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En busca del equilibrio. De nuevo frente al relámpago


Por Toni Segarra

Estamos asustados. Y maravillados. Internet nos ha devuelto al caos, que tememos, y al asombro magnífico ante lo que no podemos entender pero nos parece hermoso. De algún modo volvemos a ser el primer humano fascinado y aterrorizado ante el relámpago.

A lo largo de los siglos hemos intentado construir una realidad comprensible y utilizable, que hiciese posible la convivencia y la relación y el progreso. Hemos creado leyes, religiones, teorías científicas, mecanismos, lenguajes, estructuras sociales que nos han permitido avanzar.

Después de Descartes llegamos a creer incluso que podríamos desvelar el misterio de la realidad. Nos sentimos tan seguros que nos decidimos a matar a Dios, que siempre fue -y aún es- una estupenda solución frente a lo inexplicable. Ese optimismo racionalista nos ha gobernado durante los últimos tiempos y nos gobierna aún, aunque con menor convicción, con menor autoridad y desde una peligrosa deriva tecnológica que otorga un excesivo protagonismo a la eficiencia.

A mediados del siglo pasado la física adquiere conciencia de algo que siempre sospechó: la explicación del mundo es imposible. Se produce entonces el reconocimiento de la extrema e incomprensible complejidad en la que existimos. La ciencia vuelve a confluir con lo poético.

 

La ruptura del orden

Internet es, a mi modo de ver, la constatación de esa complejidad. Es una magnífica, extraordinaria metáfora de la realidad: inabarcable, inaprehensible, misteriosa, bellísima.

Para nosotros, que trabajamos en el sospechoso territorio de la publicidad, de la venta masiva de productos de dudosa utilidad práctica y que basamos nuestro trabajo en la comunicación, y por tanto en los lenguajes, este reconocimiento de la complejidad ha hecho estallar todo en mil pedazos. Nuestra apariencia de orden se ha roto.

Los publicistas procedemos de un mundo sencillo y feliz, gobernado por un bondadoso Gran Hermano, los medios de masas y especialmente por la pantalla omnipresente y todopoderosa de la televisión. No había demasiado que hacer, bastaba con decir; y con repetir. Podríamos afirmar que en el entorno reglamentado y ordenado de la realidad fabricada por el hombre, nuestro pequeño mundo era incluso más simple, más fácil. Más falso.

Bueno, eso se acabó. O mejor, eso sigue ahí, pero es apenas una más de las posibilidades, una más de las muchas fuerzas que confluyen en un mundo progresivamente más complejo, más difícil.

¿Cómo nos enfrentamos a ello quienes trabajamos en publicidad? Nuestra primera respuesta es la intuitiva, la lógica (que en absoluto significa la correcta, la adecuada). A la progresiva fragmentación reaccionamos mediante la especialización: que cada cual elija un trocito de esa realidad rota y que se dedique a ello.

Volvemos a incurrir en el error fundamental de la ciencia cartesiana: trabajar sobre pedazos de la realidad muertos, aislados de sus contextos, fijos. Porque es precisamente su inmovilidad lo que nos permirte estudiarlos y, por tanto, entenderlos. O creer que los entendemos.

Pero si algo sabemos hoy de lo que nos circunda es que esa realidad que entendemos material, « […] es antes abstracta y relacional que concreta y sustancial. Y, por consiguiente, mucho más poética de lo que se creía» (Pániker, 2008).

Hablamos de una realidad fluida, en movimiento, cuya esencia misma cambia precisamente en función de ese movimiento y en función de cómo el observador, que también está en movimiento, la percibe en cada instante.

Y hablamos de una realidad conectada, hiperconectada, relacionada en todo momento con todo (aleteos de mariposa y huracanes).

 

El equilibrio de la visión generalista

La especialización atenta directamente contra esa idea. La especialización, necesaria, imprescindible herramienta para el progreso, para evitar la inmovilidad, no puede convertirse en cambio en una reproducción de la realidad, en otra realidad, porque nos aísla. La especialización tiende a la simplificación y cualquier deriva simplificadora nos conduce de nuevo a los absolutos, a las verdades impuestas, a los fascismos a los que no deberíamos regresar. La especialización, al reducir el mundo a un fragmento, genera la falsa impresión de que el mundo puede entenderse y extrapola esa sensación al conjunto de la realidad, de la que se ha desconectado.

La especialización produce también lenguajes propios, lenguajes tan sofisticados, tan únicos, que pierden su capacidad de ser entendidos por la mayoría, son apenas dialectos de unos pocos, idiomas cifrados, jeroglíficos, que protegen al tiempo que encierran.

Ahora bien, esa hiperespecialización en pequeños fragmentos ha llegado a un límite más allá del cual ya no es posible avanzar. Del mismo modo que a los físicos de mediados del siglo pasado el reconocimiento de la complejidad -y, por tanto, la recuperación de la ignorancia- les devolvió la osadía y les condujo a la colaboración con otras disciplinas, y a la necesidad de una visión más amplia, más holística, así debe ocurrir en nuestro pequeño mundo de lo publicitario, más tarde o más temprano. Necesitamos desaprender, despojarnos de tantas certezas que ya no certifican nada, acercarnos a los otros y recobrar la audacia.

De momento, en cambio, estamos encarando esa fragmentación desde el mismo fragmento, obviando la perspectiva clave, la intención de comprender, el afán por relacionar lo que está ocurriendo.

Como hacemos siempre frente a lo que no entendemos, hemos compartimentado Internet, lo hemos troceado y hemos intentado vanamente explicarlo. Y todo ello es quizá necesario, pero no conduce a nada sin la equilibradora visión generalista. Porque si algo deja claro la misma existencia de Internet es que la realidad es indivisible, está conectada y es fluida.

Internet, lo que llamamos la Red, no es más que otra más de las redes que constituyen nuestro entorno, que «es un gran conjunto de redes superpuestas que en ocasiones se conectan entre sí y otras veces conviven sin llegar a verse». (Fernández, 2009). Una red más, como las relaciones sociales o el lenguaje, una red abierta que la especialización amenaza con convertir en un conjunto de redes cerradas y aisladas antre sí.

Internet no es un medio, no es otro medio. Internet no es definible. Lo único que podemos decir es que lo ha complicado todo, ha evidenciado el caos en el que sobrevivimos, afecta a cualquier cosa que hacemos. Internet ha cambiado, y cambiará aún más, de un modo decisivo, el lugar en el que vivimos. Pero cuidado, no caigamos de nuevo en la tentación de aislarlo, no lo entendamos parcialmente.

Internet efectivamente cambiará el mundo, un mundo que ha cambiado muchas otras veces (algo que no deberíamos olvidar) y que posee esencias constitutivas que conviene conocer bien para entender ese cambio. Arrojarse en los brazos de lo nuevo sólo porque es nuevo sería el mayor de los errores. Y es tan fácil cometerlo…

De equilibrio es justo de lo que hablo, del esfuerzo utópico y heroico por lograr un equilibrio que está lejos de ser natural, como tantas veces hemos creído (la fe en que los mercados tienden a equilibrarse por sí mismos nos ha conducido a esta madre de todas las crisis económicas en la que estamos instalados, por citar un ejemplo notorio).

Intento decir que si no conseguimos una contrainercia que equilibre la inercia simplificadora y reduccionista de la especialización, difícilmente conseguiremos sacar de Internet, de ese Internet que ha transparentado el mundo y que es, por tanto, el mundo, las posibilidades infinitas e inimaginables que contiene.

Para ello debemos contar con nuevas herramientas, porque las que tenemos fueron construidas para un lugar que empieza a transformarse en otra cosa. O que quizá empieza a parecerse más a lo que siempre fue.

Necesitamos nuevas herramientas

Primordialmente necesitamos nuevos lenguajes.

Nuestra realidad, nuestra sociedad, nuestro sistema, se basa en una cultura libresca gobernada por el único lenguaje parcialmente objetivo y parcialmente global que hemos conseguido crear como especie. Ese lenguaje nos permite comunicarnos con una cierta eficacia, pero construye una idea de la realidad determinada («los límites de tu mundo son los límites de tu lenguaje», Ludwig Wittgenstein). La gramática occidental, basada en el rígido esquema sujeto-verbo-predicado, nos remite a una realidad poco parecida a la realidad cambiante y líquida que nos muestra Internet.

El lenguaje, inevitablemente, nos constriñe. Si la realidad, más que material y fija, está constituida por relaciones, entonces necesitamos lenguajes más capaces de sugerir que de definir, más capaces de adaptarse y de ser decodificados de modo subjetivo. Debemos aprender a utilizar lenguajes vedados por la ortodoxia racional o empresarial, como la poesía o los muchos lenguajes creados por el arte. La música, por poner el ejemplo supremo de perfección creada por el hombre, es un lenguaje que no podemos explicar, que no podemos transformar en palabras, pero que nos alcanza de un modo poderoso e individual, y que al mismo tiempo genera estados de ánimo, sensaciones, antes que certezas o verdades. Sí, es cierto, es difícil construir informes o reglamentos con música, pero no lo es, en cambio, alcanzar comprensiones íntimas que trascienden nuestra limitada racionalidad.

También la concepción de lo narrativo se ve inmensamente ampliada por la complejidad. Internet es simultáneo, no necesariamente sucesivo, lo que nos abre a hermosas posibilidades que convendrá explorar. Del ‘planteamiento-nudo-desenlace’ podemos pasar a la narración fragmentada, a la narración fractal, a la cocreación con el receptor, que siempre fue cocreador pero que ahora puede demostrarlo. Simultaneidad, espontaneidad, una nueva concepción de lo que signifique la originalidad… Y entonces la mezcla, la hibridación que constituirá indefectiblemente el porvenir, la exploración de las fronteras, de los límites, de los extrarradios, donde desde siempre han ocurrido las cosas más interesantes.

Internet nos va a exigir profundos cambios a quienes desde la publicidad pretendemos utilizar su potencialidad en beneficio de la comunicación de marcas y productos. Deberemos desprendernos progresivamente de recursos atávicos que ya no son útiles o que son más bien contraproducentes. Deberemos recuperar la visión global, holística, que alguna vez tuvimos y que la perversa simplicidad del mundo que construyó las audiencias masivas nos hurtó (la facilidad idiotiza).

Deberemos entender el pasado no como algo que sucedió, sino como algo que nos constituye, que nos conforma, despojado de su historicidad. Deberemos colaborar y encontrar la manera de que esa colaboración, que nunca jamás hemos sido capaces de conseguir, no produzca conflictos entre nosotros sino que nos multiplique. Y deberemos encontrar a quienes puedan liderar esos procesos.

Pero sobre todo debemos conseguir que el asombro ante el relámpago no desaparezca.

Bibliografía

Pániker, S. (2008). Asimetrías. Barcelona: Debate.

Fernández Mallo, A. (2009). Postpoesía. Barcelona: Anagrama.

Artículo extraído del nº 82 de la revista en papel Telos

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