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La comunicación como evolución de la biosfera


Por Francisco A. Marcos Marín

Telos ha cumplido en los últimos años un papel innegable en el área de la comunicación, la sociedad y las nuevas tecnologías. Diversos grupos de especialistas se han sentido invitados a participar en sus páginas y no me parece exagerado afirmar que todos nos hemos sentido muy satisfechos con ello e interesados, a la vez, en y por otros campos del saber. En el rizo de las especialidades hemos girado unos y otros, a veces cómodos y como en casa, a veces realizando el esfuerzo de comprensión debido a lo que nos parecía interesante y atractivo, hasta el punto de llevarnos a superar la barrera de la ciencia ajena. Giro a un lado y otro de la ciencia; pero nunca pirueta injustificada o gratuita. Esta confianza nos ha guiado como lectores y a ella debemos recurrir ante un esfuerzo de síntesis como el que hoy se plasma en nuestro Cuaderno Central.


No cabe duda de que conceptos como el de mutación y siglas como DNA y RNA nos son, de vista, familiares. Complejos esquemas de reproducción de los virus pueden ocupar páginas centrales en los suplementos de diarios de gran tirada y prestigiosas revistas de divulgación dedican artículos o números especiales a la cuestión central de nuestro componente biológico y a cómo dar sentido a nuestra evolución. Sentido incluso dentro de las preocupaciones trascendentes de millones de seres humanos. «En el curso de la evolución de la biosfera -escribe Laín Entralgo en Cuerpo y alma-, los primeros hombres -los primeros individuos del género homo- tuvieron su origen en una mutación biológica de ciertos individuos del género Australopithecus». En términos de teoría de la comunicación, podríamos traducir esta expresión diciendo que unos mínimos componentes celulares en el organismo de algunos individuos del género Australopithecus emitieron un mensaje levemente diferente del esperable en su género, el resultado de esa divergencia comunicativa fue la aparición de un género distinto, el del homo. Algunos individuos de este nuevo género, a su vez, en el curso de miles de años, alteraron ese mensaje (no de modo que podamos llamar consciente, desde luego) y así se fueron originando distintos tipos de humanos,hasta llegar a éste que ahora está a punto de acabar con la vida en el planeta, a pesar de su título presuntuoso de homo sapiens sapiens. Doble sabiduría que ha sido capaz de causar alteraciones, en brevísimos períodos de tiempo, que antaño requerían milenios o períodos aún más extensos.

Sin embargo, este aparente destructor es también un poderoso reconstructor. El hombre, capaz del análisis de la realidad, puede llegar a estudiar los mecanismos comunicativos que regulan su evolución e influir en ellos, terrible dilema ético, pues no somos indiferentes a los resultados de una ciencia que puede convertir a los hombres del futuro en seres más dueños de sus cuerpos (y por ende de toda su actividad) o, desviada de su finalidad de progreso general, llevarnos a una manipulación genética de consecuencias horripilantes. Un cuerpo casi glorioso o un Frankenstein clónico serían los extremos hiperbólicos de este futuro, perfecto o imperfecto, que aguardaría a nuestros sucesores, si llegan a sobrevivir.


La Química, la Biología, la Medicina, incluso la Física, ciencia que se impone como modelo en esta segunda mitad del siglo, parecen ser los modos de aproximación oportunos para llegar a este complejo mundo del genoma, del conjunto de genes y marcas genéticas de los seres humanos. Son, por supuesto, las ciencias que permiten el tratamiento del problema en su dimensión empírica, a más de la teórica y básica. El proceso de mutación, los modos sutiles como se producen las alteraciones genéticas no responden, parece, a mecanismos que manejemos conscientemente o, en el mejor de los casos, lo consciente puede intervenir de modo muy secundario y relativo: si tengo los ojos azules puedo buscar una mujer de ojos azules con la intención de que nuestros hijos tengan ese color de ojos; pero como razón fundamental de elección de pareja no se trataría de un comportamiento muy normal. No hace falta insistir en este camino, porque la reducción a lo absurdo se presenta inmediatamente.
Junto a tales ciencias, más duras, en el sentido usual del término, aparecen otras que, al menos, se benefician de los resultados de las primeras e, incluso, pueden aportar sus conclusiones para la obtención de avances comunes. La Teoría de la Comunicación, la Antropología, la Paleontología y, naturalmente, la Lingüística, son las primeras que se nos ocurren, no necesariamente en ese orden. Ello ocurre porque a los problemas que el estudio genético y el evolutivo nos plantean se suman otros que, a veces, también forman parte de las soluciones. No es el menor de ellos el de cuándo empezó el hombre a expresarse en un lenguaje articulado, qué relación existe entre el lenguaje y el cerebro, si se habló originariamente una sola lengua, de la que, en consecuencia, procederían todas las demás. Hace cincuenta años avanzábamos vacilantes por estos caminos e incluso no se consideraba propio de un lingüista serio ocuparse en recorrer sus vericuetos. Entonces no disponíamos de los datos apasionantes que hoy nos suministra nuestra propia ciencia y no digamos la Neurología, no habíamos excavado los yacimientos fundamentales de Olduvai u otros lugares de la gran fractura oriental africana y teníamos unas ideas bastante incompletas sobre la distribución de las lenguas por el mundo y los tipos en que estos idiomas podían agruparse, desde presupuestos científicos.

Las respuestas a las preguntas fundamentales han de llegar aún, no es algo que hayamos alcanzado. Incluso tendremos que abandonar algunas de las vías que parecen conducirnos a ellas y que reconoceremos como insuficientes dentro de más o menos tiempo. Establecer las diferencias entre lo que pensamos y lo que sabemos no es nunca tarea fácil, porque los resultados de su confusión pueden aproximarse a la verdad, aunque no a la demostrable. El análisis de ciertos datos de la sangre de pueblos geográficamente alejados podrá demostrarnos que esos pueblos originariamente fueron el mismo y otros datos antropológicos e históricos podrán llevarnos a la conclusión de que hablaron una lengua común; pero este hecho, por irrefutable que resulte, no implicará que las lenguas, que los individuos sanguíneamente emparentados hablan hoy, estén igualmente emparentadas, porque una de las dos poblaciones, o las dos, ha podido abandonar la lengua que sus antepasados compartieron con los de la otra, por razones que podemos ignorar siempre, ya que pueden no haberse plasmado nunca en testimonios que nos sea dado interpretar.


Empobrecería notablemente nuestra posibilidad de progreso en el conocimiento de nuestro pasado (y nuestro futuro) limitarnos a planteamientos limitados por los rígidos controles del positivismo. Una revuelta más del zizagueante camino puede acercarnos a una solución impensada: el estricto conocimiento de las pautas que rigen el movimiento de pueblos de agricultura rudimentaria, la multiplicación de las distancias recorridas gracias a la doma del caballo, el mejor aprovechamiento del suelo con el arado son datos que no se aprovechan ahora por primera vez. La correlación de estos hechos con otros más nuevos, la construcción de modelos que toman en cuenta diversas variantes, incluso con la capacidad de verificar los resultados de posibles alteraciones, las facilidades que las nuevas tecnologías ofrecen, desde el análisis de los elementos químicos, los restos radiactivos, a las bases de datos meramente bibliográficos, todo es una formidable manifestación de en qué medida son ilimitables las relaciones que la situación del hombre en sociedad y las posibilidades de la comunicación, favorecidas por las tecnologías en imparable crecimiento, nos ofrecen.
Para acercar a los lectores de Telos a este planteamiento, hemos invitado a un nuevo grupo de autores al cuaderno central y, dado el éxito de este llamado, podremos continuar con esta colaboración en algún número futuro, aunque sea con artículos independientes. Nos preocupa, por supuesto, el resultado de esta atrevida decisión. Por ello hemos querido insistir en la radical proximidad de las ciencias de hoy que tienen como meta final al hombre.

Artículo extraído del nº 33 de la revista en papel Telos

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Francisco A. Marcos Marín

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