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El orden y la ciudad del Barroco


Por Félix Ortega Gutierrez

Un examen del Barroco y de sus transformaciones sociales ilumina el origen y el sentido de la cultura de masas y del inicio de la modernidad. Su repercusión es mayor aún si consideramos que la impronta barroca no ha desaparecido de la cultura actual.

El inicio de la Modernidad su-pone para Europa la ruptura con la cultura en que se asen-taba el orden medieval. La cul-tura popular es progresiva-mente erosionada y reempla-zada por una nueva configuración que se inicia en el siglo XVI y que en el XVII está ya bastante consolidada: la cultura de masas.

Esta última es promovida por el nuevo poder político (despotismo centralizado) que se ejerce desde un espacio social remodelado, la ciudad barroca. Aquí tiene lugar el diseño y producción de un universo simbólico cuya función central consistirá en ejercer un control más eficaz sobre un tipo de sociedad que ha dejado de ser comunitaria para transformarse en asociativa. Una sociedad en la que emergen con fuerza dos tendencias complementarias: una creciente individualización psicológica junto a una masificación de la estructura social como consecuencia de la pérdida de importancia de los grupos intermedios y de los vínculos personales propios del orden medieval.

La especificidad y trascendencia de esta cultura de masas es difícilmente comprensible si no la comparamos y diferenciamos previamente de la cultura a la que sustituye. De este modo estaremos en condiciones de trazar con mayor precisión la génesis y significado del marco cultural que, con sucesivas transformaciones, predominará en las sociedades europeas a partir del XVII.

1. LA CULTURA POPULAR: CRISIS Y PROGRESIVA DISOLUCIÓN

Durante el período medieval en Europa estuvieron vigentes dos modelos culturales: uno, el que enlazaba con la tradición clásica y cultivaba la filosofía,la teología y cuantos saberes eran propios del estamento alto de la sociedad. Otro, que recogía saberes menores, poco sistemáticos, condensados en cuentos, sátiras, fiestas y representaciones cómicas.

Este último modelo es lo que conocemos como cultura popular, la cual, si bien era la única a disposición del pueblo llano, no era exclusiva de él, ya que participaba también en ella la nobleza y el clero. De modo que puede afirmarse, como sostienen Bajtin (1971) y Ginzburg (1982), que existe una circulación cultural que va de los estratos bajos de la sociedad hacia los altos, influyéndolos hasta el punto que una parte de la alta cultura medieval recoge los temas y preocupaciones de la cultura popular. Esta, a su vez, es una respuesta desenfadada e irónica a la visión seria y oficial de la cultura de la nobleza y del clero. Entre ambas tradiciones se da, por tanto, una constante relación e influencia. Prueba de ello es la frecuente presencia en la literatura medieval de la risa y la comicidad, en obras en principio concebidas como panegíricos políticos, hagiografías y relatos épicos (E.R. Curtius, 1981, excurso IV).

De donde es posible inferir la notable penetración del paganismo en este universo cultural.

La cultura popular tiene como destinatarios principales a campesinos y artesanos. Es de carácter local, cicunscrita a reducidos espacios sociales que funcionan como comunidades bastante cerradas, y con marcadas diferencias entre unos lugares y otros. Se desarrolla en escenarios abiertos, tales como plazas públicas, tabernas, mercados e iglesias. Su modo de transmisión casi único es informal: la tradición oral aprendida en el ámbito del hogar (P. Burke, 1991).

El núcleo esencial de esta modalidad de cultura reside en la fiesta cómica, en el humor y la risa, capaces de poner el mundo al reves; esto es, invertir el tono serio y religioso del feudalismo. Según Bajtin (ibíd, p.10), tres son las categorías que integran esta cultura: 1) formas y rituales del espectáculo (carnaval, fiestas como la del asno, de bobos); 2) obras cómicas verbales, y 3) diversas formas y tipos del vocabulario familiar y grosero. De todas ellas,el carnaval es la más representativa.

En el carnaval hay un trastocamiento de la vida normal. «Desde un punto de vista puramente mecánico -escribe Caro Baroja (1979, p. 50)- podríamos decir que uno de sus rasgos esenciales era el de que imponía movimientos desacostumbrados a quienes los celebraban y también a ciertos animales y objetos. Desde un punto de vista social, lo que imperaba era una violencia establecida, un desenfreno de hechos y de palabras que se ajustaba a formas específicas; así, la inversión del orden normal de las cosas tenía un papel primordial en la fiesta».

Se creaba consiguientemente una imagen dual del mundo: la oficial de una parte, y la no-oficial, burlesca y blasfema, de otra.

Los ritos carnavalescos constituyen una forma especial y festiva de vida, distinta del culto religioso, al que con frecuencia parodian, y próxima a formas teatrales en las que no hay distinción entre actores y espectadores, ya que todos participan en y viven la fiesta. Mientras ésta duraba, las jerarquías estamentales se abolían y las divinidades eran sometidas a burlas implacables. En consecuencia, la cultura popular, al parodiarlas, relativiza la autoridad estamental y las creencias religiosas.

La vida material y corporal predomina sobre los aspectos espirituales en la cultura popular. Frente al cristianismo, que predicaba el ayuno y la abstinencia como formas de espiritualidad superadoras de la carnalidad, pero favorecedoras de una visión triste del mundo, emergía la explosión de la carnalidad divertida e inconsciente de los rituales populares.

Su fundamento no era otro que el realismo grotesco (Bajtin, 1971, pp. 23 ss.): un principio en el que se funden lo cósmico, lo social y lo corporal en una totalidad viviente que se expresa en la fiesta y que proporciona vitalidad alegre y bienhechora. Lo corporal es una realidad positiva, ya que se asocia a la fertilidad, al crecimiento y la abundancia.

Por lo mismo, en el cuerpo aparecen asociados el principio y el fin de la vida, la muerte y el nacimiento. Se proyecta por lo tanto una imagen en la que el cuerpo, lejos de ser una realidad completa y perfecta (como sucedía en el mundo clásico y acontece en nuestra época), es algo que está constantemente transformándose.

Hay, por ello, en la cultura popular, una clara percepción del continuo proceso de cambio que anima a todo lo real y que lo somete a una permanente regeneración.

Este modelo cultural, sin embargo, va a ir perdiendo vigencia a partir del siglo XVI hasta prácticamente desaparecer en la época contemporánea. Las razones de este cambio son varias y complejas. Pero en general responden a las exigencias del nuevo tipo de sociedad que se configura con el Renacimiento primero y el Barroco después. Una sociedad en la que impera una racionalidad calculadora que necesitará de nuevas formas de control y persuasión ideológicas.

El desarrollo del capitalismo es sin lugar a dudas uno de los factores decisivos para explicar esta transformación cultural.

Las demandas productivas del capitalismo requieren una población más disciplinada, capaz no sólo de trabajar sistemáticamente, sino también dispuesta a renunciar a la satisfacción inmediata del goce y disfrute de los bienes.

Exige también un tipo de individuo imbuido del sentido del deber y por lo mismo autocontrolado. La racionalización de la vida se extiende por toda la sociedad desechando de ella cuantas manifestaciones alteran la vida seria de la producción.

Esta mentalidad encuentra un inesperado respaldo en la ética elaborada al calor de la Reforma protestante y la Contrarreforma católica . El ascetismo calvinista (Weber, 1973) y la disciplina jesuítica (Durkheim, 1982) posibilitaron la formación de un eficaz sistema de control basado en la autorregulación individual. Además, en la empresa de recristianización emprendida por unos y otros movimientos religiosos, se trató de erradicar en el pueblo todas aquellas manifestaciones que se consideraban impías y paganas. La vida licenciosa y desenfrenada del carnaval tenía que ser sustituida por una alternativa cultural piadosa (Burke, 1991, pp. 316 y ss.).

El absolutismo centralizado se convierte ahora en la autoridad política, que organiza un Estado cuyas bases son militares y fiscales. Ejército y burocracia se convierten en los principales instrumentos de dominación, puestos al servicio del mercantilismo de la época. Un nuevo modo de ejercer coerción,basado en la jerarquía y separación de los diversos estratos sociales, se impone tanto en el orden político como en el económico.

El escenario en el que tienen lugar estas y otras transformaciones es la ciudad. Una ciudad cuyos orígenes son, en muchos casos, medievales pero que ahora se ve sometida a procesos de remodelación en los que se plasman los ideales de una nueva época y de una cultura diferente.

2. LA CIUDAD BARROCA, SEDE DE LA AUTORIDAD ESTATAL

A partir del siglo XV la dominación estamental, basada en una multiplicidad de señoríos cuyos centros son el castillo y el territorio que le circunda, cede su lugar a las cortes absolutistas asentadas en ciudades.

La propia aristocracia se ve sometida a un proceso de reorganización que le lleva a ser un grupo al servicio del monarca.

Para lo cual habrá de civilizar sus costumbres y dotarse de un nuevo código de conducta. «Ahora se exige del noble -señala N. Elias (1986, p. 253)- que se someta a una coacción nueva, unas normas también nuevas y más estrictas, así como una modelación del comportamiento que la vida caballeresca no consideraba necesaria ni posible.

Son las consecuencias de la nueva y más intensa dependencia en la que ahora ha incurrido el noble, quien ya no es el hombre relativamente libre, el señor de su castillo, cuyo castillo era su hogar. El noble vive ahora en la corte, sirve a los príncipes, incluso les pone la mesa. Y en la corte tiene que convivir con muchas otras personas. (…). Se trata de una autodisciplina nueva, de una represión incomparablemente más intensa, a la que se someten las personas debido al nuevo ámbito vital y a la nueva forma de integración».

En definitiva, la corte se convierte en la sede del nuevo poder político; una corte que se asienta en una espacio social que si bien se hereda del Medioevo, ahora se remodela. En este espacio, que no es otro que la ciudad, se instala el aparato del Estado, que inicia un conjunto de transformaciones racionalizadoras de la sociedad destinadas a controlar las manifestaciones espontáneas de los impulsos y los sentimientos, tal y como ha puesto de relieve D. de Rougemont (1979, p. 212-13) a propósito del amor: el amor-pasión es reemplazado por la institución del matrimonio, la cual es resultado de un complejo cálculo de conveniencias y alianzas.

Asimismo, la integración social por vía estamental es progresivamente desplazada por la integración nacional, fruto de procesos homogeneizadores llevados a cabo por el Estado y que crearán una identidad cultural y afectiva común así como los mismos sentimientos de pertenencia a personas y grupos heterogéneos, que hasta entonces no habían tenido una misma tradición cultural.

Subsiguientemente al asentamiento del poder estatal en las cortes barrocas, tiene lugar una división del espacio social en dos ámbitos bien diferenciados: el público y el privado (Habermas, 1981, pp. 41 ss.).

Contrariamente a lo que sucedía en la Edad Media, donde público y privado eran indistintos y vinculados directamente al estatus, tal y como ejemplifican las cortes caballerescas francesas y borgoñonas del XV, ahora, con el Barroco, la esfera pública se liga al aparato estatal y cuanto queda fuera de ella constituye el ámbito de lo privado. Manifestación por excelencia de esta vida privada es la fiesta barroca.

«Torneo, danza y teatro se retiran de las plazas públicas a los jardines, de las calles a los salones de palacio. El jardín palaciego, aparecido a mediados del siglo XVII, extendido por toda Europa rápidamente, como toda la arquitectura francesa de ese siglo, posibilita, al igual que el palacio barroco mismo, lo que, por así decirlo, ronda al ambiente de la sala de fiestas: una vida cortesana guarecida del mundo exterior» (Habermas, ibíd., p. 49). El pueblo no quedaba totalmente excluido, ya que permanecía en la calle expectante, como público que en ocasiones tenía acceso a las representaciones palaciegas. La burguesía, por su parte, hace más excluyentes sus fiestas a la par que sus organizaciones corporativas se erigen en ámbito de la autonomía privada conocida como «sociedad burguesa».

Las ciudades barrocas se configuran, por tanto, como escenarios en los que arraigan varios tipos de actividades características y específicas de la nueva modalidad de dominación estatal-absolutista. Se trata de: 1) la economía mercantilista y monetaria; 2) la burocracia y el militarismo propios del centralismo político; 3) la creación y difusión de noticias a través de la prensa que trata de reconciliar los ámbitos público (con la información que proporciona la administración estatal) y privado (ya que se destina dicha información a los públicos privados de la sociedad); 4) la configuración de un sistema ideológico-normativo destinado al mejor control de la sociedad como ámbito de lo privado: la cultura de masas. Este espacio barroco supone ya una transformación y mayor complejidad de la ciudad basada en los privilegios estamentales descrita por Weber. En este último caso, la ciudad es un asentamiento solamente caracterizado por la presencia en él de: la fortaleza, el mercado, un tribunal propio y una cierta autonomía administrativa (Weber, 1969, p. 949; Bettin, 1979, cap. I).

La ciudad había sido durante el Medioevo la sede del comercio. Con la aparición del Estado se convierte en el centro de una economía mercantilista que trasciende la venta al detalle típica de los mercados locales medievales. El mercantilismo supone, como señala Weber, la alianza del Estado naciente con los intereses capitalistas, de modo que aquél «es tratado como si constara única y exclusivamente de empresas capitalistas (…).

El objeto consiste en reforzar el poder de la dirección del Estado hacia fuera» (Weber, ibíd., p. 1053).

Este mercantilismo es primero estamental y después nacional. Junto al auge del mercantilismo encontramos el creciente peso del sector monetario en las actividades económicas. Con la mayor abundancia de dinero tiene lugar un encarecimiento de los precios que perjudica a cuantos perciben rentas fijas, es decir, los señores feudales; en contrapartida, el mayor incremento dinerario correspondía a aquellas actividades en las que se concentraban las oportunidades de beneficio: la empresa capitalista y el Estado como recaudador fiscal (Elias, 1987, pp. 261-2).

Este predominio del dinero en la economía tendrá importantes repercusiones para la vida social de los habitantes de las ciudades: de entrada, da lugar a un espíritu calculador que tiende a elaborar valoraciones homogeneizadoras. «En la medida en que el dinero equilibra uniformemente todas las diversidades de las cosas y expresa todas las diferencias cualitativas entre ellas por medio de diferencias acerca del cuánto (…) se convierte en el nivelador más pavoroso, socava irremediablemente el núcleo de las cosas, su peculiaridad, su valor específico, su incomparabilidad» (Simmel, 1986, p. 252). Con ello, las interacciones se tornan objetivas e impersonales al traducirse las diferencias personales a un criterio unificador calculable y previsible.

El asentamiento del Estado en la ciudad hace que en ésta se instalen dos de los pilares centrales de la dominación política estatal: la administración burocrática y el ejército permanente. Con la primera el Estado asegura el ejercicio continuado de la dominación sobre sus súbditos, haciendo viable además la recaudación permanente y sistemática de los tributos.

Con el ejército, el Estado se apropia del monopolio de la coacción. La superioridad estatal en este último dominio respecto de la nobleza medieval es clara: los mayores recursos puestos a su servicio le permitían apropiarse de las nuevas técnicas militares (la pólvora, por ejemplo); de otra parte, la infantería formada por los plebeyos de las ciudades acabó por ser superior, gracias al empleo de las armas de fuego, a la caballería de los nobles. Este cambio en las técnicas militares y su monopolio estatal tuvieron una directa y profunda incidencia en la ciudad.

En primer lugar, se debilita la independencia de las ciudades libres, hasta este momento fortificadas para resistir ataques de armas que no incluían la artillería. La proliferación de ésta las hace más vulnerables a la nueva milicia. Con lo cual los nuevos diseños urbanísticos serán el fruto de las concepciones militaristas imperantes (Mumford, 1979, cap. XII). Esto es, la ciudad amplía el espacio dedicado a las funciones militares y reduce el área propiamente residencial. Además, la ciudad se convierte gradualmente en la sede de los ejércitos, con lo que proliferará en la estructura urbana barroca el cuartel.

De esta manera, los marcos conceptuales de organización de la vida urbana sufrieron una radical modificación: el espacio se somete al orden y a la medida que permitían el despliegue de los ejércitos (cuya plasmación urbanística será la gran avenida barroca con sus perspectivas ilimitadas, tan distinta de las angostas y curvadas calles medievales); el tiempo se torna más matemático y se descompone analíticamente en una sucesión ininterrumpida de momentos. Organización del espacio y del tiempo que se dirigen en último término a lograr una mayor disciplina del cuerpo social (Foucault, 1976a, pp. 139 y ss.).

El carácter central que para la vida social adquiere la ciudad bajo el absolutismo hacía necesaria una amplia red de comunicaciones por la que pudieran transitar mercancías, órdenes y noticias. Así, se mejoraron los transportes ampliando las carreteras y creando un servicio de correo postal con el que unir el centro y la periferia. Pero las ciudades no sólo son núcleos comerciales y residencia del poder político; son también ámbitos que producen y difunden noticias. Hasta el siglo XVII este tráfico de noticias se limitaba, casi en exclusividad, al existente en la esfera privada de las correspondencias comerciales-profesionales.

Pero a partir de entonces, las noticias se convierten en una mercancía más susceptible de ser sometida a las leyes del mercado. Y no sólo eso: también la prensa iba a permitir a la autoridad hacer públicas sus disposiciones, órdenes y reglamentaciones. De este modo, la prensa se erige en una instancia de control al servicio del poder estatal.

Mas para lograrlo, es necesario transformar el reducto de la vida privada en ámbito público, esto es, sacar a los individuos y grupos sociales de su intimidad para hacerlos destinatarios de los mensajes políticos, provocando así una fusión de ambas dimensiones. Estos públicos serán, con el paso del tiempo y particularmente en el siglo XVIII, no sólo objetos que reciben la influencia informativa del soberano, sino también sujetos que desarrollan una cierta autonomía crítica y capacidad de distanciamiento respecto de aquéllos (Habermas, 1981, pp. 53 y ss.).

Los elementos que acabamos de analizar tienen su plasmación urbanística en el predominio de la arquitectura civil sobre la religiosa.

De los tres polos urbanos de referencia que caracterizan a la ciudad típicamente renacentista: la iglesia, el mercado y el palacio (Mastellone, 1991), son los dos últimos los que adquieren todo el protagonismo a lo largo del Barroco.

En particular es el palacio, sede de la corte y del poder, el núcleo esencial de la sociedad. Se trata de un mundo en si mismo, en el que poder y placer se confunden y donde se procede a diseñar un nuevo tipo de cultura con la que ejercer control sobre unas masas sociales que crecientes en número han de ser ahora más disciplinadas y productivas. Una cultura puesta al servicio de la defensa del régimen monárquico estamental y en la que sus símbolos expresan la exaltación y grandeza de los poderes terrenales. Un buen exponente de ello lo fue el palacio del Buen Retiro, construido en el reinado de Felipe IV en las afueras del Madrid de la época: el palacio tenía un claro significado político: era el escenario donde el poder real se manifestaba en toda su magnificencia. (Brown, Elliot, 1981, especialmente capítulos 6,7 y 8).

3. LA CULTURA DE MASAS Y EL ORDEN SOCIAL DEL BARROCO

El palacio, espacio de residencia del poder absoluto, deviene centro creador y difusor de cultura por excelencia. La ciudad barroca no es ya el ámbito para la expresión del realismo grotesco, sino recinto que requiere orden y disciplina, y en donde por tanto los controles y coerciones son ahora más intensos y explícitos que en la sociedad medieval.

Las necesidades del nuevo sistema económico y político llevan a que las interacciones sociales estén reguladas por el principio del autocontrol. La progresiva pacificación social, condición imprescindible para la viabilidad del proyecto político absolutista, pasa inexorablemente por dos requisitos: el monopolio de la violencia en manos del Estado, y el autodominio individual.

Como ha señalado N. Elias (1987, pp. 458-9): «El aparato de control y de vigilancia en la sociedad se corresponde con el aparato de control que se constituye en el espíritu del individuo (…). En cierto sentido, lo que sucede es que el campo de batalla se traslada al interior. El hombre tiene que resolver dentro de sí mismo una parte de las tensiones y de las pasiones que antiguamente se resolvían directamente en la lucha entre individuos».

La consecución de este orden social autorregulado sólo era posible creando en cada individuo la conciencia, a la que había que nutrir con los códigos culturales idóneos para lograr el dominio de sí mismo.

A tal efecto, se emprende un vasto proyecto de reforma de la cultura popular, que progresivamente es sustituida por otra, la de masas. El primer paso dado en tal dirección consistió en el abandono de la cultura popular por parte de la nobleza, el clero y la burguesía. Una mayor instrucción y un refinamiento de sus maneras al modo de los usos y las costumbres cortesanos les distancian y distinguen de los estratos sociales populares con los que no desean ya mezclarse en sus efusiones carnales y grotescas.

La cultura que el Barroco considerará como genuina es aquélla que se elabora en el mismo ámbito en donde reside el poder, es decir, la corte palaciega. Y si bien es posible encontrar huellas de la cultura cortesana medieval en la cultura barroca, lo cierto es que la última es específica de esta época. En primer lugar, por su marcado carácter elitista, que le lleva a separarse de los estratos no encumbrados de la sociedad.

En segundo lugar, porque este complejo cultural será determinante de la trayectoria que sigue el resto de la cultura en tales sociedades durante los siglos XVI-XVII (Elias, 1982, p. 250), sin que se dé la circularidad cultural propia del periodo medieval. En tercer lugar, también es distinta su naturaleza: ya no se trata de una cultura de guerreros, sino de cortesanos, en la que desempeña un destacado protagonismo cuanto se asocia a la posición, el rango y el honor.

Esta cultura, si bien retirada de los espacios públicos característicos de la cultura popular, es concebida para ser representada ante un público que asiste como espectador.
En un primer momento es inaccesible a quienes no forman parte de la corte. Sólo los cortesanos participan de ella en las diversas estancias palaciegas que la acogen: el teatro, los jardines, zoológicos y museos. Esporádicamente, las clases populares pueden contemplar esta cultura. Mas por lo general lo que les llega suele ser una reelaboración ad hoc de la cultura de las élites destinada al exclusivo consumo de las masas.

A medida que la cultura del Barroco trasciende los muros del palacio y tiene como escenario la ciudad, se produce una profunda transformación. El ceremonial y la etiquetas cortesanos van convirtiéndose paulatinamente en pautas propias de la vida privada. El mundo privado de los sujetos deviene en público destinatario y consumidor de la cultura elaborada para ellos por los intelectuales (Habermas, 1981, pp. 69 ss.).

Un público entendido al modo de Tarde (1986, p. 43): «una colectividad espiritual, (…) una dispersión de individuos, físicamente separados y entre los cuales existe una cohesión sólo mental». Este público se diferencia de las multitudes medievales (presentes en los lugares públicos) y sólo es posible a partir del momento en que existe la imprenta: gracias a ésta es como resulta viable que muchos individuos, alejados en el espacio, puedan ser sugestionados por las mismas convicciones y acontecimientos.

¿Cuáles son los rasgos específicos de la cultura del Barroco? ¿En qué se diferencia del sistema precedente conocido como cultura popular? ¿Qué funciones cumple este nuevo orden normativo y valorativo? J.A. Maravall (1980, pp. 131 y s.) le ha atribuido cuatro caracteres sociales distintivos: se trata de una cultura dirigida, masiva, urbana y conservadora. A partir del esquema conceptual elaborado por el propio Maravall, vamos a detenernos en el análisis de cada uno de estos rasgos.

A. Una cultura dirigida

El objetivo de este sistema de normas y valores es lograr comportamientos que aseguren el mantenimiento del orden social construido por el absolutismo. La cultura tiene así un carácter preventivo y pragmático, puesto que trata de erradicar eventuales desviaciones sociales y adaptar al sujeto al mundo en el que vive.

Toda la política cultural del Barroco se expresa en preceptos morales (al estilo de los de La Rochefoucauld) destinados a regular y orientar los comportamientos. Para ello es necesario desarrollar los conocimientos sobre el hombre: tanto de sí mismo a la búsqueda de adaptación a la realidad, cuanto de los demás a fin de obtener cierta capacidad de control utilitario en los intercambios sociales. Conocimiento del hombre que se proyecta en tres campos: observación del rostro (fisiognómica), consideración de la vida anímica interior (psicología de Huarte de San Juan y estudio de las pasiones de Spinoza) y comportamiento externo (historia).

De este triple análisis se deriva una concepción mecanicista del ser humano, entendido ahora como el conjunto de resortes que mejor permiten encauzar su conducta acorde con los intereses políticos. La plasmación más expresiva de esta concepción son los ejercicios espirituales y el modelo educativo de Ignacio de Loyola. Reducido a sus elementos más simples, el hombre se convierte en un ser artificial recreado por las técnicas disciplinarias que sobre él aplica la educación.

Para conseguir el eficaz encauzamiento de la conducta humana, el poder barroco empleará la persuasión ideológica, en la que desempeñan un destacado papel el arte y la literatura como medios de comunicación. Persuasión que no busca demostrar sino convencer.

Objetivo que se consigue estimulando las pasiones y haciendo partícipe al público de aquellas obras en que interviene como espectador. Se trata, en definitiva, de captar la voluntad por medio de impresiones sensoriales capaces de conmover y aficionar al sujeto a los temas artísticos que se le sugieren para que actúe conforme a los imperativos y sugerencias que de ellos emanan.

B. Una cultura masiva

En el siglo XVII tiene lugar un fuerte proceso migratorio del campo a la ciudad. De manera que si bien la población disminuye globalmente, la densidad demográfica aumenta en las ciudades.

Con ello se produce el desarraigo de este campesinado migrante: abandona la cultura popular, pero todavía no se ha apropiado de la cultura urbana. Para evitar tal estado de anomia, así como para reemplazar las formas tradicionales de control social basadas en la solidaridad mecánica y las costumbres agrarias, se elabora un tipo de cultura idóneo para el consumo de las masas: el kitsch.

Estamos ante «una cultura vulgar, caracterizada por el establecimiento de tipos, con repetición estandarizada de géneros, presentando una tendencia al conservadurismo social y respondiendo a un consumo manipulado» (Maravall, 1980, p. 184). No se trata de una divulgación para el pueblo del saber de los estratos cultos, sino de una cultura degradada, específicamente elaborada para ser consumida por el pueblo, constituida por obras de baja calidad e ínfimo gusto. Lo que caracteriza a este tipo de cultura de masas (masscult) es que prefabrica e impone el efecto; los productos culturales implican también las concretas reacciones que deben provocar (U. Eco, 1968, pp. 79 y ss.).

Esta cultura es posible en el Barroco en virtud del desarrollo de formas de producción masiva. La imprenta, los talleres de los artistas y la manufactura ponen en circulación abundante objetos repetidos. A medida que surge la fábrica, la producción se estandariza y crea un público de consumidores tipificados.

¿Qué papel desempeña el público en la configuración de la cultura de masas? ¿Es él quien impone sus criterios, o por el contrario su gusto es modelado por la oferta que tiene a su disposición?

Más bien sucede esto último.

La cultura estimula los sentimientos del público y le habitúa al consumo de ciertos productos culturales, de manera que acaba por confundir sus deseos con la oferta que se le impone. Y lo que al público le llega es un conjunto de productos culturales redundantes, repetidos y reiterativos. Para cuyo consumo no es necesario esfuerzo intelectual alguno. Los hábitos derivados de esta práctica generan en el orden cultural el gusto.

Un gusto no reflexivo y desordenado, como correspondía al pueblo, que era sinónimo de vulgo: masa indiferenciada y anónima de individuos. Por contraposición a lo noble, propio de los estratos altos de la sociedad, destinatarios de la distinguida y auténtica cultura, aquélla capaz de proporcionar placer estético y prestigio social.

El vulgo es también el público escasamente dotado de razón y por ello sólo emite opiniones. Mientras que la razón es capaz de discernir acerca de la verdad, la opinión no es más que un conjunto de pareceres confusos y cambiantes. La opinión se diferencia, por tanto, de la razón, pero también de la tradición (Tarde, 1986, pp. 79 y ss.).

Esta última dominaba en el Medioevo, era propia del pueblo y se nutría de juicios y valoraciones arraigados en el pasado. La razón se funda en juicios reflexivos que a partir del Barroco se atribuyen, casi en exclusividad, a las elites. Para las masas quedaba la opinión, cuyas fuentes no son otras que la conversación y la prensa (Tarde, ibíd., p. 81).

Desde su irrupción en la sociedad, la opinión no hace sino expandirse en detrimento tanto de la razón como de la tradición. La prensa, por ello mismo, comienza a ser importante para el poder en el siglo XVII, ya que a través de ella puede configurarse la opinión del público, cada vez más relevante e interviniente en los procesos políticos. Una opinión cuya fuerza reside en el número y no en la coherencia de sus planteamientos; en ser capaz de aglutinar en un mismo agregado social a gran cantidad de sujetos unánimes en el juicio pero dispersos espacialmente.

Otros ámbitos más privados, como las casas de café y los salones, desempeñaron un destacado protagonismo en la creación y difusión de cultura y opinión. Bien es verdad que en un primer momento tenían un marcado carácter elitista, por cuanto a ellos sólo podían acudir personas instruidas. Mas a medida que se amplía el sistema escolar, la discusión se abre a otros estratos sociales dando lugar más tarde, a mediados del siglo XVIII, al gran público burgués, formado en teatros, museos y conciertos (Coser, 1968, Primera parte; Habermas, 1981, caps. 5 y 6).

Los medios empleados por la cultura barroca para lograr estos efectos son varios. En primer lugar, las comedias, en las que se presentan caracteres y situaciones que satisfacían el gusto del público. Las comedias son el antecedente del cine (cinedramas llama Menéndez Pidal a las de Lope de Vega) y de la televisión. Y sin duda tuvieron en su época importancia y efectos similares a los que hoy tienen estos medios de comunicación de masas (Lazarsfeld, Merton, 1985). El teatro era el principal recurso cultural, así como los edificios que los albergaron se erigieron en uno de los focos de vida pública más activos.

En segundo lugar, las biografías que mostraban un determinado tipo de ser humano ponían a disposición de la educación moral modelos de referencia con los que orientar el comportamiento de las masas.

C. Una cultura urbana

La ciudad barroca representa un doble triunfo: sobre el campo (que empieza a despoblarse, bien porque el campesinado no encuentra en él trabajo, bien porque los señores territoriales exigían productos y diversiones que sólo los mercados urbanos podían proporcionarles) y sobre la libertad ciudadana característica del período medieval (suprimida ahora por el absolutismo centralista).

La cultura que en ella se elabora es expresión de este nuevo orden en el que la iniciativa de los ciudadanos ha sido sustituida por las disposiciones de la administración estatal. La fuerte presencia de inmigrantes campesinos y la progresiva disolución de los vínculos personales de las corporaciones medievales tornan las relaciones urbanas anónimas.

De manera que lo que pierden en libertad por el lado de los derechos, lo ganan en la esfera psicológica y en la de las relaciones sociales al desprenderse de los controles propios de los grupos primarios. Pero con ello las oportunidades de desviación social son mayores y por lo mismo las amenazas de desorganización social aumentan de forma considerable.

La confluencia de todos estos factores afecta de varias maneras a la cultura. En primer lugar, la hace cosmopolita (frente a la popular, que era local). La presencia en la ciudad de gentes de orígenes diversos, así como la facilidad para las comunicaciones convierten a cualquier acontecimiento, tenga lugar en el sitio que fuere, en objeto de atención de la opinión del público. En segundo lugar, es una cultura individualista: la soledad es un tema recurrente en ella.

La subjetividad emerge ahora en la esfera privada (la familia) y comienza a manifestarse en géneros literarios tales como las correspondencias epistolares, los diarios y más tarde en la novela y la tragedia burguesas (Habermas, 1981, cap. 6). En tercer lugar, es una cultura coercitiva que se dirige a controlar las formas de desviación originadas por el anonimato de la gran ciudad.

De ahí que el diseño urbanístico del Barroco esté profundamente imbuido de concepciones e intereses militares, y de que en él proliferen cuarteles y fortificaciones destinados a hacer frente a los numerosos grupos (pícaros, vagabundos, ladrones, etc.) que encarnan la periferia marginal y potencialmente peligrosa del orden barroco.

D. Una cultura conservadora

Indudablemente todo sistema cultural persigue conservar la realidad tal y como la ha definido. La diferencia del Barroco respecto de otros periodos históricos es que pretende conservar bajo un falso espíritu innovador.

Para ello dirige la atención del público urbano hacia aquello que implica novedad,siempre y cuando la novedad sea irrelevante, para lo cual ha de reunir alguna de estas condiciones: presentar bajo un ropaje nuevo la tradición o introducir innovación allí donde no resulta peligroso para el mantenimiento del orden. Todo cambio que suponga una alteración del equilibrio político y social es rechazado y descalificado como comportamiento propio de grupos sociales a los que se estigmatiza.
El Barroco procede a reorganizar el orden de la racionalidad de modo que cuanto se opone o critica a los poderes dominantes pasa al inframundo de la sinrazón, habitado por perniciosos sueños y el error. A esta zona oscura serán desplazados y asilados en instituciones de internamiento cuantos sujetos y grupos resultaban asociales por su apartamiento de las normas sociales: blasfemos, alquimistas, libertinos, disipadores, etc. (Foucault, 1976b).

De esta manera muchas conductas típicas de la precedente cultura popular se convierten ahora en reprobables y castigables. Será la época característica de la caza de brujas y de la persecución de herejes, adivinos y hechiceros. En donde los que profesan ideas modernas serán igualmente perseguidos por ser considerados practicantes de alguna suerte de magia pecaminosa (Caro Baroja, 1967).
El paso de la Edad Media al Estado absolutista estuvo marcado por un conjunto de amplias y profundas transformaciones económicas, sociales y culturales que habían propagado el gusto por los cambios y la innovación. El proyecto político del nuevo orden asentado en las ciudades barrocas busca acabar o frenar esta tendencia social hacia lo nuevo.

En particular trata de acabar con aquellos movimientos que ponen en riesgo el carácter estamental del absolutismo. Para lograrlo, se utilizaron diversos medios: la vuelta al tradicionalismo de las Universidades, la supresión de estudios y colegios radicados en localidades pequeñas (por el activo papel que habían desempeñado en el aumento de las aspiraciones de movilidad social entre los estratos populares), la moralización a través del principal medio cultural de la época, el teatro.

Este insiste en el conformismo: cada cual ha de aceptar la posición que le reserva el orden social heredado (Maravall, 1980, pp. 278 y ss.).

Al mismo tiempo, el orden estamental se refuerza por una mayor ruralización de la economía: es la propiedad territorial la que asegura un estatus privilegiado; un régimen que al glorificar las virtudes agrarias recupera el tradicionalismo como fuerza capaz de hacer frente a las ansias de renovación social. Precisamente en una sociedad mayoritariamente urbana, el tradicionalismo rural, que recupera descontextualizándolos temas y motivos de la mitología medieval, cumple una función abiertamente ideológica: oponerse a la línea de modernización que se inicia en las postrimerías de la Edad Media y continúa en el primer Renacimiento.

La conjunción de la monarquía absolutista, los señoríos territoriales y la rígida ortodoxia religiosa conduce a una sociedad fuertemente bloqueada, necesitada de establecer válvulas de escape de las tensiones acumuladas. Ello se conseguirá encauzando los afanes de cambio e innovación hacia zonas escasamente peligrosas para la constelación de fuerzas e intereses dominantes.

Es el caso de las extravagancias presentes en las diversas manifestaciones artísticas y que generan la creencia de que todo está permitido y cualquier objeto es susceptible de ser considerado cultura. Con este planteamiento se elimina todo criterio para juzgar las obras culturales. Se produce, en consecuencia, un «anticlasicismo hostil a la vigencia de normas de ejemplaridad», que «al dejar a la masa sin instancia objetiva a la cual atenerse y entregada a ese más aparente que efectivo subjetivismo del llamado gusto libre, lo que en realidad se hacía era dejarla sin defensas frente al dominio de la acción configuradora que sobre ella pudieran ejercer los recursos manejados por el poder» (Maravall, ibíd., p. 293).

La cultura se convierte en un conjunto de elementos que por medio del recurso a los sentidos y a los sentimientos, hace del ser humano un espectador extasiado ante las grandezas de los poderes establecidos. No busca la duda, la crítica o el distanciamiento, sino la identificación con un orden sacralizado, en el que reyes y señores aparecen glorificados, al mismo nivel de los dioses y hacia el que sólo cabe una actitud de veneración sumisa.
Esta impronta barroca no ha desaparecido en las transformaciones posteriores de la cultura de masas.

Es posible detectarla también en la de nuestros días. Sus repercusiones se han dejado sentir no sólo en este modelo cultural, sino también en otros, tales como el científico (especialmente el de la Ciencias Sociales) y el académico. El imperialismo de la cultura de masas, organizada conforme a las pautas barrocas, es hoy una realidad incuestionable.

Y ello ha llevado a otros cambios notables, tal y como el acontecido en la esfera de los intelectuales, que sólo lo son en la medida en que se adaptan a la lógica de la comunicación de masas. Pero es éste un análisis del que me he ocupado en otro lugar, y a él remito al lector interesado (Ortega, 1994: caps. VIII, IX y X).

Bajtin, M. (1971), La cultura popular en la Edad Media y el Renacimiento, Barral, Barcelona.

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Artículo extraído del nº 39 de la revista en papel Telos

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Félix Ortega Gutierrez

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