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Análisis para una nueva ciudadanía


Por Rafael Vidal Jiménez

La posmodernidad, con su discurso dominante, capitalista y tecnológico, ha trastocado gravemente las relaciones entre culturas en nuestras sociedades. Se propugna una nueva relación con los otros, entre las culturas.

«Sólo me interesa lo que no es mío. Ley del hombre. Ley del antropófago» 

Oswald de Andrade (1928). Manifiesto Antropófago

Uno de los rasgos que más acentúan la singularidad socio-histórica de nuestro mundo global -surgido de las ruinas materiales y culturales del colapsado ‘proyecto moderno’ es la intensificación creciente de los flujos de interacción e intercambio a distancia de símbolos, propiciados por la nueva centralidad económico-social, política y cultural de las llamadas Nuevas Tecnologías (NT). Esto va unido a la proliferación masiva de (des)-plazamientos transfronterizos de población y de apertura a nuevas experiencias (interpersonales o mediadas) del ‘Otro’. Y no sólo concierne necesariamente a la coincidencia física y espacio-temporal de la diversidad humana construida -de forma imaginaria- en esos mismos (des)-emplazamientos, en esas circulaciones turbulentas, caóticas y nada planificadas que representan la ‘Gran Migración’ (Enzensberger, 2002) no sólo territorial sino, podríamos añadir, cibernética.

Estos movimientos -situados en la tensión entre el nomadismo primario y el instinto de apropiación territorial que siempre ha dotado al encuentro de las diferencias de un doble carácter de esperanza y temor, de convivencia enriquecedora y conflictividad excluyente- tienen sus lugares y no-lugares (Augé, 1999) en ese desbordamiento ‘poselectrónico’ de la modernidad (Appadurai, 2001).

Las tradicionales ‘sociedades nacionales’ han dado paso a un nuevo modelo de co-existencia social, concretado en la reivindicación exacerbada de las diferencias culturales e identitarias. Las nuevas ‘sociedades multiculturales’ son, ante todo, un síntoma agudo de la desestructuración del esquema de relaciones sociales imperantes en la era industrial. En ésta, el sistema institucional -conformado por los valores democráticos de libertad, igualdad, bienestar económico y apertura política- ofrecía un grado relativamente suficiente de sentido e integridad social, sin que ello estuviera siempre exento de distintos niveles de encerramiento nacionalista excluyente.

La migración digital

Hay que partir, pues, de la yuxtaposición multi-topológica en la que desenvuelve su existencia el ‘ser posmoderno’. Por un lado, habitante múltiple y variable de espacios fuertemente simbolizados, en los que opera una estable interpretación significante de las relaciones históricas del sujeto consigo mismo, con los demás y con el mundo (los ‘lugares’). Por otro, trans-subjetividades paulatinamente (des)-emplazadas en ese otro tipo de espacio de flujos (los ‘no lugares’), de meras transiciones donde no es posible la construcción estable de una historia propia, donde no se con-vive ni se con-cita, donde tan sólo se co-existe. En ellos resulta imposible leer las relaciones sociales.

No cabe la producción sustantiva del sentido como constitución del sí mismo ‘en’ el ‘otro’ (Augé, 1995, p. 1999). Aludo a esos aeropuertos, autopistas, hipermercadosy, especialmente, a esa Telépolis, esa interacción distal cibernética que -a modo de un nuevo tercer entorno electromagnético (Echeverría, 1999)- incide en todo un gran giro ontológico, allí donde el átomo da paso al bit (Negroponte, 1996) como forma radical de ‘estar en el mundo’ en forma de unidades infinitamente reconvertibles de información transmitida -a la velocidad de la luz- acerca de lo que (no) somos y ni siquiera ‘vamos-siendo’. Una nueva vida digital, la de la liberación del cuerpo y de sus exigencias biológicas y culturales, la de la renuncia a una identidad etno-lingüística, religiosa, de género, etc. Una migración digital en la que se puede estar en ninguna y en todas partes, en ningún tiempo y en todos los momentos (a)-temporales.

La ontología de la Red

La idea de ‘Redes’ constituye todo un existenciario que afecta a las distintas dimensiones ontológicas, epistemológicas, antropológicas, ético-políticas y, por supuesto, estéticas de la vida humana. Esto último, cuando nos realizamos como ‘obra de sí mismos’, cuando ‘ficcionamos’ una política inexistente a partir de una realidad histórica (Foucault, 1992a), cuando nos vamos constituyendo, sin nunca constituirnos, en tanto obreros de la belleza de nuestra propia vida (Foucault, 1991, p. 234). Ésta es la nueva forma en que se da el ser en su ‘aquí y ahora’ histórico y singular. Por eso me atrevo a hablar de una ontología de la Red.

La recuperación de la diferencia ontológica no permite sino concebir ‘lo que es’ como entidad transicional, como un ‘siempre-ir-siendo’ en la misma encrucijada entre el ser (lo que somos) y el ente (lo que estamos siendo). Somos en tanto eventos (Heidegger) y rarezas (Foucault); singularidades múltiples (Ibáñez) e intersectantes (Bhabha); actualizaciones de virtualidades indeterminadas (Deleuze). Ello otorga una primacía -infinitamente refundadora- de las relaciones o contextos (transiciones) sobre los elementos posicionales objetivos, reducidos así a agencias (del latín agentĭa, de agens, -entis, ‘el que hace’), puesto que ‘somos’ lo que somos sólo en esa particular transacción relacional en la que emergemos como tales.

Sustituimos la filosofía del objeto por la de flujos moduladores, en los que se produce una profunda alteración -deslocalizadora y destemporalizadora- de la aprehensión espacio-temporal moderna (Vidal, 2007). La referida digitalización de la existencia, desde la descolonización cibernética (Virilio) del primer Entorno Natural y del segundo Entorno Urbano (Echeverría), junto a la disipación de lo real como simulacro hiperreal de sí mismo (Baudrillard) en su autorrepresentación como espectáculo iconocrático (Debord), completa este cuadro posmetafísico.

Epistemológicamente, la interpretación -como elaboración trans-subjetiva de sentidos contingentes- adopta el estatuto de koiné (Vattimo), de lenguaje común en tanto nuestra naturaleza dialógica nos reenvía siempre al juego transdiscursivo del decir a través de otro decir. El conocimiento (post)-objetivista se despliega, pues, como el vehículo por el que transita el poder, el ‘poder ser’ en las relaciones (de poder) que son todas las relaciones humanas. El saber únicamente actúa como prácticas discursivas, habilitadoras de una objetivación ni creada ex nihilo ni preexistente a la actualización de lo que sobreviene ‘potencia en acto’ indeterminada (Foucault).

Antropológicamente, operamos la proyección transversal -en todos sentidos y direcciones- de nuevas ‘subjetividades plécticas’, es decir, de sujetos convertidos en ‘no-lugares’ dinámicos de entrecruzamiento de flujos (múltiples y variables) de interacción. Son trans-subjetividades selectivas, en la medida en que nunca plegamos todos los acontecimientos del mundo vivido en perspectiva: las experiencias particulares como saberes a posteriori del encuentro comunicativo singular. A la vez son diferenciales, en tanto cada subjetividad pliega eventos diferentes con respecto a las otras que le atraviesan (relacionalmente), o pliega los mismos de modo distinto.

Pliegue y expresión de un acontecimiento exterior

Esto sitúa el ‘pliegue’ en su propio límite, siempre sobrepasado a sí mismo, en tanto potencia realizativa. Como límites, «todo sigue siendo como era pero adquiere un sentido totalmente diferente (la transformación semántica del ser). Cada palabra del texto se transforma en un contexto nuevo» (Bajtin, 2003, p. 387).

La idea del plexo conecta, pues, con los tres momentos lógicos del proceso de subjetivación descrito por Gilles Deleuze en torno a un triple proceso de ‘impresión-pliegue-expresión’: «impresión de un acontecimiento exterior sobre una superficie de subjetivación, que pliega ese exterior y lo expresa» (Aragüés, 1996, p. 20).

Hay que recalcar que ese sujeto pléctico, que pliega la realidad emergente recursivamente donde el sujeto es causa y efecto a la vez del mundo que libera en sus sentidos potenciales, es un pliegue en el mundo, un pliegue en los otros y en lo otro. La subjetividad pliega en tanto es sometida a la potencia del exterior: la dimensión relacional del poder recién anunciada.

La pléctica alude al retorno incesante de lo diferente que hay en lo mismo, de la tensión -nunca resuelta- entre lo idéntico y lo negativo. Esto comporta liberar la novedad (‘concrescente’) surgida del entrelazamiento casual de dos diferencias fertilizantes, generadoras de terceros espacios, sólo posibles en la apertura a lo que nunca ha sido. Pero no desde una dialéctica, de corte hegeliano, que sintetiza en un orden superior unas diferencias anuladas en ese devenir de la totalidad que se recorre linealmente a sí misma. Muy al contrario, esa hibridación cruzada revitaliza lo siempre sobrevenido distinto en ese espacio dinámico compartido: «El concepto de pliegue siempre es un singular, no puede avanzar si no es variando, bifurcándose, metamorfoseándose» (Deleuze, 1996, p. 221).

Mientras experimentamos ese plexo en radical simplicidad hacia el interior -como particularidad inconmensurable-, hacia el exterior vivimos en absoluta (com)-plicación. Si recordamos que simplex y complexus derivan justamente de plexus (Vázquez Medel, 2000), nos encontramos, por consiguiente, ante esa unitas complex que Morin refiere a la complejidad bio-físico-químico-psico-biográfico-antropológico-socio-cultural, la cual nos determina -nos emplaza en ‘plaza’ espacial y ‘plazo’ temporal-, y nos abre, nos (des)-emplaza, simultáneamente a los caldos de cultivo dialógicos del ser en el ‘Otro’.

Nuestra esencial plasticidad neuro-psicológica-socio-cultural remite, en definitiva, a la raíz latina plecto-xi, o plexui-xum: tejer, entrelazar. Apunta hacia esa descomposición identitaria operada mediante la intrusión transdiscursiva y transcultural de la figuras de la alteridad en el uno mismo como mismo y en el otro como Otro: la identidad ipse frente a la identidad idem de Ricoeur. La dialogía intrínseca de la que está hecha nuestra plecticidad recurre, por tanto, a la forma en que, más allá de nuestra débil autoconciencia de sí, integramos como posibilidad las instancias complementarias de lo ajeno, lo ajeno-propio y lo propio.

El olvido de las relaciones lógicas con lo otro, que nos constituye en nuestro discurrir transdiscursivo, está, paradójicamente, unido a ese proceso contingente de personalización. El auténtico límite no es el Yo. Más bien es éste, en su vinculación mutua con los demás: el Yo y el Tú. Hablamos coral y polifónicamente a través de las palabras del otro en el mismo instante en que las asumimos como originariamente nuestras.

¿Qué es un texto como acción, sino un tejido, un entramado de voces que resuenan en el mismo instante del ‘decir en con-texto’? Todo texto es siempre (plécticamente) contextual, de textum-i, o textus-us. De nuevo, el mismo significado, la misma especificidad etimológica, esa sinonimia mantenida con plexus: tejido, entrelazado, contextura. De manera que, en el transfondo deconstructivo con el que trataré la temática multicultural (en sus modalidades reactivas, esencialistas y excluyentes), no llegaré a otra conclusión alternativa que la del hecho de que el ‘otro’ deja de ser una exterioridad objetivable al vivir, de alguna u otra forma, en nosotros mismos.

El ‘otro’ es -y sólo puede ser- la oportunidad de llegar a ser lo que se está siendo. Y ahí reside la ‘eticidad’ consustancial de esta percepción hermenéutica de nuestro ser pléctico. La alteridad sobreviene compromiso ineludible, ineludible en una ‘ética del mal’. Ella renuncia a entender el bien como mera ausencia del mal y nos obliga a asumir la deconstrucción de las objetivaciones de la ‘otredad’ como espejos deformantes del sí mismo; como proyecciones (segmentadoras) de nuestros propios miedos y miserias en las contra-imágenes negativas con las que nos empeñamos en escapar de sí, renunciando en vano al ‘otro’.

La consideración del mal, no como mera ausencia del bien, sino como auténtica accidentalidad de lo real, requiere un nuevo esfuerzo resimbolizador de aquél con el objeto de prevenirlo: «Pero resimbolizar el mal es recuperar el fatum: lo fatal o fatídico. El simbolismo radical da que pensar, como dice Ricoeur, pero da que pensar mal frente a los bienpensantes que sólo piensan (en) bien. Y, sin embargo, el dragón somos nosotros mismos y nuestro envés, la impura energética que subyace al bien como formalización pura, purista y puritana» (Ortiz-Osés, 2001, p. 175).

Se trata de superar esa indignidad de hablar por otros, de la que somos responsables intelectuales y no intelectuales, denunciada por Deleuze a través de las palabras de Foucault. Resistir, rebasar el poder, entraña plegar la fuerza, llevarla a afectarse a sí misma en vez de que afecte a otras fuerzas: «Hay que doblar la relación de fuerzas mediante una relación consigo mismo que nos permite resistir, escapar, reorientar la vida o la muerte contra el poder» (Deleuze, 1996, p. 138).

Disciplinas y control de las diferencias culturales como alteridad ‘afectada-criminalizada’

Frente a las posturas que interpretan el nuevo poder de las identidades culturales como una patología transitoria derivada de la crisis de los fundamentos modernos, como un problema coyuntural que no requiere sino la adopción de determinadas medidas correctoras, es posible afirmar, por tanto, que asistimos a una redefinición profunda de organización planetaria de la vida colectiva.

El nuevo contexto surgido del estrepitoso fracaso de los grandes metarrelatos emancipadores modernos viene a estar en la base de una crisis post-social que conduce a la búsqueda desesperada (y violenta) de nuevas fuentes de sentido y pertenencia identitaria.

De modo muy paradójico, al tiempo que las lógicas capitalistas de la innovación tecnológica y de la expansión planetaria han puesto de manifiesto el carácter irreversible de la degradación medioambiental y el incremento imparable de las desigualdades en el reparto de la riqueza -no podemos soslayar constataciones empíricas tan alarmantes como la que, cuanto menos, en la práctica sólo el 20 por ciento de la población mundial consume el 80 por ciento del producto mundial total-, el debilitamiento paulatino de la forma en que fue planteada y vivida la cuestión social en los siglos XIX y XX ha situado lo cultural en el primer plano de la atención (a)-social.

El desvanecimiento operacional de los estados nacionales parece formar parte de un fenómeno muy amplio completado con el «agotamiento histórico del movimiento obrero como figura central del conflicto social, y (…) la embestida en potencia de las afirmaciones culturales, en todo el mundo (…) las fórmulas clásicas de la cuestión social, surgidas con el auge de la industria, están desgastadas, y ello exige situar a la cultura en el centro del análisis sociológico del cambio y del funcionamiento social» (Wieviorka, 2006, p. 47).

Este pasaje de los movimientos de las masas revolucionarias a la atomización insolidaria post-social obedece a ese mismo triunfo del paradigma de redes, que afecta tanto al desarrollo de un nuevo sistema de reproducción material de la existencia -junto a un juego de relaciones (trans)-globales de poder- como a un giro cultural y epistemológico, trastocador de las viejas visiones estructuralistas y funcionalistas de lo social.

La morfología elástica y reticular de esta nueva sociedad mundial entraña el fin del concepto estructural de clases. La disgregación creciente de los proyectos sociales no permite pensar las clases sociales como grupos más o menos cohesionados, cuya posición ‘objetiva’ respondiera a unas posiciones e intereses ‘objetivos’ con respecto a los medios de reproducción material ‘objetiva’ de la vida. La lógica de red nos coloca en una perspectiva relacional de lo social coherente con los nuevos enfoques interpretativo-comprensivos de lo que fue el concepto (estructural) de clase. Considero muy ilustrativo de ello la propia noción de clase social en la que E. P. Thompson basa su análisis histórico-social-cultural: «La clase como tal no es una cosa sino un acontecer [happening]… [que consiste en] este proceso por el cual una clase se descubre y se define a sí misma» ( 1).

En esta concepción autocomprensiva de las modulaciones sociales, la lucha política absorbe un contenido esencialmente simbólico, hoy, dicho sea de paso, meramente ‘informacionalista’, banalizador de ese sentido buscado a través de la mera transmisión en la omisión interpretativo-comprensiva de los transmitido. El proceso de autorreconocimiento mediado por una experiencia vital emplazada en contextos concretos de interacción y enfrentamiento toca al fenómeno del conflicto social desde la óptica de la identificación de la acción con el lenguaje en el proceso de construcción comunicativa del sentido. Aquí lo determinante es la forma en que los sujetos puedan tomar conciencia de lo que son y pretenden llegar a ser en función de la imagen de la ‘otredad’ en la que basan su propia ideología como proyecto vital.

El paradigma (clásico) de la acción da paso al paradigma de la Comunicación (Mattelart, 1997) como nuevo principio de inteligibilidad de la lucha social: la construcción (trans)-subjetiva de una identidad inestable a partir de la traducción en clave cultural de la experiencia social compartida por determinados grupos, siempre en referencia y oposición a los valores antagónicos representados por otros grupos. Las identidades sociales adoptan así un carácter transicional supeditado a las capacidades de apropiación narrativa (‘ser contándose en lo que nos pasa en el tiempo’) frente a la imposición dominante del relato constituyente del orden.

La situación siempre provisional de los sujetos sólo se lee en relación con los restantes (des)-emplazamientos. Las relaciones, en su articulación sistémica, nunca llegan a emplazar a las identidades. Al ser éstas esencialmente relacionales, la propia identidad no alcanza nunca a constituirse plenamente. En tal caso, todo discurso de la fijación tiene un origen metafórico (Laclau & Mouffe, 1987).

Pero, como ya sugerí al comienzo, la heurística metafórica puede operar aquí un fundamental desplazamiento en el tránsito de las figuras de lo estructural a un nuevo enfoque de red: la posibilidad de responder a un principio (des)-organizador y (des)-centralizado, basado en la multiplicidad de unidades autónomas, asociadas eventualmente según niveles de conectividad (fluidez de las interconexiones) y consistencia (unidad de fines). Esta flexibilidad y multiplicidad constituyente y reconfiguradora de los planos de inmanencia social convierte a éstos en mallas moduladoras, redefinidas en función de las alteraciones de sus elementos transicionales: «Los controles son modulaciones, como un molde autodeformante que cambiaría continuamente, de un momento al otro, o como un tamiz cuya malla cambiaría de un punto al otro» (Deleuze, 1991, p. 2).

La idea de ‘disciplina’, coherente y complementaria con la de ‘control’ de Deleuze, me permite incidir en el concepto microfísico, relacional e inmanente que adoptan hoy todas las prácticas de poder en su nueva naturaleza (post)-nacional y (post)-política. Podemos así hablar de una trans-disciplina mundial (de mercado), dominada por una nueva y anónima aristocracia planetaria (Augé, 2008), por esos ‘señores del aire’ (Echeverría, 1999), activadores, desde sus opacos centros de decisión electrónica, de las dinámicas de dominación predominantes en los lugares de la cotidianidad. Espacios cotidianos siempre en crisis, también económica, puesto que ésta se torna normalidad estructurante.

Esta concepción microfísica del poder (en la muerte ‘onto-epistemo-lógica’ y pos-política del Estado) significa que los antiguos mecanismos de bloqueo coercitivo (el prohibitivo ‘no harás’ y el preceptivo ‘harás’) han dado paso a nuevos procedimientos disciplinarios, basados en la profunda interiorización e incorporación de la norma como ‘biopoder’, como un régimen general de autogestión del sí mismo que afecta a todos los aspectos de la vida biológica y mental del sujeto.

Partiendo del principio ‘panóptico’ de Jeremy Bentham (Foucault, 1992b), el poder trabaja como campo de fuerzas inmanente (sin exterioridad) al conjunto de interacciones que caen bajo su dominio regulador. De ahí, la definición de las relaciones de poder como acciones condicionantes y orientadoras de las acciones de los demás. Ello, y esto es más que importante, desde el presupuesto productivo de libertad de elección (impulsar a hacer), y su determinación trans-subjetiva (Foucault, 1998) ( 2). Lo que desde un prisma sistémico abierto se articula como un sistema de comunicación, simbólicamente generalizado (identidad de códigos), destinado a la creación de complejidad y desórdenes reducidos: el postulado de la doble contingencia de la ‘acción selectiva’ (Luhman, 1995).

El mismo Bentham, en una carta dirigida a J. Ph. Garran, diputado ante la Asamblea Nacional ( 3), declaraba sus intenciones reguladoras de la conducta penitenciaria de esta guisa: «Si encontráramos una manera de controlar todo lo que a cierto número de hombres les puede ocurrir; de disponer de todo lo que esté en su derredor, a fin de causar en cada uno de ellos la impresión que se quiera producir; de cercioramos de sus movimientos, de sus reacciones, de todas las circunstancias de su vida, de modo que nada pudiera escapar ni entorpecer el efecto deseado, es indudable que en medio de esta índole sería un instrumento muy enérgico y muy útil, que los gobiernos podrían aplicar a diferentes propósitos de la más alta importancia (…) El hecho de permanecer constantemente bajo la mirada de un inspector es perder, en efecto, la fuerza para obrar mal y casi la idea de desearlo» (Bentham, 2008, pp. 2-3).

Espacios disciplinarios de encerramiento, abiertos hoy (trans-disciplinariamente), más allá de los dispositivos concretos (cárceles, escuelas, hospitales, lugares de trabajo, etc.), en la generalización flexible de modelos de conducta dominantes a todas las escalas de la co-existencia social. Se cumple el principio fractal, la eficacia autoreguladora de ese gran «Trans-Dispositivo Globlal» en los distintos niveles de transmisión de las acciones determinantes de otras acciones, dentro de una reciprocidad diferencial y asimétrica, la cual afecta, de una manera u otra a todos: la «Holografía (Capitalista) Global».

Asistimos -en todas las magnitudes de la prospectiva sociológica, que van de lo macro a lo micro- a la reproducción, generadora de orden a partir del caos, en cada parte de la totalidad de las dinámicas hegemónicas que definen ese Todo. Un Todo al que no escapa rincón del mundo. Un Todo de la «externalización» del auto-destructivo, explotador y alienante capitalismo consumista. Un Todo de la propagación planetaria de un modo de estar-en-el-mundo, creador de consenso al tiempo que de (ego)-ísmo temeroso de la amenaza que pueda representar la ‘otredad’ en el mantenimiento del ilusorio estatus esperado en la falsa Tierra Prometida del ‘consumo que nos consume’.

El multiculturalismo (en el miedo) es un fundamental complemento en la autorreproducción del capitalismo (disciplinario) de redes. La propia ética prevaleciente que domina éste como único mundo-vivido hace del consumo la única posibilidad del yo, sentido esencial y unitario de la existencia. Basculando entre las lógicas del despilfarro, de la innovación constante del gusto y de la consumación del deseo siempre aplazada, en este pathos consumista, «la pobreza no es nuestra responsabilidad sino la de los pobres que no han sabido aprovechar las oportunidades. La modernidad nos permite consumir sin remordimientos y sin peligros. Lo que es más importante. Los pobres tienen que entender que sin ricos no se necesitarían jardineros, ni se construirían edificios, ni se darían propinas a la salida de los restaurantes» (Moulian, 1999, p. 23).

Bueno, en realidad, sí que existen nuevos peligros: los propios pobres excluidos y reconvertidos en fuente de legitimación del sistema -y quiero subrayarlo- al perfilar sus inevitables comportamientos reactivos en justificación de la acción criminalizadora que se ejerce sobre ellos. Panoptismo no centralizado, multidireccional, consumista, multicultural (Whitaker, 1999). La lógica imperante del mercado, la extensión de los instrumentos tecnológicos de vigilancia recíproca en el juego complejo de la vigilancia de la vigilancia. Y, en definitiva, el miedo movilizador de la barbarie occidentalista a las diferencias culturales, por medio de una dinámica retroalimentadora, satanizando al afectado/excluido, excitando esa exclusión de los excluyentes por parte de los mismos excluidos: la nueva ciudad multicultural de gueto, y de los muros materiales y simbólicos que clasifican, unen y separan, en la permanente a insomne ante el peligro ‘prefabricado’, representado por la alteridad sobre-estereotipada.

Rastreemos los distintos niveles de la tensión permanente entre violencia y resistencia, de una parte, y consenso y normalización, de otra, que configuran dinámicamente las formaciones sociales históricas. La lucha político-ideológica, como un enfrentamiento entre identidades culturales en construcción (Gramsci, 1986), se comprendería en este nuevo contexto trans-disciplinario de la consistencia sinérgica efectuada entre: 1) la coerción como sometimiento y aniquilación del ‘otro’ mediante la obligación y la prohibición; ello presupone ausencia de libertad de elección y desaparición del sujeto-objeto del poder en la guerra perpetua y preventiva contra la inocente humanidad sobrante no-occidental; 2) la disciplina como configuración negociada (en forma de tecnología y autocontrol del Yo) de los límites de acción-selección, antes aplicada al interior de dispositivos carcelarios, hospitalarios, laborales, educativos, etc.; 3) el ‘control’ como ruptura en redes transfronterizas y rizomáticas de los límites disciplinarios en su entrecruzamiento dinámico y convergencia hacia una misma pauta motivacional autosostenida (modulación deformante y horizontalidad de los circuitos de control) ( 4). Control, disciplina en red, es lo mismo.

Siendo muy conscientes de la disfunción cognitiva que supone desplazar del centro de acción crítica las dimensiones económico-sociales de las problemáticas a las que se enfrenta ese 80 por ciento de la humanidad excedente, este referente material de pertenencia social anclado en relaciones objetivas, dentro del sistema productivo industrial, ha sido sustituido por la capacidad seductora y subyugante de la identidad: la obsesión -con mucha frecuencia auto-destructiva y disciplinaria- por lo simbólico; por la sujeción a las consecuencias (imprevistas) de los procesos de construcción social del uno-mismo, individual y/o colectivo, en la búsqueda imaginaria de una ‘otredad’ creada en las prácticas-discursivas desde las que emerge el espectáculo hiperreal de esa mismidad tan soñada como imposible.

Con todo el tratamiento social preferencial que merecen estos procesos en cuanto condicionantes de una nueva forma de ‘estar en el mundo’ frente al ‘Otro’, urge contextualizar en los marcos sociales y económicos de producción, circulación y consumo. Contra el peligro de caer en una suerte de textualismo culturalista que pudiera arrojarnos a una paralizante e irresponsable actitud trivializadora de lo real, pero previniéndonos a su vez de un atosigante determinismo economicista, tan represivo como lo anterior, el compromiso ético-político que debe presidir cada pensar-decir-hacer intelectual nos obliga a recordar que «no hay cambios simbólicos que dependan enteramente de las condiciones infraestructurales económicas, sociales y políticas; pero no pueden ser entendidos, revertidos o modificados sin tomar en cuenta esas condiciones» (García Canclini, 1999, pp. 59-60).

Aunque no se pueda soslayar que toda práctica social emana, rompe a hablar como tal, en tanto es dotada de sentido contingente, el tema del multiculturalismo y de la reivindicación generalmente esencialista y reactiva de la identidad y de la diferencia debe comprometer los componentes naturales y específicamente sociales de la existencia humana. La diferencia, la imagen simbólica de ella misma habita en la inevitable naturalización de los agentes sociales apelada en el momento de reivindicar la distinción como mujer, homosexual, discapacitado, inmigrante, etc. Pero también «la diferencia cultural se combina con fuertes desigualdades sociales, que van a la par con un difícil acceso al empleo, a la salud, a la vivienda, a la escuela, y las dos dimensiones, lo social y lo cultural, parecen reforzarse mutuamente» (Wieviorka, 2006, p. 44).

Los multiculturalismo(s) y el poder del miedo a la ‘otredad’ (imaginada)

El complejo fenómeno del multiculturalismo remite a la explosión planetaria de esa ‘mundialidad auto-reflexiva’ emergida en la apertura de los espacios cerrados, en la nueva disolución (en red) las fronteras territoriales y simbólicas contemporáneas. En la dialéctica permanente entre, en un extremo, las fuerzas homogeneizadoras del capital soberano y, en el otro, las reacciones locales (y diluyentes) de las localidades socio-culturales, amenazadas por esa hegemonía transterritorial capitalista, quizá, por primera vez en la historia, el mundo ha tomado conciencia de su propio carácter mundial (Beck, 1998). Ello habilita enormes posibilidades de recrear las diferencias en la medida en que pensamos a través de la forma en que pensamos la ‘otredad’.

Ese (re)-descubrimiento del uno mismo (en la elaboración objetivante de un ‘Otro’) no actúa como una saludable diferenciación cultural, basada en la apertura plural y abierta a esa alteridad que, en la práctica, constituye al sí-mismo en su propia complejidad constituyente. En contra del principio dialógico y transcultural, en rebeldía (autodestructiva) contra todo pensamiento híbrido y mestizo, se implanta un multiculturalismo (de pistola), sojuzgador de ese ‘Otro’, al que se le impone la ultimidad del callar: la violencia simbólica engendrada en la imposibilidad de dar una respuesta, de enunciarse a sí mismo.

El origen de la modernidad, la construcción de una soñada y hegemónica identidad europea fue sólo posible mediante la invención de un ‘Otro’ salvaje americano, ubicado en un plano de inferioridad material y cultural, como legitimación de la supuesta superioridad civilizatoria del colonizador (Dussell, 1994). Es decir, del exterminador blanco, cristiano, racista y patriarcal. Estaríamos ante un jalón decisivo en esa ‘galería de espejos deformantes’ (Fontana, 2000) de un ‘Otro’ bárbaro, rústico, hereje, salvaje-caníbal, primitivo, mujer, homosexual, judío, musulmán, etc., que ha sido la Historia Universal Unilineal. Siguiendo la teoría de los actos del habla, la performatividad, el poder realizador del lenguaje, nos impone un activo y efectivo ‘como sí’. Estos imaginarios siguen marcando las interacciones multiculturales presentes ‘en’ la actualización de las reservas de sentido, custodiadas por la propia conciencia histórica, ya que la forma en que los hombres imaginan la Historia es Historia misma. (Alsina, 1999).

Acentúo que «la gente no discrimina a grupos porque son diferentes, sino que más bien el acto de discriminación construye categorías de diferencias que ubican a la gente en una jerarquía de ‘superior’ o ‘inferior’ y luego universalizan y naturalizan esa diferencias» (McLaren, 1998, p. 267). Las propias reacciones de exclusión de los excluyentes por parte de los excluidos responden, en gran medida, a la imagen peyorativa que el rechazo etnicista ha ido provocando en los dominados. Tan sólo hay que detenerse en la desmoralización, la pérdida de confianza en la propia cultura etnocéntrica indígena, productora de la permeabilidad a las influencias exteriores. La conciencia de la derrota, la desesperanza y la apertura ecléctica a los flujos culturales occidentales cristianos son razones importantes del déficit de iniciativa auto-interpretativa que caracteriza a América (Neira, 1997).

Este semillero histórico de imposiciones simbólicas, odios y complejos identitarios son objeto hoy día de un reciclaje estratégico por las nuevas formas de subordinación, invasoras de todos los niveles de la existencia humana que gozaban de cierta autonomía y contención funcional en el mundo industrial contemporáneo. En nuestra nueva cultura (global) del miedo a lo ajeno como respuesta al miedo a sí mismo, la dinámica autorreguladora hegemónica apunta hacia soluciones muy agresivas material y simbólicamente. Como reacción local al impacto negativo y excluyente de las políticas globales, va proliferando (a escala mundial) ese modelo multicultural -su arquetipo originario lo hayamos en el melting pot, en el mosaico multiétnico segregador estadounidense- centrado en el establecimiento de férreas barreras de sentido, materializadas espacialmente en la reconfiguración segmentadora y descentrada de los nuevos paisajes urbanos posmodernos-informacionales (de gueto).

A escala local y regional, las nuevas ciudades de la (des)-conexión disciplinaria son el campo fértil del reciclaje de los explotados y marginados como enemigos, de la mercantilización exótica de la diversidad (comercialmente) ejercida, y, en fin, de la a insomne por la amenaza del Otro, toda vez que los mass media -auténtico (eco)-sistema social de emergencia de lo que ‘es’- reciclan la violencia que inducen como espectáculo. En esta nueva situación histórica de supresión de los límites entre los enemigos interiores y exteriores, psico-socialmente, «el mundo es un espejo del Yo, una superficie en la que uno proyecta sus propias necesidades, necesidades que uno verdaderamente ve satisfechas. Pero cuando se refleja detrás otra imagen, fuera de uno mismo pero en dirección a uno mismo, toda esa capacidad de desear, de imaginar y dar cuerpo a los propios deseos se ve amenazada, como si, cuando se reflejan dos imágenes en el espejo, éste fuera a romperse» (Sennett, 1980, pp. 12-13).

Radical de interpretación sociológica transdisciplinaria, hemos de tratar de distinguir entre el Miedo como un mecanismo (natural) de defensa, de una parte, y el miedo como dispositivo (reactivo) de rechazo de lo diferente, el aprendizaje social del miedo en contextos de interacción determinados, de otra. Como forma de vida, ese miedo canalizado y asumido culturalmente posee una impresionante capacidad anticipadora de los objetos potenciales desde los que se retroalimenta. El miedo teme a lo presente-inexistente, teme a lo que todavía no es ‘siendo’. Hago alusión a su vigor profético y su aptitud autoconfirmadora, a su predisposición esencial a la actualización permanente de sus virtualidades. El miedo está inevitablemente abocado a temer, a racionalizar su irracionalidad constitutiva, a modelizar y acomodar cualquier evento a sus premisas. El miedo es ante todo un peligro para quien lo siente como pasión dominante. De lo que se desprende su poder emplazante, su fuerza cohesionadora y configuradora de las masas contra las masas, dispuestas a ceder la libertad de elección (individual) a cambio de la (ficticia) sensación de protección y seguridad (Vidal, 2006).

Las cuevas urbanas del miedo a lo diferente, sujetas al tropismo de los flujos y la dispersión mundial de niveles muy diversos de interconectividad y exclusión, constatan un intenso desgarro social diferencial. Estas nuevas ciudades «se desintegran en una selva socialdarwinista» en tanto «la globalización de la economía neoliberal va acompañada de la globalización de la violencia» (Kurnitzky, 2000, p. 9).

Estas ‘ciudades videoclip’ (García Canclini, 1999), (des)-planificadas como espacios rizomáticos -sin principio ni fin, donde todo está siempre en medio (Deleuze & Guattari, 2000)-, sumergidos en el ambivalente (des)-codificador del fango de la violencia como forma de vida, no son sino en el entorno de una distorsión comunicacional, de un radical aislamiento intergrupal, llevado al extremo de la total privatización tribal y apropiación exclusiva de un viejo espacio público, reducido hoy a la experiencia omnímoda del miedo: «En nuestra época posmoderna, el factor miedo sin duda ha crecido, como lo demuestra la proliferación de cerraduras en automóviles y casas, así como los sistemas de seguridad; las comunidades ‘cercadas’ y ‘seguras’ para grupos de todas las edades y niveles de ingresos, la creciente vigilancia de los espacios públicos, además de los interminables mensajes de peligro emitidos por los medios de comunicación masivos» (Bauman, 2006, p. 65).

El sujeto posmoderno adolece de una grave esquizofrenia paranoide funcional, impulsora de la constante conversión del vecino en extraño y de éste en enemigo. Autovigilancia en la vigilancia constante del otro, pérdida de la volición habitual. Contracción paulatina de la libertad que se sobreentiende en la vida normal. Cautela y cálculo a cambio de espontaneidad y costumbre (Soyinka, 2007). Este miedo sin estados, para ser un modo de estar, habita la ciudad comunicacional como un espacio ambiguo, dinámico, acotado en función de los intereses impersonales de una política de gestión de las subjetividades, dinamizadora de la sinergia auto-correctora entre el miedo (reactivo) y el consumismo (insolidario y compulsivo), o sea, de las actitudes fundamentales de esa ‘humanidad perdida’, llorada por Alain Finkielkraut (1998).

Hablo de una ciudad informacionalista prisionera de sí misma, organizada como espacio vigilado (scanscape), contraída en la misma expansión de las nuevas tecnologías de la seguridad simulada. Ciudades-búnker diseñadas por la segregación física de sus nuevos corazones urbanos sin alma, escondidos tras barreras arquitectónicas reubicadas, plagados en sus aparcamientos, paseos privados y plazas por la videovigilancia como espacios de una visibilidad protectora, delimitadora de la barreras que le separan de los nuevos bárbaros, de los recién llegados en la desesperación, de los inmigrantes reclamadores de su derecho a vivir dignamente (Davis, 2001, p. 17).

Es la criminalización por la condición social, a la que se proscribe por su pertenencia a un grupo, aunque no sea responsable de actos delictivos concretos. En los nuevos Ministerios de la identidad, aquéllos se previenen, se anticipan y se castigan antes de cometerse. Es la ciudad del Minority Report de Steven Spielberg (2002), que juzga impunemente a las culturas como diferencias intolerables, que no admite la pluralidad de valores, que desconsidera visiones del mundo dispares con respecto al modelo y que constituye la forma más acabada y definitiva de barbarie en nombre de un adulterado y manipulador sentido de lo (in)-civilizado.

Esta discriminación de las minorías mayoritarias a todos los niveles económicos, institucionales y culturales, en efecto, tiene su soporte material en la propia segregación que sufren en el espacio urbano. En la misma medida en que son arrinconadas en sus destinos amurallados, su propia respuesta defensiva, unida a la especificada y los recelos culturales que ello refuerza, les conduce a un autoencerramiento interpretado como posibilidad de protección, ayuda mutua y afirmación de la singularidad identitaria. En ello estriba el verdadero efecto-control de este multiculturalismo del miedo a las diferencias, en el cual «se produce así un doble proceso de segregación urbana: por un lado, de las minorías étnicas con respecto al grupo étnico dominante; por otro lado, de las distintas minorías étnicas entre ellas» (Borja & Castells, 1997, p. 121).

Pero, precisamente, «el miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros» (Todorov, 2008a, p. 18). Se trata de la nueva barbarie legitimadora de nuestra posdemocracia mediante la sustitución del discurso ilustrado del pacto rousseauniano por el de los vínculos de protección-obediencia gobernados por El Leviatán hobbesiano. La soñada ‘paz perpetua’ por Kant ha dado paso a la normalización de la ‘guerra perpetua’ contra los enemigos prefabricados, construidos a la medida de las exigencias disciplinarias del nuevo capitalismo mundial integrado.

Las democracias liberales siempre se han definido negativamente por la necesidad de un enemigo. Esto presidió las confusas prácticas retóricas de la Guerra Fría. Esto también sostuvo un sistema basado en la desviación de los presupuestos nacionales occidentales, especialmente el estadounidense, hacia la consolidación del complejo industrial-militar, en detrimento de gastos mucho más prioritarios en educación, en sanidad, en cualquier tipo de transferencia (sin contrapartida), que realmente permitiesen compensar los estragos del mercado sobre las diferencias socio-económicas desde la satisfacción de las necesidades fundamentales de todo el cuerpo social, nunca garantizadas por aquél.

Hoy, todo ello se está globalizando y arrastrando a la occidentalidad hacia la búsqueda patológica de nuevas amenazas, cuando «vemos claramente, tras la caída del muro de Berlín, que el peligro del Islam ha reemplazado, en la retórica imperial, el peligro del comunismo. Estamos ante una nueva Guerra Fría. La proyección del poder norteamericano en el mundo se lleva a cabo utilizando una supuesta amenaza islamita, y confundiendo, en una misma connotación, la palabra Islam con la de terrorismo» (Nair, 2006, p. 44).

Se implanta un disciplinante panoptismo multidireccional de nueva naturaleza sinóptica como forma de poder afianzada en la libertad comunicacional que se concede a la masa social a la hora de vigilar y observar a unos pocos, a unas élites minoritarias, por otra parte, bien seleccionadas, cuya simulación mediática se reduce a un engañoso «medio interactivo unidireccional» (Bauman, 2006). Se trata del dejarse ver para seducir. ¿No son las imágenes hiperreales, construidas por nuestra sometida y condenada imaginación, las que nos miran y vigilan, y no al contrario? El espectáculo es el medio favorable para el ejercicio del ‘ciberobsesismo’, del poder furtivo, de la fanática dominación y del genio retorcido, creador de esos monstruos tan invisibles como proliferantes en sus oscuras (y autistas) cavernas informáticas, desde las que los envía al espacio de los flujos cibernéticos para invadir y destruir la acción de individuos e instituciones (Soyinka, 2007).

Este capitalismo del riesgo, en su propia homeodinámica entre el orden y el caos, también rentabiliza económicamente las amenazas que simultáneamente induce y está en condiciones de neutralizar (Beck, 2001). Estas son las bases de un inusitado dinamismo económico-financiero, abocado a la consiguiente expansión de los negocios de la (falsa) seguridad: las tecnologías militares y de la vigilancia, el cártel farmacéutico mundial, el sector de la (re)-construcción de lo que se destruye para reconstruir, etc. Las nuevas fuentes de acumulación de riqueza enlazan, de alguna u otra forma, con la nueva economía-red del miedo. No hay inversión más rentable que la de invertir, precisamente, en miedo, cuyos valores bursátiles no hacen otra cosa que subir.

Donde el poder es, justamente, el pantanal primigenio del miedo, del que surge el precipitado de la reacción neurótica del hombre a la mortalidad (Soyinka, 2007), el capital actúa como integral de las formaciones de poder, como poder planetario de sujeción semiótica integrada, como regla de equivalencia de cualquier cosa con cualquier cosa -en la equiparación, como valor de mercado, una vez anulada hipnóticamente la consideración del valor de uso de ‘un par de botas con un Shakespeare’ (Finkielkraut, 1990)-, como neutralizador de la potencia disidente de la diferencia, actuante como en mero diferencial del propio valor.

El capitalismo mundial integrado (del miedo) se basa en un fenómeno de semiotización funcionalista de todas las iniciativas singulares, una vez inscritas éstas en un código que atribuye un principio y un fin, que atrae hacia sí cada acción en la eterna repetición de un modelo pre-constituido o post-configurado. Esta territorialización codificada de manera generalizadora no se limita a la expansión desregulada de los flujos financieros reproductores de una economía inmaterial engendradora de valor a partir de la conversión de las señales telemáticas en mercancía-valor. También crea cercado allí donde «a los gobiernos nacionales sólo les queda un poder de mediación entre el Imperio económico mundial y las poblaciones, la gestión del ajuste estructural entre valores subjetivos y valores mundializados del territorio local. Cuanto más fragmentado esté ese poder de mediación y cuanto más ceñido a las especificidades de las poblaciones, mejor le irá al capital mundial; de ahí el interés del capitalismo por las lenguas y las religiones minoritarias, sus sucesivos vuelos en auxilio de determinados grupos dominados, reincorporados después en una gestión nacional de fachada» (Querrien, 2004, p. 26).

Por eso opera también el conjunto general de las trans-acciones simbólicas a través de las cuales los sujetos construyen e interpretan (recursivamente) ese mundo integrado en el que leen sus comportamientos como aquello que creen ser y quiere llegar a ser en sus diferencias (co-existentes) con los demás. Anticipación desfuturizadora de la acción, auto-inscripción del lugar que hay que ocupar en la Red, auto-determinación del sentido, sumisión a las jerarquías espaciales que conforman el modelo, auto-reproducción de la distancia entre la potencia desterritorializante del maquinismo molecular y microfísico -como proyección (nómada) de líneas minoritarias de fuga y resistencia transversales con respecto a la verticalización segmentadora del diagrama normalizador- y la potencia socializadora y reterritorializadora de esa dinámica transdisciplinaria en la sedentarización y corporativismo de una existencia insolidaria consigo misma.

Es el triunfo de una suerte de fascismo microsociológico hecho habitus en tanto extensión, más allá de su momento histórico de triunfo histórico como modelo político nacional, de lo que Pierre Bordieu describió a lo largo de su carrera intelectual como esquemas generativos (estructurantes) con los que los sujetos perciben el mundo y actúan en él (interiorización de la estructura social configurada en una historia condicionada). El habitus en su tendencia a su durabilidad, autorreproducción y conservación mediante la naturalización (olvidada) de los arbitrarios culturales-históricos que están en su origen: resistencia fundamental al cambio. El habitus como mecanismo de control auto-regulador (entre lo consciente y lo consciente) del azar del discurso (qué, quién, cómo y dónde se puede decir lo que se puede decir) en el mercado lingüístico (receptores capaces de evaluar lo dicho) y el capital lingüístico de la ganancia en el poder sobre la formación de los precios lingüísticos, atentos a los micromercados dominados por las estructuras globales) ( 5).

El ‘gran deformador universal’ tiene como horizonte autosostenido la reducción permanente -simbólicamente generalizada- de la complejidad social, de ese caos multicultural del que emana -en ciclos autopoiéticos de control mantenido- el mismo orden global. El disciplinamiento-Red -éste lo baso en los efectos sinérgicos y recursivos (los efectos actúan sobre las causas por retroalimentación negativa-redundante y estabilizadora del sistema) de la asociación entre el miedo y el consumismo- nos somete al resultado emergente de la complementariedad de los fundamentalismos locales (de gueto) y el fundamentalismo global (de mercado). Los cuales acaban uniendo y separando al antojo del doble mecanismo antropofágico (de absorción) y antropoémico (de expulsión) con el que la sociedad de control apuntala sus estrategias de autoajuste a partir de la interacción de los dos modelos de violencias postmodernas en que se asienta lo que denomino ‘política del caos programado’.

Este intrincado fenómeno sistémico ha acabado consolidando sus juegos de control en la autorreproducción y rentabilización mediática de esas violencias como el ‘gran espectáculo del mundo’. Esta interacción asimétrica y diferencial entre dos modelos de violencia identificados con la oposición global-local -el relato épico del globalismo tecnocrático en hostilidad simbólica frente al relato melodramático de los afectados por sus consecuencias negativas (García Canclini, 2001)- abarca estos dos polos:
1) La ‘violencia de los excluidos’ (de carácter reactivo). Este comportamiento agresivo de los ‘condenados de la Tierra’ (Fanon, 2001) se dirige a la eliminación real del enemigo excluyente. Tiene como objetivo principal la recuperación de una territorialidad-gueto, física y simbólica amenazada por los procesos globalizadores. La desesperanza absoluta y la falta total de confianza y amor por uno mismo y la propia vida no impele -como solución final- a la autoinmolación en busca del Paradise Now (del director cinematográfico Hany Abu-Assad, 2005).
2) La ‘violencia de los excluyentes’ (de carácter autopoiético-estratégico). Encuentra en el caos (de las diferencias culturales imaginadas) su principal fuente de creación, reproducción y conservación del enemigo como: a) principio de legitimidad de la exclusión ejercida; b) mecanismo de control de la población interior subyugada por el miedo; c) fuente de auto-reproducción del capital global mediante el negocio de la vigilancia, la seguridad y la guerra perpetua de todos contra todos. Cristaliza también, entre otros comportamientos de control ya interpretados, en un multiculturalismo (transterritorial) consumista, el cual identifica y distribuye las identidades culturales como mercancías exóticas expuestas y compradas en las ‘ferias y museos de muestras de la diversidad’.

El panóptico multicultural y consumista produce fracturas móviles y variables de los tradicionales límites culturales. Segrega al interior de grupos étnico-lingüísticos, de género, religiosos, etc., supuestamente homogéneos, en función de la capacidad consumista, del poder adquisitivo de sus integrantes. Se generan, así, (des)-emplazamientos constantes de los adentros y afueras según un proceso dinámico de consensos y distanciamientos marcado por las identidades, los gustos, los estilos de vida trivializados, absorbidos por una fascinación marginadora de los clichés que el mercado contribuye a potenciar allí donde pone en juegos su capacidad externalizadora de toda la existencia en tanto régimen biopolítico global.

Lo decisivo es, en primer lugar, que el consumismo (al mismo tiempo que identifica actúa como creador de identidades primarias en los falsos paraísos (orwellianos) de la abundancia. Se es en cuanto se tiene lo que se tiene. He indicado que se trata de un hedonismo individualista e insatisfecho (del tener) como posibilidad misma del Yo, concediendo unidad y proyección a la existencia (Moulian, 1999). Pero esta identidad cultural consumista se autorrepresenta en la necesidad de velar continuamente por su supervivencia ante los ‘enemigos’ del imposible bienestar. Es, precisamente, esa satanización de las víctimas (urbanas y planetarias) de la desconexión neoliberal la que justifica la propia dominación explotadora ejercida sobre ellas.

En un sentido ético-político, el capital-Red funda su poder auto-organizador en la recurrencia a la imagen mítica de guerra cósmica y escatológica entre el bien (el héroe occidental) y el mal (el villano no-occidental) absolutos. Hecho que sólo cobra sentido a través de la atribución culpabilizadora de los males de la globalización (dominio planetario del capitalismo-Red de Control) a la humanidad sobrante, a las auténticas víctimas, criminalizadas y recicladas como legitimación posdemocrática y negocio del exterminio impune del diferente (6).

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Notas

[1] Citado en Caínzos (1989, p. 24). Lo contenido entre corchetes se corresponde, naturalmente, con el propio texto de Caínzos. La referencia pertenece a La formación histórica de la clase obrera en Inglaterra.

[2] «Las disciplinas sustituyen el viejo principio «exacción-violencia» que regía la economía del poder, por el principio «suavidad-producción-provecho». Se utilizan como técnicas que permiten ajustar, según este principio, la multiplicidad de los hombres y la multiplicación de los aparatos de producción (y por esto hay que entender no sólo «producción» propiamente dicha, sino la producción de saber y de aptitudes en la escuela, la producción de salud en los hospitales, la producción de fuerza destructora en el ejército» (Foucault, 1992b, pág. 222).

[3] Dover Street, Londres, a 25 de noviembre de 1791.

[4] «El pasaje hacia la sociedad de control no significa en modo alguno el fin de la disciplina. De hecho, el ejercicio inmanente de la disciplina -es decir, del auto-disciplinamiento de los sujetos, los incesantes susurros de las lógicas disciplinarias dentro de las subjetividades- está extendido de modo aún más general en la sociedad de control. Lo que ha cambiado es que, junto con el colapso de las instituciones, los dispositivos disciplinarios se han vuelto menos limitados y delimitados espacialmente en el espacio social» (Hardt, Michael & Negri, 2003, p. 282).

[5] En verdad, «un microfascismo, bajo distintas formas, prolifera en los poros de nuestras sociedades, y se manifiesta a través del racismo, la xenofobia, el resurgimiento de los fundamentalismos religiosos, del militarismo y de la opresión de las mujeres. La historia no garantiza que hayamos franqueado para siempre los «umbrales progresistas». Sólo las prácticas humanas y un voluntarismo colectivo pueden evitarnos la recaída en las peores barbaries» (Guattari, 2004: 124).

[6] «El resultado es la exclusión de millones y millones de seres humanos de la vida económica, si a eso se le puede llamar vida. El resto se rearma y encrespa como erizo: casas-fortaleza, colonias fortificadas, automóviles blindados y chalecos antibalas. Como en el medievo, la seguridad física y económica de los individuos sólo está basada en su capacidad para defenderse a sí mismos y en su habilidad para traficar sin escrúpulos o como ha dicho Margaret Thatcher: There is no Duch thing as a society» (Kurnitzky, 2000, p. 11).

Diferencia(s), transculturalidad(es) y multitud(es) dialógica(s)

Transcendido el sentido estático del sufijo ‘-ismo’ a favor de los flujos dinámicos que connota la ‘-idad’, creo que es posible ir más allá de esos multiculturalismos complementariamente realizados entre el gueto y el miedo, de un lado, y el consumismo insolidario, compulsivo y banal, de otro. Propongo el esfuerzo para alcanzar una multicultural-(idad) resuelta en una mirada adjetival, procesual, de las identidades como ipse-(idades), como ese sí-mismo pléctico, convertido en el (no)-lugar del entrecruzamiento de elementos de identificación muy diversos, recreados continuamente en el encuentro fértil con la novedad del Otro y lo Otro.

Junto a esta rebeldía mestiza, necesitada de la alteridad para seguir ‘ir-siendo’ en el retorno infinito de las diferencias-otras, esta multicultural-(idad) de las diferencias sin fronteras también ha de permitir el dejar de entender las culturas como espacios simbólicos objetivos, esenciales y a-históricos. Defiendo una multicultural-(idad) para ir a ‘lo cultural’ como rede(s) de sentido a partir de las cuales los sujetos implicados en interacciones (significantes) cotidiana van hilando ese tejido expansivo inherente a las prácticas-discursivas en cuyo contextos particulares emergen aquéllos, dando cuenta (provisional y contingente) de lo que creen ser y quieren llegar a ser ‘en’ y ‘a través’ de una ‘otredad’. Una alteridad misteriosa e irreductible al concepto modelizador, sobregeneralizador y esterotipador de un ajeno-propio ambiguo, abierto y plural.

Evitemos que nuestro mundo-cultural reduzca su lenguaje-acción, sus prácticas-discursivas, a la generación de identidades culturales basadas en la desigualdad y la discriminación, para tender la mirada hacia un nuevo horizonte nómada-transcultural. Reivindico, como ya he hecho en otras ocasiones, la dinamic-(idad) re-creadora del ‘trans’ como un ‘entre’ (des)-emplazante y emergente de lo que va siendo en esa trans-acción de un lado a otro, en ese ir y venir hacia y desde donde las diferencias retornan siempre como otras.

Hagamos, en suma, de esta actitud transcultural y posnacional la fuerza principal para resistir contra el sistema de control global que el capitalismo-Red nos impone en el engañoso juego del enfrentamiento inter-cultural. Aboguemos por ese pensamiento contra-colonial enfocado hacia la anti-iconocrática resistencia contra el poder (trans)-disciplinario de esas imágenes autorreferenciales, de esos simulacros-espectáculo, de esas copias sin original que la mediocracia global nos ofrece como único criterio de referencia simbólico de las comunidades culturales que imaginamos. Co-edifiquemos una nueva ciudadanía anti-capitalista y anti-consumista, ciudadanía (trans)-cultural, ciudadanía antropófaga, participante, carnavalesca, transfigurada, devoradora del alimento hegemónico para digerirlo, para convertirlo -por medio de nuestros multidireccionales aparatos culturales- en sanos nutrientes simbólicos, asimilables por ese gran ‘cuerpo sin órganos’, abierto a la individuación (des)-organizada como nueva experiencia ético-política.

Violemos «la relación establecida con el cuerpo; a partir de la perversión de los significados y los campos semánticos; a partir de dejar de experimentarse como un yo y comenzar a reconocerse como una multiplicidad de intensidades, sensaciones y deseos […] Estamos a las puertas de un programa ético de un sujeto experimental y una apuesta micropolítica anárquica» (Salinas, 2007).

(Des)-emplacémonos de las viejas políticas encuadradoras de masas revolucionarias, estatalmente verticalizadas para co-activar un nuevo modo de resistencia global que sabe de las posibilidades transgresoras de la misma cultura de redes donde se asienta actualmente el comando capitalista. Frente a las masas, las multitudes son múltiples, cambiantes, modulares (Hardt & Negri, 2004). Las multitudes se solidarizan en redes, pero se autodestruyen continuamente en su naturaleza efímera, (des)-espectaculizadora, como entre-zonas móviles y dinámicas, como zonas temporalmente autónomas (Bey, 2007). Son las que funcionan según el modo de ser de las nómadas y desterritorializadoras máquinas de guerra deleuzianas, como trans-espacios creadores de nuevos espacios de encuentro cooperativo y colaborativo de lo común que pueda haber en las diferencias así re-creadas.

Resistencias moleculares constituidas por complejas redes de subjetividades descentradas, desinstitucionalizadas, asociadas puntualmente en función de acciones y objetivos concretos, de determinadas fórmulas de combinación de recursos y fines comunes. Repensemos el maquinismo como una nueva conciencia planetaria ajena a totalidad autocerrada, a la vez que proyectadas a múltiples relaciones, cuyas exterioridades comporten una mera virtualidad trans-significante (Guattari, 2004).

Resistencia transcultural, ruptura con los determinismos unidireccionales de la historia universal escrita desde un locus de enunciación colonial, ajeno e insolidario con respecto al afectado, excluido y callado como ‘humanidad inferior’. Renunciemos a los fanatismos como «fijación paroxística de las identidades. El fanatismo es una enfermedad psicológica, una postura que pretende disponer de la verdad histórica e imponerla al resto del género humano» (Nair, 2006, p. 30). Descategoricemos el pensamiento para abrirlo a otros lugares de re-apropiación práctico-recursiva.

En su reciente entrega del Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, Tvetan Todorv recordaba que «por cómo percibimos y acogemos a los otros, a los diferentes, se puede medir nuestro grado de barbarie o de civilización. Los bárbaros son los que consideran que los otros, porque no se parecen a ellos, pertenecen a una humanidad inferior y merecen ser tratados con desprecio o condescendencia» (Todorov, 2008b).

Demos, pues, ese paso, desde un post-occidentalismo multihistórico, desde una renuncia a la identidad como cárcel de la vida que se siente vida, desde el disfrute de la productividad creadora como posibilidad de ser siempre Otro a través de los Otros.

Artículo extraído del nº 80 de la revista en papel Telos

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Rafael Vidal Jiménez

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