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La cuarta generación de derechos humanos en las redes digitales


Por Javier Bustamante Donas

Se analiza la relación entre una cuarta generación de derechos humanos, la ciudadanía y las redes digitales, en la que tres elementos juegan un papel clave: la relación entre derechos intermedios y metaderechos, el poder comunicacional como biopoder y el conocimiento libre como procomún en un ecosistema digital.

Esta reflexión pretende ser una actualización y revisión de las ideas contenidas en un artículo que publiqué con el título Hacia la cuarta generación de derechos humanos: repensando la condición humana en la sociedad tecnológica (Bustamante, 2001), en el que defendía la necesidad de identificar cuatro fases en la evolución de los derechos humanos.

Los derechos civiles y políticos de primera generación inciden sobre la expresión de libertad de los individuos y proceden de la tradición constitucionalista liberal. Estos derechos están recogidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948 y los Pactos internacionales de 1966, a saber: el de los Derechos Civiles y Políticos y el de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales.

El derecho a la dignidad de la persona y a su autonomía y libertad frente al Estado, su integridad física, las garantías procesales, son derechos propios de la filosofía de la Ilustración y base del contrato social. Se limita así el poder del Estado frente los individuos, estableciendo un equilibrio entre institución y ciudadanos.

¿Una cuarta generación de derechos humanos?

Los derechos de segunda generación se incorporan a partir de una tradición de pensamiento humanista y socialista. Son de naturaleza económica y social e inciden sobre la expresión de igualdad de los individuos, exigiendo la intervención del Estado para garantizar una acceso igualitario a los derechos de primera generación, es decir, para compensar las desigualdades naturales creadas por las ventajas y desventajas de clases, etnia y religión que caracterizan a las diferencias sociales de los individuos desde su propio nacimiento. Se pedía así que el Estado garantizase el acceso a la educación, el trabajo, la salud, la protección social, etc., creando las condiciones sociales que posibilitasen un ejercicio real de las libertades en una sociedad donde no todos los hombres nacen iguales.

Los derechos de la solidaridad constituyen una tercera generación propia de la segunda mitad del siglo XX. Aparecen en forma de declaraciones sectoriales que protegen los derechos de colectivos discriminados grupos de edad, minorías étnicas o religiosas, países del Tercer Mundo, que se ven afectados por alguna de las múltiples manifestaciones que cobra la discriminación económico social. En las dos últimas décadas, estos derechos han ido cobrando un papel cada vez más importante y gracias a ellos se han desarrollado el concepto de diálogo Norte-Sur, el respeto y la conservación de la diversidad cultural, la protección del medio ambiente, la conservación del patrimonio cultural del humanidad, etc.

Lo que denomino ‘cuarta generación’ de los derechos humanos será la expansión del concepto de ciudadanía digital, que presenta tres dimensiones. En primer lugar, como ampliación de la ciudadanía tradicional, enfatizando los derechos que tienen que ver con el libre acceso y uso de información y conocimiento, así como con la exigencia de una interacción más simple y completa con las Administraciones Públicas a través de las redes telemáticas. En segundo lugar, ciudadanía entendida como lucha contra la exclusión digital, a través de la inserción de colectivos marginales en el mercado de trabajo en una Sociedad de la Información (SI) (políticas de profesionalización y capacitación). Por último, como un elemento que exige políticas de educación ciudadana, creando una inteligencia colectiva que asegure una inserción autónoma a cada país en un mundo globalizado.

Al entrar en juego un nuevo elemento definidor de la ciudadanía, asistimos a la aparición de nuevos valores, derechos y estructuras sociales que se encuentran actualmente en un período de incubación; nuevas formas de interrelación humana amplificadas por la tecnología, nuevas comunidades virtuales cuyo criterio de pertenencia de adscripción no es el territorio, ni la lengua compartida, sino un nuevo modelo visionario de la sociedad que encuentra en la comunicación no presencial un elemento de unión entre individuos. Todo ello nos lleva a la consideración de una nueva comprensión de los derechos humanos, que reflexione constantemente sobre el sentido de la relación entre los desarrollos técnicos y el entorno humano. La influencia de la tecnología informática sobre el mundo de la cultura puede además dotar de significado a un conjunto de principios éticos que sin ella acabarían siendo poco más que una voluntariosa declaración de intenciones. Esta es la base que me ha llevado a sugerir la necesidad de postular la existencia de una cuarta generación de derechos humanos (Bustamante, 2001).

Ciudadanía, derechos humanos y redes digitales

La cuestión de los derechos humanos ha tenido históricamente dos marcos fundamentales. Por un lado, es un problema clásico de la filosofía política: es la dimensión comunitaria del ser humano la que dicta la necesidad de marcar los límites de la convivencia entre iguales, del alcance de la acción de unos hombres frente a otros.

Quizá debería haber dicho que se trata más de un problema moderno que de uno clásico. Para Platón y Aristóteles, la sociedad es reflejo de un orden natural donde la jerarquía, el orden de las esencias, es garantía de buen funcionamiento. La democracia griega era un sistema de castas donde los derechos de cada uno estaban claramente delimitados por los roles sociales de cada cual. Los hombres no nacían iguales y la posición social de cada uno estaba asociada a la nobleza de su cuna. En Oriente, Confucio también resuelve la cuestión de una forma similar: la sociedad es justa cuando ‘cada cosa es lo que su nombre dice’. De nuevo el orden jerárquico, la búsqueda de una sociedad perfectamente estructurada, evitaba la reflexión sobre los derechos humanos.

Tuvo que llegar la Ilustración para plantearse la génesis de la sociedad desde un ‘estado de naturaleza’ donde los hombre son iguales, donde aún no aparecen las diferencias sociales basadas en la riqueza o el poder. El paso de este estado de naturaleza a un estado civil necesita postular unas razones sólidas por las cuales los seres humanos deben desear asociarse. Nace así, con la Ilustración, la noción de ‘contrato social’, que define lo que cada individuo está dispuesto a ceder para disfrutar del refugio de la comunidad. Sólo en este contexto tiene sentido hablar de derechos y obligaciones en sentido pleno. Son las llamadas ‘constituciones’ o formas de gobierno que apelan a una legitimidad basada en dicho equilibrio de derechos y obligaciones. En este equilibrio se basa el concepto de ciudadanía.

El segundo marco quedó delineado por la filosofía y, más específicamente, por la metafísica. Es la discusión acerca de la naturaleza humana. Si el ser humano tiene una forma de ser que le corresponde en tanto que tal, habrá una serie de atribuciones que le corresponderán independientemente del marco social o temporal en el que su vida se desenvuelva.

Parece una forma atractiva de fundamentar los derechos humanos, sobre todo cuando se apela a la existencia de una supuesta ley natural. El problema nace cuando la definición de ser humano ha venido dictada históricamente por el poder político y el religioso y se ha utilizado casi ininterrumpidamente a lo largo de la historia para condenar con un juicio inapelable todas aquellas conductas que podrían hacer tambalear al sistema. Por tanto, basar los derechos humanos en una supuesta naturaleza humana, como si fuera algo inmutable, trascendente, definida por poderes sobrenaturales, no es sino una proyección al ámbito de la ética de un mecanismo de control social que coloca la jaula en el corazón del hombre. Nuestra esencia no se define apenas en términos biológicos, ni viene predeterminada por una herencia genética. Nuestro ser consiste en transcurrir; y por ello es la existencia, la biografía individual y colectiva la que define a fin de cuentas nuestra esencia.

En este ambiente metafísico, la tecnología ha sido vista con recelo como una realidad opuesta a la naturaleza humana. La distinción entre lo natural y lo artificial, esencialmente en un contexto cultural judeocristiano, ha tenido frecuentemente un tinte de ‘lucha del bien contra el mal’. Salimos del paraíso por comer el fruto del Árbol de la Ciencia, jugamos con fuego cuando usurpamos las atribuciones creadoras de Dios; si la técnica transforma el mundo, lo perfecciona; eso quiere decir que la Creación es imperfecta, por lo que el hombre comete un pecado de soberbia al intentar mejorar lo que Dios ha hecho. Son todas ellas proposiciones que permanecen soterradas en un rancio imaginario colectivo.

En contraposición a esta visión tradicional, Ortega y Gasset tuvo la clarividencia de entender la técnica como una sobrenaturaleza para el hombre, una suerte de gran aparato ortopédico que nos permitía vivir la realidad, una forma de humanizar un mundo inhóspito, descarnado y poco acogedor. Si el resto de los seres vivos evolucionan adaptándose al ambiente, nuestra forma natural de evolucionar sería la opuesta: adaptar el mundo al hombre, humanizarlo. No creo, en definitiva, que sea particularmente interesante seguir una vía ontológica para plantear las preguntas claves sobre la relación entre derechos humanos, la ciudadanía y la tecnología.
La cuestión es cómo enlazar la ciudadanía y los derechos humanos con un fenómeno de naturaleza puramente tecnológica, como es el de las redes digitales, y esta es la base a partir de la cual he elaborado una nueva argumentación (Bustamante, 2010b).

Estamos acostumbrados a entender la tecnología como una dimensión instrumental de la realidad humana. Desde este punto de vista, las tecnologías son elementos de mediación con la realidad. Amplían el alcance de nuestras posibilidades de acción, multiplican su impacto sobre la naturaleza. En definitiva, todo lo relacionado con lo técnico supone, en gran medida, implementar formas de control y garantizar un mayor grado de cumplimiento de unos objetivos, ya sean individuales o colectivos, culturales o económicos, militares o productivos. Por lo tanto, hablamos de una tecnología aparentemente instrumental y neutra, ya que los objetivos y al ideario a los que sirve vienen definidos por el ámbito de la ética y de la política.

En definitiva, la visión instrumental de la tecnología nos lleva a pensar que cualquier tipo de constitución política, cualquier tipo de ciudadanía, es compatible con cualquier sistema tecnológico; que la democracia es ajena a ciertas decisiones estratégicas acerca del sistema energético, comunicacional y productivo que caracterizan nuestra sociedad.

Nada más lejos de la realidad. Las tecnologías actuales no son simples instrumentos que facilitan la realización de un fin previo al diseño de las mismas. Exceden cualquier explicación puramente instrumental, pues en su aplicación por parte de los usuarios se descubren nuevas potencialidades, nuevas posibilidades emancipadoras… o también más sofisticadas formas de control no previstas inicialmente. Proyectamos un horizonte de interpretación sobre las tecnologías que usamos, de forma que las dotamos de significados que varían de un grupo social a otro, y de un individuo a otro dentro de cada grupo social.

El fenómeno humano no puede ser entendido fuera de su diálogo necesario con la tecnología. Nada está transformando tanto la realidad humana como la tecnociencia en todas sus facetas. Los conceptos de ‘natural’ y ‘artificial’ se solapan y complementan continuamente y se van modulando entre sí a lo largo de la historia.

Muchos desean todavía hoy mantener en pie ciertas mitologías basadas en la existencia de un supuesto orden natural en el que se basaría el orden social. Esta apelación a la naturaleza del hombre, a la naturaleza de los derechos humanos y al propio concepto de ciudadanía está presente, en el fondo, en casi todo el pensamiento político occidental. Investigar qué es la ciudadanía supondría, por tanto, profundizar en la naturaleza humana y en el orden natural que debe ser respetado para que la armonía reine como el elemento base de la convivencia entre los hombres.

Buscar las raíces de la ciudadanía en la naturaleza humana es expresión de otra versión más actual de la ‘mentira noble’ platónica, según la cual era deseable convencer a los hombres de que la clase social a la que pertenecían era consecuencia del tipo de materia prima de la que estaban hechos. Por tanto, sólo cabía aceptar la pirámide social y el orden político basado en un orden natural. No habría derechos humanos como tales, sino prebendas propias del rango social que uno por derecho de cuna ocupaba.

Igual que las clases sociales, los saberes en el paradigma actual también deben estar bien definidos y compartimentados: a un problema político, una solución política; a un problema técnico, una solución técnica. Es una expresión del pensamiento dicotómico que perpetúa la separación de las dos culturas, la humanística y la técnica.

Sin embargo, unir en un mismo contexto ciudadanía y redes digitales muestra la importancia que tiene el entorno de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (TIC) para redefinir desde una perspectiva multidisciplinar algunos de los conceptos básicos de la filosofía política. Ese entorno, al que Benkler denomina ‘ecosistema’ digital, no se limita a ser un instrumento de control social, ni tampoco una herramienta que aumenta la eficacia de las formas de comunicación que han caracterizado a la sociedad industrial. De hecho, este ecosistema es el campo de batalla donde se libran algunas de las luchas más significativas por los derechos humanos.

Tecnología y participación política

No podríamos hablar de libertad de expresión ni de derecho a la información si no consideramos las posibilidades que las redes digitales ofrecen a los ciudadanos de a pie. Las viejas desigualdades estaban de nuevo presentes en los entornos comunicacionales clásicos. Los medios de comunicación de masas antes de la llegada de Internet se caracterizan por su naturaleza profundamente asimétrica: uno habla, muchos escuchan; uno aparece, muchos contemplan. El conocimiento fluye jerárquicamente del centro a la periferia. Los países se dividen entre importadores y exportadores de productos audiovisuales. Todo parece estar preparado para que la nueva brecha digital reproduzca las viejas desigualdades sociales.

Frente a este panorama existen dos posibles consecuencias con respecto a los derechos humanos: En primer lugar, la vía hacia la ‘hipociudadanía’, es decir, la eliminación paulatina de la conciencia ciudadana y el desinterés por el ejercicio de nuevos derechos, a través de varias dinámicas políticas: aumento del control social, expansión de la informática a través de estándares propietarios, monopolización de los estándares de hardware, software y patrones de comunicaciones, promoción de un uso simplemente lúdico de las TIC (incluyendo la expansión del sector de las consolas y los videojuegos), fomento de un uso superficial y no comprometido de las redes sociales virtuales, etc. En esta dinámica está claro que el equilibrio entre ciudadanos e instituciones centralizadas se decantaría claramente a favor de éstas, dando lugar a un conocimiento centralizado y a unos flujos de información masivamente unidireccionales -del centro a la periferia-.

En segundo lugar, existe una vía posible hacia una ‘hiperciudadanía’, un ejercicio más profundo de la participación política, que podríamos llamar ‘ciudadanía digital’ y que nos alejaría de la actitud nihilista y escéptica que acaba siendo inevitable en la dinámica anterior. Implica una exigencia de ejercicio más pleno de los derechos ya consolidados, así como el acceso a derechos intermedios que permitirían nuevas expresiones de ‘metaderechos’. La hiperciudadanía es la consecuencia de una dinámica de implantación de los derechos de cuarta generación, a saber:
– La apropiación social de la tecnología, lo que supone emplear ésta para fines no sólo de excelencia técnica sino también de relevancia social; además, favorece el uso de la tecnología para fines diferentes de los propuestos por sus promotores, en ocasiones contrapuestos a los ‘oficiales’, dando lugar a formas contraculturales de diferente signo.
– La utilización consciente del impacto de las TIC sobre la democracia, avanzando desde sus actuales formas representativas hacia nuevas formas de democracia participativa.
– La expansión de una serie de derechos intermedios, que incluye el acceso universal y barato a la información, a la difusión de ideas y creencias sin censura ni fronteras y a través de las redes, así como el acceso permanente al ciberespacio a través de redes abiertas y de un espectro abierto (Open Spectrum).
– La promoción de políticas de inclusión digital, entendiendo como derecho a la inclusión no el simple acceso a la compra de productos y servicios informáticos, sino la creación de una inteligencia colectiva que actúe como recurso estratégico a la hora de insertar una comunidad o un país en un entorno globalizado.
– El derecho a disfrutar de servicios de gobierno electrónicos que acerquen la gestión de los asuntos públicos a los ciudadanos.
– La defensa del concepto de ‘procomún’ (commons, bienes comunes), conservando espacios de desarrollo humano cuya gestión no esté sometida a las leyes del mercado y al arbitrio de los especuladores.
– La extensión de la lucha contra la exclusión digital a otras brechas históricas de carácter cultural, económico, territorial y étnico que frenan en la práctica el ejercicio de una plena ciudadanía digital.
– La protección frente a políticas de control y actividades de las instituciones de vigilancia social. Por extensión, protección frente al ejercicio de un biopoder (un poder ejercido tanto en la esfera macrosociales como en la microsocial) potenciado por un uso institucional de las TIC.
– La apuesta por el software libre, el conocimiento libre y el desarrollo de múltiples formas de cultura popular, con el objetivo de la consolidación de una esfera pública interconectada.
– Por último, el derecho a participar en el diseño de tecnologías que afectan a nuestras vidas, así como en la evaluación previa de las posibles consecuencias de su implantación.

En particular, existen tres elementos que inciden en el desarrollo de esta ciudadanía digital: en primer lugar, la relación entre derechos intermedios y metaderechos; en segundo lugar, la relación entre poder comunicacional como forma de biopoder y la ciudadanía digital, y en tercer lugar, el concepto de Red como ecosistema y como procomún (Benkler & Ostrom), dos formas de enfrentar un contra-poder social al citado poder comunicacional, que dan lugar a la aparición de las ‘comunidades virtuales’ como manifestación de procesos de socialización de la innovación y de creación de ‘conocimiento periférico’. Veamos cada uno de ellos.

Derechos intermedios y metaderechos

El problema no es la definición de aquello a lo que todo ser humano tiene derecho en términos absolutos en relación a la tecnología. Es lugar común defender la libertad de expresión y la libre difusión de las ideas a través de cualquier medio que tengamos a nuestro alcance. Pocos ponen en entredicho, al menos en teoría, dichos ‘metaderechos’, pues suponen formas de realización personal en una sociedad tecnológica. Pero lo que realmente debe ser objeto de discusión es el derecho a disponer de las herramientas para poder llevar a la práctica formas de vida más plenas, que permitan la realización de las potencialidades que caracterizan a la vida contemporánea.

No creo que pueda haber una definición de libertad o de autonomía individual que sea universal y atemporal, aplicable en todo tiempo y lugar. Por el contrario, sólo existen ejercicios de libertades concretas. En un momento particular y en una sociedad caracterizada por una democracia representativa de corte occidental, ser libre para expresar una opinión o una creencia podría ser suficiente… pero no ahora, cuando el listón de las expectativas de participación en la vida pública se ha elevado significativamente. En una democracia participativa hace falta garantizar los flujos de información a partir de los cuales se generan y desarrollan las opiniones y las creencias. Estos flujos permean tal sociedad deben ser tan libres, simétricos, abiertos, accesibles y veraces como sea posible.

No basta garantizar el derecho al voto, icono de la democracia representativa. Ni siquiera la consulta popular electrónica sobre cualquier asunto que afecte al legítimo interés de los ciudadanos sería un derecho reclamable -incluso deseable- si no se garantizan previamente otros fines intermedios: un nivel de pericia técnica suficiente para utilizar el voto electrónico, acceso abierto y barato a la Red, un nivel de educación y de discernimiento para filtrar y seleccionar información, capacidad de contrastar la información en circulación, etc. En definitiva, creo que puede ser un error centrar la discusión poniendo demasiado énfasis en la promoción de derechos fundamentales, descuidando lo que podríamos llamar derechos intermedios de cuarta generación.

Una de las amenazas al ejercicio de estos derechos no proviene de un ataque frontal a los mismos. Quizá la forma más efectiva de conculcar un derecho no es eliminarlo, sino redefinirlo. Por ejemplo, no será necesario eliminar la privacidad. Bastará con transformar áreas de datos personales en información sensible para la defensa o la seguridad nacionales, o para las finanzas del Estado. El derecho a la privacidad no puede ser entendido en estos tiempos como el derecho a un ámbito privado fuera del escrutinio del ámbito público. Las nuevas generaciones a lo largo del mundo entero ‘viven’ (experimentan) cada día dicho ámbito privado de una forma radicalmente diferente a su concepción clásica, retransmitiendo en tiempo real sus experiencias a través de blogs, videoblogs, bitácoras, tweeters, etc. Para ellos la privacidad no es estrictamente un derecho, más bien un riesgo que hay que evitar: si no haces público lo que haces y lo compartes con los amigos, parece que no vives con plenitud.

Los derechos de cuarta generación tienen que ver con un conjunto de posibilidades autodefinidas que irán cambiando no sólo con las generaciones, sino también con la evolución de nuestro entorno tecnológico a través de la innovación. La innovación crea nuevas expectativas, la percepción de que se expanden nuestros límites de acción.

Poder comunicacional como biopoder

El poder comunicacional no debe ser considerado como una simple modulación del poder político o financiero. Entronca con el concepto de biopoder en M. Foucault, un poder que se expresa en múltiples dimensiones, de las cuales la política es tan sólo una entre varias otras. Además, es un poder que tiene una profunda fuerza metafórica, pues se constituye como modelo para entender tanto la praxis social y los procesos macrosociales como las relaciones de dominación presentes a nivel microsocial. Es la llamada ‘microfísica del poder’, un conjunto omnicomprensivo de prácticas cotidianas donde se expresa el poder en todas sus variedades. Poder y saber se juntan allí donde aparecen las prácticas humanas. El biopoder tecnológico sustituye al poder soberano premoderno.

El conocimiento que la informática y las telecomunicaciones extienden por el mundo no es una herramienta de descripción de la realidad, sino de construcción de la misma. A través de dicho conocimiento, cada vez menos centralizado y más periférico, más ‘procomún’, se estructuran movimientos revolucionarios, nuevos paradigmas éticos y nuevas formas de ejercer poder sobre uno mismo y sobre los demás. En un entorno clásico de intercambios presenciales entre seres humanos (ciudadanía entendida como pertenencia a un mismo territorio, derechos asociados a la propia ciudadanía), la ética puede encontrar principios definidos: ‘Ama a tu prójimo (próximo) como a ti mismo’. El problema está en que ni la ciudadanía tiene por qué estar basada en la compartición de un espacio físico común, ni las interacciones humanas tienen la ‘presencia’ como condición de posibilidad. No sirve ya una ética-política que nos diga cómo debemos tratar a nuestro prójimo/vecino. Las distancias se anulan y el territorio se desterritorializa a través del ciberespacio, aunque sea momentáneamente.

Es interesante reflexionar sobre la supuesta desterritorialización que supone interactuar a través del ciberespacio. En concordancia con autores como André (2003, 2007), me inclino a pensar que realmente existe una fase posterior de reterritorialización inherente a dicho proceso. En un artículo previo (Bustamante, 2010a) defendía que un proceso de virtualización no es necesariamente un proceso de desterritorialización. La apropiación social de la tecnología nos permite crear continuamente nuevas territorializaciones en un contexto de desterritorialización propio de la sociedad globalizada. Lemos nos muestra cómo aparecen nuevos fenómenos desterritorializantes engendrados por los media digitales, por la fluctuación de las fronteras culturales y subjetivas, por movimientos de compresión del espacio-tiempo. La política se desterritorializa por la aparición de nuevos agentes de poder. La economía se desterritorializa a través de la recolocación de capitales en paraísos fiscales, de la deslocalización del trabajador con respecto al lugar del trabajo, de las factorías con respecto a las sedes (headquarters) de las empresas. La cibercultura es aparentemente una cultura de la desterritorialización. Sin embargo, Lemos apunta muy acertadamente que la cibercultura no solo deslocaliza, sino que también recoloca y crea nuevas formas de poder y de control.

Surgen así nuevas territorializaciones: mapeamiento, control, vigilancia, etc. Las ‘diásporas digitales’ (emigrantes conectados a través de las redes sociales virtuales) crean nuevas formas de territorialización que desestabilizan las estructuras de poder, modifican la percepción de la identidad personal y, gracias a la interacción entre el ciberespacio y el espacio urbano, transforman la significación de las ciudades contemporáneas. Las distinciones entre espacio público y privado invierten sus papeles. Un internauta encerrado en su hogar y conectado a diferentes comunidades virtuales puede vivir abierto al mundo a través de interacciones nómadas y diaspóricas. Puede ser, en términos de Javier Echeverría, un cosmopolita doméstico, mientras que el ágora, paradigma del espacio público de la ciudad como punto de encuentro y asamblea, puede convertirse en un espacio de absoluto anonimato y aislamiento, donde a nadie conoces y con quien nada compartes. La idea del ciberespacio como desconexión de la dimensión física-espacial es, para Lemos y también para mí, una idea exagerada (Bustamante, 2010a).

A esta reterritorialización se añade la transformación cualitativa causada por la proliferación del conocimiento periférico dentro de la Red. Más allá de McLuhan, el fenómeno más relevante no es ya la posibilidad de que todo el mundo pueda enterarse de lo que ocurre al otro lado del planeta. Lo novedoso es que los acontecimientos ocurren, tienen lugar, en tiempo real.

El hecho de que se propague instantáneamente la información sobre lo que está ocurriendo convierte a los receptores en protagonistas. Como tales, cobran un papel a la hora de definir o modificar el curso de los acontecimientos. Hemos asistido hace pocos meses a las protestas populares en las calles de Teherán ante los polémicos resultados de las últimas elecciones presidenciales. Los medios de información internacionales fueron censurados y la libertad de movimientos de los corresponsales extranjeros fue reducida a su mínima expresión. Sin embargo, los relatos de la violencia policial contra los manifestantes cobraban vida a través de las redes sociales. Las movilizaciones de los estudiantes se producían de manera casi orgánica al contar con esta información en tiempo real. Es el nacimiento del ecosistema digital.

Derechos humanos y bienes comunes en un ecosistema digital

Benkler (2003, 2006) define el nuevo entorno como un medio ambiente digital formado por especies digitales (aplicaciones informáticas, sistemas operativos, protocolos de comunicaciones, servicios on line, modelos de negocios, etc.) que se relacionan mutuamente a través de relaciones simbióticas, de mutuo refuerzo o mutua dependencia.

Podemos distinguir entre relaciones positivas, basadas en la colaboración y orientadas al mutuo beneficio, o negativas (parasitismo o depredación). Estos tipos de relaciones tienen un papel fundamental en la creación de nuevas especies digitales y la extinción de aquellas que se quedan obsoletas sigue las reglas de selección natural dictadas por el mercado. Dentro de este entorno están surgiendo nuevas especies digitales que están desplazando el centro del poder, llevándolo a la periferia del sistema, de vuelta al ciudadano.

Para que se lleve adelante esta dinámica positiva, un ecosistema digital debe desarrollar una infraestructura orientada a servicios que sea un recurso público, un procomún. En este sentido se define un ecosistema digital como una estructura digital autoorganizativa orientada a la creación de un entorno digital distribuido en red. Está caracterizado por una serie de elementos: conocimiento compartido, tecnologías, estándares y protocolos abiertos, cooperación solidaria y nuevos modelos de negocios.

La implementación de este entorno digital tiene la estructura de un procomún, que Benkler define como espacios institucionales en los que se pueden ejercer ciertas libertades con respecto a las restricciones impuestas por los mercados. Estas restricciones cobran a menudo la forma de relaciones de propiedad, que define quién tiene control sobre qué recursos y cómo son las relaciones entre agentes en función de la posesión o carencia de un bien o un recurso determinado. Esto no significa que el comunal sea un espacio anárquico, sino que los agentes pueden actuar en ellos con una lógica diferente a la del mercado, evitando las paradojas que se producen en la Teoría de Juegos cuando un agente busca la maximización de la utilidad esperada de sus decisiones.

El concepto de comunal se refería inicialmente a la serie de tierras que pertenecían a un pueblo o municipio, como pastos y leña; pero la extensión del significado actual incluye aspectos tan diversos como el lenguaje, los caminos y costas, el aire o el agua. En el caso del conocimiento digital, si lo clasificamos como comunal, al tratarse de bienes intangibles como las ideas que se comunican por medios electrónicos, compartir no significa privarse de lo compartido. Así que la economía del conocimiento en general, y del conocimiento digital en particular, lleva a un enriquecimiento mayor cuanto más se comparte.

Michael Polanyi distinguía entre conocimiento tácito y conocimiento expreso. El primero consiste en el resultante de las destrezas aprendidas o del conocimiento recibido. El segundo consiste en el proceso de aplicar el primero a un problema, teoría o cuestión concreta. Pero sin el primero, el segundo no podría tener lugar. Sin ese conocimiento tácito no sería posible la innovación. No sólo eso, sino que comprender una innovación requiere a su vez el conocimiento tácito que nos permita darle sentido e integrarla en nuestro contexto. Así que, ciertamente, aquello que posibilita el conocimiento expreso es sin duda comunal.

La democratización de la producción creativa es, pues, el objetivo, para llegar a una sociedad en la que todos somos autores y lectores, creando las conexiones neuronales necesarias en la comunidad para avivar el conocimiento tácito común. La consecuencia de ello es una sociedad más libre, más independiente, con capacidad multiplicada de innovación y creatividad, en condiciones que facilitan el ejercicio crítico y la emancipación real de los individuos.

También la promoción del conocimiento libre tiene como aspecto fundamental el desarrollo de una nueva ciudadanía a través del la implantación de software libre y de la promoción de iniciativas imaginativas de conocimiento libre. El conocimiento entendido como bien común es también un requisito indispensable para el desarrollo de una cultura plenamente creativa. No está limitada al ideal romántico de la originalidad exclusiva, pues se genera a partir de un enorme número de microcontribuciones, se distribuye por la idea de la recombinación, del remezclado, de la fusión, de la derivación, de la eliminación de todas las trabas a la creación, de la obra continua, ilimitada, fundamentalmente abierta. Maneja y transforma bajo las mismas reglas la novedad y la reconfiguración. Cultiva la colaboración, la construcción comunal del conocimiento y el compartir, tal como lo enuncia el ideal científico. La ciencia no habría avanzado si no hubiera sido ella misma comunal, abierta, acumulativa y recombinatoria. En el texto Distúrbio Eletrônico, recogido por Sergio Amadeu (2007), el Critical Art Emsemble proclama: «Dejemos que las nociones románticas de la originalidad, genialidad y autoría permanezcan, pero como elementos para la producción cultural sin ningún privilegio especial sobre los otros elementos igualmente útiles. Es la hora de usar la metodología de la recombinación para enfrentar la tecnología de nuestro tiempo». La libertad para el conocimiento, la transparencia para los códigos que intermedian la comunicación humana, la creación sin trabas, la superación de la mercantilización totalitaria de la cultura, las posibilidades simuladoras y emancipadoras del ciberespacio, son fundamentos que debemos defender si queremos promocionar los derechos de los que estamos hablando (Alonso & Bustamante, 2009).

Estas ‘comunidades virtuales emancipadoras’ marcan una vía increíblemente fructífera hacia la promoción de derechos humanos de cuarta generación, a través de la transformación del conocimiento experto, la descentralización del saber y la potenciación de la ciudadanía. Las redes digitales demostraron aquí la relevancia de la Ley de Metcalfe, según la cual el valor del contenido de una red aumenta con el cuadrado del número de participantes.

Es a partir de una masa crítica de conocimiento compartido donde se produce esta transformación de la cantidad en calidad. También se aplica en este caso la Ley de Rendimientos Crecientes de Adopción, de Brian Arthur (1989): cuanto mayor es el número de participantes en las comunidades de afectados, mayor es la utilidad de la herramienta para cada uno de ellos y mayor utilidad práctica y relevancia científica tiene la información creada a partir de esa interacción.

Por último, no debemos ceñirnos al valor del conocimiento compartido. Como afirma P. Jollivet (2004), estamos hablando de procesos más profundos, que conciernen a la socialización de los procesos de innovación. La participación en las redes digitales es un ejercicio creativo de ciudadanía digital. La adopción de las prácticas de procomún en la Red transforma tanto al que las adopta como al medio utilizado y al contenido de la Red. Nada queda igual que antes.

El ejercicio de estos derechos intermedios abre el camino para el surgimiento de otros nuevos a partir de dinámicas de apropiación de la tecnología. El mismo papel que uno puede jugar al recuperar el control sobre su propio cuerpo y los procesos que en él se producen, puede aplicarse a otros campos del ejercicio de la ciudadanía. Los ‘rendimientos de uso’ son, como bien defiende Jollivet, radicalmente crecientes, pues son la expresión de la capacidad de innovación del trabajo cooperativo voluntario. La extensión a todas las áreas de la vida de estas prácticas comunicativas supone caminar hacia la recuperación por y para el individuo de la esfera del biopoder.

En definitiva, el desarrollo de una cuarta generación de derechos humanos pasa por una apropiación social de las nuevas tecnologías. Una mayor conciencia de la importancia de la promoción de un conocimiento libre y participativo dentro de una cultura digital se revela así como una de las metas intermedias que debemos plantearnos hoy en día si realmente queremos lograr una sociedad más humana, justa y solidaria, en la que ciencia y tecnología sean herramientas fundamentales en la promoción de fines socialmente relevantes. Estos son los elementos que nos permiten tener una nueva concepción de la relación que existe entre las redes digitales, los derechos humanos y la ciudadanía digital.

Bibliografía

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Artículo extraído del nº 85 de la revista en papel Telos

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Javier Bustamante Donas

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