chóferes ingresan información mediante otras pantallas. Los cajeros automáticos se manejan mediante pantallas. Los GPS posicionan nuestros cuerpos en las ciudades, nos dicen dónde estamos parados, hacia dónde vamos y nos muestran un mundo asible, ante la imposibilidad de perdernos.

Hasta los portarretratos hoy son pantallas, demostrándonos una fluidez tal que ni siquiera la imagen fija de aquel recuerdo perpetuo se estabiliza en la mesa del comedor. Todo fluye en las pantallas y todos tenemos acceso a ellas, más allá de la clase social o del nivel de alfabetización alcanzado. Porque su acceso es obligado.

En Argentina, en 2007, por cada 100 habitantes había 18,5 usuarios de Internet; 6,6 usuarios de Banda Ancha, 24 líneas de teléfono fijo y 102,2 de teléfonos móviles (Trejo, 2009). Lo que demuestra una falta de penetración de Internet y una supercobertura del teléfono móvil. Si bien estos servicios son costosos, al transformarse en necesarios para el trabajo y la educación -es decir, para la vida en sociedad- entran en la canasta básica total de consumos mensuales de toda familia de clase media. Las mercancías del lenguaje ‘multimedial’ son costosas y a la vez, contradictoriamente, en pocas ocasiones podemos rehuirlas. El capitalismo nos sabe enseñar que la creación de necesidades es su especialidad y estamos atados a ello porque la sociedad se apropia de estos objetos de consumo endiosados y generaliza su pertinencia.

La significación de la imagen

No es casual que las tecnologías novedosas tengan como denominador común a las pantallas. La era actual -en palabras de Zygmunt Bauman, de la ‘modernidad líquida’-, parece tener una ligazón importante con la imagen. Las imágenes fijas y en movimiento son el fundamento de muchas expresiones artísticas y de comunicación, de ahí que no las calificaríamos como un modo de representación menor, narcotizante o estupidizante de las masas. Sin embargo, en un sistema de representación basado en imágenes, muchas veces se busca en ellas un modo de simplificación de la realidad. Esta afirmación tiene correlatos. La televisión hace generalmente uso de este tipo de maniobra: la implementación de un discurso metonímico para referirse a cuestiones importantes, que merecerían completitud, vistas complementarias y mayor profundización de la que se le otorga. La excusa del tiempo, la temática siempre propuesta por el medio y la coerción amenazante de productores detrás de la cámara -más aún en épocas de medición de rating instantánea- y las imposiciones que bien describía Pierre Bourdieu (1996) son, en algunos casos, definitorias de imágenes vacías y creadoras de conciencia nula, obsoleta, muerta antes de propiciar un nacimiento de ideas.

Otras veces las imágenes pretenden ser efectistas, como en la publicidad. Ese golpe en medio de los ojos que pretende dar el spot, sin importar ya el producto que vende, sino buscando asociar los imaginarios creados con una marca perdurable. Por ejemplo, aquellos mensajes de Benetton que tanta polémica despertaron, produjeron arrebatos de crítica movidos por imágenes. Adorno y Horkheimer, hace más de medio siglo, ya adelantaban este uso ególatra de las imágenes por parte de las marcas por intermedio de la publicidad, sosteniendo que: «La publicidad es hoy un principio negativo, un dispositivo de bloqueo; todo lo que no lleva su sello es económicamente sospechoso. La publicidad universal no es en modo alguno necesaria para hacer conocer los productos cuya oferta se halla ya limitada. Sólo indirectamente sirve a las ventas. El abandono de una praxis publicitaria habitual por parte de una firma aislada es una pérdida de prestigio y en realidad una violación de la disciplina que el gang determinante impone a los suyos (Adorno y Horkheimer, 1944).

Otras veces -las más, últimamente- las imágenes pertenecen a un grado cero de significación manifiesta. Solo muestran datos descontextualizados y a la vez ‘incontextualizables’. Muestran números de tracks de música, agendas, juegos, vídeos, focos de cámaras fotográficas, etc. Estas son las pantallas que nos rodean. Las que se encuentran en transición entre el display monocromático alfanumérico y las complejas pantallas policromáticas y polifónicas que albergan no solo imágenes fijas y en movimiento, sino también sofisticados registros de animación en varias dimensiones perceptivas. Las imágenes son sus unidades significantes mínimas, como siempre en los sistemas de significación visual, solo que en el caso actual estas imágenes provienen de un arché neutro, desideologizado. En palabras de Barthes, el noema de la imagen que alberga la pantalla omnisciente actual sería ‘esto no ha sido’. Nada de lo que muestran las pantallas actuales parece ser real, aunque se empeñen en demostrarnos lo contrario.

El empeño por lo real de los plasmas y pantallas de cristal líquido, los cuales prometen más realidad que la realidad misma, es tal que no solo aumentaron su calidad en los materiales que los componen, sino que también aumentaron sus tamaños. Hoy, dejando de lado las posibilidades económicas, no es común que las masas adquieran televisores de tamaños menores de veintinueve pulgadas. El rasgo de las dimensiones trae en sí, entre otras imposiciones, la génesis de una nueva estereotipación de la belleza, cada vez más perfecta y menos defectuosa. Los rostros de marfil abundan mediados por la revocación ya no del maquillaje, sino de mecanismos provistos por la reproducción técnica. La imagen obligada pasa a ser cada vez más inalcanzable, borrando del medio la naturalización de su irrealidad. Suprimiendo de la crítica la codificación de las imágenes, proceso ya descrito por Barthes en 1961, cuando se preguntaba si la fotografía era un mensaje sin código y se respondía cuando lo catalogaba de connotativo mediante la construcción del trucaje, la pose, los objetos, la fotogenia, el esteticismo y la sintaxis (Barthes, 1982). Con esto, podemos pensar que Barthes imaginaba ya los procesos de retoque fotográfico mediante técnicas digitales.

Es en ese mismo sentido, el modo en que los videojuegos proponen asemejar al usuario con el personaje de la pantalla. Colores de cabello, estatura y contextura física, incluso la posibilidad de insertar los nombres en los personajes, son instancias de personalización y de ‘realismo’ que PlayStation o Nintendo nos proveen mediante sus pantallas. Nos cansaríamos de enumerar ejemplos similares.

Ahora bien; este devenir de las tecnologías se nos propone connotativamente como socializador, cohesionante y simplificador de la vida. Siempre como renovador. Los teléfonos móviles no paran de modernizarse, de incluir aplicaciones que dejan al teléfono en sí en segundo plano y configuran un dispositivo que filma, toma fotografías, es agenda, reproductor de música, navegador de Internet, descifrador de música y que también sirve para hablar por teléfono. Los reproductores de MP3, MP4 y MP5 son continuamente novedosos: los primeros solamente reproducen música, los segundos también vídeo, mientras que los terceros además fotografían y filman. Los videojuegos portátiles permiten la reproducción de vídeos y películas en dispositivos extraíbles. Las pequeñas pantallas de bolsillo parecen seguir una lógica superadora que demuestra la progresiva abolición de su propia especificidad: se va en camino hacia un solo aparato convergente de todas las aplicaciones. Cómo llamaremos a ese dispositivo no lo decidiremos nosotros. Y es lo de menos. Lo cierto es que, en el mejor de los casos, todos tendremos uno o seremos desterrados tecnológicos.

Nuevo sensorium

Cuando hablamos de nuevo sensorium, de nueva sensibilidad o subjetividad nos referimos, de modo categórico, a que la sociedad en su conjunto ya no se pregunta por estos aparatos. Solo se permite admirarlos por su devenir autosuperador y comparar con el sujeto de al lado las aplicaciones que tienen sus dispositivos. Sectores medios y populares conocen los modelos de teléfonos móviles de moda y sus aplicaciones. La tecnología no parece ser un diferenciador social. De allí, no podríamos caer en la creencia fantochesca de que la ‘apropiación’ rompe las diferencias de clases y achica brechas modélicas, que el propio sistema propicia para ser superadas mediante el consumo de software, hardware, servicios y saberes. Por el contrario, esta unificación consumista no hace más que alienar, igualar y mentir una forma de relación simétrica donde no existe. La naturalización de pantallas -para unos vistas de reojo en las vidrieras o locales de alquiler de computadoras y de videojuegos, cuando no pueden acceder a modelos anteriores y, por ende, vergonzosos-, no se da en el mismo nivel que en quienes cuentan con estos servicios de modos estilizados en sus hogares.

Los usuarios experimentan una nueva noción del espacio y del tiempo. Los espacios, los lugares, son ocupados por cuerpos sedientos de imágenes, al unísono que los tiempos son cargados de sentido mediante miradas atónitas que hacen lo eterno fugaz. La temporalidad es una experiencia ‘otra’ antes y después de las pantallas.

Sabemos que en televisión, el videoclip renovó la educación de la mirada y la construcción del gusto. En esta era, Internet plantea nuevos modos de entender la temporalidad. Por ejemplo, en sitios de chat, de mensajería instantánea (al estilo Messenger) o mediante SMS, que un sujeto no responda en un minuto es mucho tiempo de espera para su interlocutor; asimismo, sitios de descarga de archivos, como Rapidshare, castigan con 144 segundos de espera a quienes no compren el paquete de descarga y no sean usuarios Premium. Ese tiempo, en escenarios de la vida cotidiana ‘presencial’, como la espera para ser atendido, sería ínfimo y tolerable. La temporalidad de las pantallas plantea una lógica propia, que a la vez se expande hacia otros espacios sociales.

Sí-lugares y tiempos vivos

Las prácticas sociales son acciones comunes reconocidas por los agentes sociales como tales y, definitoriamente, históricas. Si entendemos que solo los momentos de revolución son los que se detienen a planificar el futuro, que los momentos de fluidez no lo hacen y que la revolución tecnológica no datada y deshistorizada no tuvo instancias de evaluación y crítica, estamos ante seudoprácticas sociales, naturalizadas, relacionadas con pantallas, desentendiendo que estas prácticas no son ingenuas y que generan y perpetúan modos de relacionarse y de entender al otro. La razón moderna es el mediador necesario para discernir la efectividad de los hábitos construidos en sociedad. Max Horkheimer, en su crítica a la utopía de Huxley, escribía, en relación con la razón, que: «En ella se presentan las técnicas del ‘nuevo mundo feliz’ y los procesos intelectuales que van unidos a ellas como extremadamente refinados. Pero los objetivos a los que sirven los estúpidos ‘cinematógrafos sensoriales’, que le permiten a uno ‘sentir’ el abrigo de pieles proyectadas sobre la pantalla; la ‘hipnopedia’ que inculca a niños dormidos las consignas todopoderosas, los métodos artificiales de reproducción que homogenizan y clasifican a los seres humanos aun antes de que nazcan, son reflejos de un proceso que tiene lugar en el pensar mismo y conduce a un sistema de prohibición del pensamiento que finalmente ha de terminar en la estupidez subjetiva, cuyo modelo es la imbecilidad objetiva de todo contenido vital» (Horkheimer, 2007, p. 62).

Encerrados, atrapados, enjaulados por pantallas. No vivimos así, claro que no. Sin embargo, nuestra era nos presenta modos de relacionarnos que recuerdan utopías literarias como 1984, de George Orwell, quien también profetizaba de modo fatalista la omnipresencia de pantallas totalitarias, que todo lo veían y que tiranizaban mediante su control y sus órdenes. La utopía no se realizó por completo; en esta era las pantallas son aceptadas como nuestros modelos de mediación. Y este no es un lugar menor. Anteriormente, la palabra como mediadora permitía desde el silencio hasta el énfasis y el grito como gradaciones comunicativas; hoy se extrapolan al lenguaje multimedial de las pantallas que posee su propio sistema de gradación, salvo que el grado del silencio parece imposible. Las pantallas, omnipresentes, no nos dan sosiego. Sin embargo, las incluimos en nuestras prácticas sociales de modo habitual, confuso y contradictorio.

La cultura es un proceso material, dinámico, que siempre se asienta en objetos y prácticas sociales. Como mediadora cultural se erige generalmente la clase media, que en instancias como las relacionadas al consumo -siendo este su principal cohesionador-, no se adentra en una crítica profunda. La naturalización del consumismo, esto es, la fase superior de un consumo sensato, se traduce en la compra ciega de objetos acumulables alienantes y reproductores de prácticas reiteradas y dadoras de sentido a esas mismas mercancías, es decir, un círculo perfecto asentado en el marketing. No hablamos de posiciones idiotas como las de Homero Simpson, a quien le dicen que a partir de ese momento se llama Homero Thompson y que un segundo después no responde al saludo ‘Hola, señor Thompson’ por no haber entendido la directiva. Como tampoco nos referimos al poder de negociación de sentido infinito que se le atribuye al receptor en determinadas teorías comunicacionales tótem. No hablamos de un ‘receptor’, sino de prácticas naturalizadas, que en un comienzo son aceptadas por las gratificaciones que traen consigo, como la hiperconexión del teléfono móvil, la superinmediatez de las comunicaciones o la comodidad de los videojuegos portátiles de revivir ‘tiempos muertos’, como prácticas que luego se sostienen en el tiempo mediante agregados innecesarios y la suplantación de espacios de intercambio social, de crítica y de construcción política.

Según Marc Augé, «Los no lugares son espacios propiamente contemporáneos de confluencia anónimos, donde personas en tránsito deben instalarse durante algún tiempo de espera, sea a la salida del avión, del tren o del metro que ha de llegar. Apenas permiten un furtivo cruce de miradas entre personas que nunca más se encontrarán. Los no lugares convierten a los ciudadanos en meros elementos de conjuntos que se forman y deshacen al azar y son simbólicos de la condición humana actual y más aún del futuro» (Augé, 1993).

Lo mismo sucede en el caso del tiempo o de los tiempos considerados muertos. Las pantallas son revividoras de estos muertos que para estar muertos debieron haber estado vivos en el pensamiento. La información, el dato constante en las pantallas, debe revivir esos momentos de ‘innecesaria’ reflexión y cargar esos lugares de un sentido de existencia. No solamente deberían ser considerados ‘sí-lugares’ los de producción, circulación, consumo y reproducción mercantil, sino que también lo son los de esparcimiento, diversión, ocio y sosiego. En estos casos, las pantallas invaden, buscan dar sentido mediante actividades multimedia a prácticas íntimas deslegitimadas en una cultura comunitaria. En referencia a estas tecnologías, María Victoria Martín sostiene que «a través de esta personalización del espacio común o compartido, la sensación de anonimato que se experimenta en las grandes ciudades parece esfumarse debido a la posibilidad de ponernos en contacto con otros conocidos que no están compartiendo ese espacio físico con nosotros. En la misma dirección, podemos indicar que la utilización de estos dispositivos contribuye a completar y llenar de sentido lo que antes era entendido como ‘tiempo muerto’ mientras se caminaba, esperaba a ser atendido, viajaba en un medio de transporte público, durante los breaks del empleo o los recreos escolares» (Martín, 2009).

Y agrega que en este uso «es posible adelantar trabajo, conversar con otros, saludar a otros que uno no ve desde hace tiempo, ponerse al día con noticias o, simplemente, jugar», actividades que nunca involucran a un otro presente, tornándose egoístas. Pero que a la vez incluyen a otros sujetos, por definición, mediados por la tecnología.

Que el teléfono móvil sirva, desde una perspectiva material, para la simplificación del trabajo, incluso para la mayor y mejor conexión entre personas, no cabe duda de que debe ser celebrado, sólo si se tiene conciencia de su funcionalidad laboral y que durante el tiempo destinado a ello, aunque sea en un ‘no-lugar’ y en un ‘tiempo muerto’, se está trabajando. Mientras que aplicaciones adicionales como, por ejemplo, la de acercar el teléfono móvil a cualquier reproducción de una canción y nos diga en su pantalla el nombre de la canción y su intérprete, merece un párate en este devenir para intentar describir y comprender su utilidad, no justificando que ese teléfono tenga un precio mayor por esa aplicación, por ser esa aplicación simplemente inútil. Estos estadios merecen ser analizados como la génesis de prácticas sociales idiotizantes. La descripción y comprensión de fenómenos es una dupla necesaria para poder asir nuestra parte de responsabilidad en la reproducción. Sin embargo, de la descripción y la comprensión se pasa muy fácilmente a la justificación y de allí a compartir la propuesta inútil. Y luego a la práctica social alienante y aparentemente necesaria, aunque muchas veces estilizada por una élite presa de las modas.

A modo de conclusión: la cultura de la imagen

Los lenguajes son universos de representación necesarios y fatales. La comunicación une a cada ser humano a sus semejantes mediante un hilo imperceptible y omnipresente, que es su cultura. Los lenguajes se asientan en la técnica para ser conducidos. Las llamadas nuevas tecnologías informan y comunican, pero principalmente se erigen como transmisoras de lenguaje. Las pantallas, en nuestra era, conducen el lenguaje multimedial, donde la imagen es la protagonista absoluta.

El lenguaje de las pantallas debe ser comprendido en el devenir de la historia como emergencia de la época en que se desarrolla y es apropiado.

El lenguaje de las pantallas se ha erigido como de alfabetización obligatoria para el mundo que ya llegó y que continuamente viene.

En el mundo actual, de la modernidad líquida, reconocer que estamos inmersos en una cultura de la imagen, de velocidad y temporalidad cambiante, advertir las pantallas como transmisores de lenguaje y configuradoras de formaciones sociales perdurables, es una tarea difícil de realizar de tan asimilada que está en nosotros esa realidad. Sin embargo, aquellas pantallas, extensiones de nuestros cuerpos, merecen una mirada analítica.

Las pantallas generan, como toda innovación en el terreno comunicacional, una nueva percepción sensorial, un modo de concebir el mundo, una cosmovisión que presenta acciones posibles, antes imposibilitadas, por el desarrollo tecnológico. De allí que el mercado nos seduzca con objeto de consumo que despliegan utilidades facilitadoras de la vida en sociedad.

A su vez, estos dispositivos ‘autosuperadores’ nos sumergen en una carrera de consumismo extremo, no solamente para pertenecer a ese mundo inquieto y veloz, sino también para ser distinguidos. Computadoras, televisores, reproductores de música portátiles y teléfonos -entendemos- van en camino a ser un solo gadget convergente, que participará con nosotros de modo esencial en cada vez más actividades educativas, laborales y de esparcimiento. Así, los denominados ‘no-lugares’ y ‘tiempos muertos’, podríamos decir, dejarán de existir, para plantearnos una vida de eterno continuum, donde las actividades lejanas a las pantallas deberán ser planeadas como una abstracción.

Podemos concluir entonces que esta cultura de la imagen se define por las siguientes características:

– Las pantallas son las mediadoras privilegiadas de la información, la comunicación y el entretenimiento.

– La multiplicidad de objetos tecnológicos propuestos por el mercado (teléfonos móviles, videojuegos, agendas, cámaras fotográficas, reproductores de música, etc.) van camino a configurar uno solo.

– La idea de nuevo sensorium se aplica más que nunca a esta era, ya que (a diferencia del cine que ocupaba la reflexión de Walter Benjamin) las pantallas no son un objeto de consumo al cual podamos asistir en determinadas ocasiones o incluso, por elección, no consumir.

– Las pantallas acentúan una inmediatez y una temporalidad ‘otra’.

– La posibilidad y obligatoriedad de llevar ese gadget con nosotros todo el tiempo convertirá a los ‘no-lugares’ y a los ‘tiempos muertos’ en ‘sí-lugares’ y ‘tiempos vivos’, disponibles para el trabajo y el estudio, sin ser advertidos como una continuación de las obligaciones cotidianas.

Los Estados nacionales se hacen eco de las solicitudes de la Sociedad de la Información (SI) y promueven programas de inclusión digital que, principalmente, se asientan en emplear computadoras personales en la educación formal. En el mejor de los casos, una por cada alumno. Las pantallas son protagonistas de la educación y del trabajo, es decir, de dos de las principales actividades sociales. Esperemos que la escuela no solamente haga uso de ellas alfabetizándonos en sus usos de reproducción del sistema, sino también en las posibilidades de creación, democracia, crítica y participación que pudieran traer, como germen, en sí mismas. Las pantallas omnipresentes recién han llegado a nuestro mundo; esperemos poder sacar provecho de su existencia, más allá de facilitarnos procesos cotidianos, obteniendo la educación necesaria para domesticar esos aparatos antes de que ellos lo hagan con nosotros.

Bibliografía

Adorno, T. & Horkheimer, M. (1947, 1970). La industria cultural. Dialéctica del Iluminismo. Buenos Aires: Sudamericana.

Augé, M. (1993). Los no-lugares: espacios del anonimato: antropología de la sobremodernidad. Barcelona: Gedisa.

Barthes, R. (1982). El mensaje fotográfico. En Lo Obvio y lo obtuso. Barcelona: Paidós.

Bauman, Z. (2002). Modernidad líquida. México: Fondo de Cultura Económica.

Benjamin, W. (1936, 2007). Conceptos de filosofía de la historia. La Plata: Terramar.

Horkheimer, M. (2007). Crítica de la razón instrumental. La Plata: Terramar.

Martín Barbero, J. (2002). Jóvenes: comunicación e identidad [en línea]. Pensar Iberoamérica. Revista de Cultura, No. 0, febrero. Disponible en: http://www.oei.es/pensariberoamerica/ric00a03.htm

Martín, M. V. (2009). Homo mobilis: acerca de las mediaciones de la telefonía celular [en línea]. Primer Encuentro sobre Juventud, Medios de Comunicación e Industrias Culturales. Facultad de Periodismo y Comunicación Social, Universidad Nacional de La Plata. Disponible en: http://www.perio.unlp.edu.ar/observatorio

Orwell, G. (1999). 1984. México: A. Guerrero.

Trejo Delarbre, R. (2009). La Red en su circunstancia. El entorno digital y la cooperación para la comunicación y a cultura. Seminario Iberoamérica: un espacio para la cooperación en cultura- comunicación en la era digital. Mesa ‘Las nuevas redes digitales desde la cooperación’. Buenos Aires, la Universidad Nacional de Quilmes, 1 al 3 de julio de 2009.

 

Notas

1 Jesús Martín Barbero tomó el postulado de Walter Benjamin, extrapolándolo a las percepciones juveniles de nuestra era: «Se trata de una ‘experiencia cultural nueva’ o, como W. Benjamin lo llamó, un sensorium nuevo, unos nuevos modos de percibir y de sentir, de oír y de ver, que en muchos aspectos choca y rompe con el sensorium de los adultos.Un buen campo de experimentación de estos cambios y de su capacidad de distanciar a la gente joven de sus propios padres se halla en la velocidad y la sonoridad. No solo en la velocidad de los automóviles, sino en la de las imágenes, en la velocidad del discurso televisivo, especialmente en la publicidad y los videoclips, y en la velocidad de los relatos audiovisuales. Y lo mismo sucede con la sonoridad, con la manera en que los jóvenes se mueven entre las nuevas sonoridades: esas nuevas articulaciones sonoras que para la mayoría de los adultos marcan la frontera entre la música y el ruido, mientras para los jóvenes es allí donde empieza ‘su experiencia musical’» (Martín Barbero, 2002).

Artículo extraído del nº 86 de la revista en papel Telos

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Norberto Leonardo Murolo

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